(Un par de columnas de Martín Ferrand en el XLSemanal del 10 y el 17 de abril de 2011)
Si los españoles no fuéramos víctimas de nuestros propios complejos, tendríamos en el altar de las admiraciones colectivas a personajes como el Ziryáb, un notable andaluz del siglo IX, protegido por Abderramán II, poeta fino, afamado compositor y cantante, introductor de la quinta cuerda en el laúd, inventor del flequillo y singular y anticipado gastrónomo. Tales eran sus encantos que según cuenta el historiador Eduardo Manzano Moreno en Épocas medievales, el segundo tomo de la Historia de España dirigida por Fontana y Villares, para que fijase su residencia en Córdoba el emir puso a su disposición una almunia junto a la ciudad y al río, 40.000 dinares de renta -¡una pasta!- y una retribución variable por cada una de sus composiciones musicales.
En lo que aquí nos interesa, el Ziryáb gastrónomo, hay que apuntarle el mérito de haber introducido el cultivo y el consumo, con rango de exquisitez, de los espárragos en España. Una delicadeza que, siglos más tarde y con el desprecio hispano, fue ostentación de Luis XIV de Francia.
Los espárragos son, posiblemente, lo mejor de la primavera. Recuerdo con especial emoción unos que, por estas fechas, hace años, probé en Echaurren (José García, 19, Ezcaray, La Rioja), uno de los mejores restaurantes de España en donde Francis Paniego los cuece durante horas a baja temperatura para conseguir, más que un sabor gozoso, una emoción intensa. Una genialidad. En Madrid son 'auténticos' -no importados- los de La Manduca de Azagra (Sagasta, 14) y en el epicentro de su producción son notables los de Treintaitrés (Capuchinos, 7, Tudela, Navarra).
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Los espárragos, manjar de dioses, no tienen el prestigio popular que se merecen. En la corte de Luis XV, María Antonieta los valoraba como el súmmum de la delicadeza, por encima incluso del caviar; pero aquí, en España, son muchos todavía quienes repiten una coplilla anónima y errática: «Quien nísperos come, / bebé cerveza, / espárragos chupa, / o besa a una vieja; / ni come, ni bebe, ni chupa ni besa». Y no digamos nada del despectivo «vete a freír espárragos», dicho popular que señala el máximo del desdén y el desprecio. Puestos a dichos, no es de despreciar el navarro que repite Juan Miguel Solá, el artífice de La Manduca de Azagra (Sagasta, 14, Madrid): «Los de abril, para mí; los de mayo, para el amo, y los de junio, para el burro».
Recuerdo, de antes de que el Celler de Can Roca (carretera de Taialá, 40, Gerona) consiguiera su tercera estrella Michelin, unos espárragos con huevo escalfado, naranja y aceite de oliva entre mis más gloriosos momentos gastrosóficos. Es más, a los espárragos solo les falta un vino capaz de casarse con ellos para resultar excelsos; pero, como a las alcachofas, les va mejor la soltería. Ni tan siquiera el agua que, tras ellos y según Gómez de la Serna, «sabe azul».
En Príncipe de Viana (Manuel de Falla, 5, Madrid), una de las fundaciones memorables de Jesús Oyarbide, acabo de probar unos espárragos excepcionales. A media tarde se me vino a la memoria un párrafo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust: «...toda la noche, después de la cena en la que había comido (espárragos), jugaron a transformar mi orinal en un jarrón de perfume aromático». Es una cochinada de cita; ¿pero quién soy yo para enmendar al genio francés?
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