lunes, 30 de septiembre de 2019

El rebozado, un placer muy sano


(Un texto de Magda Carlas en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 27 de enero de 2019)

Esta clásica fórmula, consistente en freír un alimento previamente pasado por huevo y pan rallado, se considera desde siempre poco sana. Y aunque el rebozado es energético y un tanto indigesto, puede ser más sano de lo que se cree. Solamente es necesario tener presente algunos puntos para que así sea. 

+ Debe tener poco grosor y ser de calidad. De esta manera requerirá menos tiempo de cocción, toda vez que esta será más homogénea.

+ Cambiar el pan blanco rallado por otras opciones, como el integral o el pan de cereales: Lo mismo que unos copos integrales de avena o de quinoa triturados. Sin olvidar el salvado molido o los copos de cereales con fibra. Sea como sea, todas las opciones anteriores son más nutritivas, más saciantes y mucho más vitamínicas que el pan blanco.

+ Añadir frutos secos picados o semillas. Un rebozado con pan integral rallado al que se ha añadido unas avellanas picadas o unas semillas de girasol será perfecto para las personas que deben cuidar su sistema cardiovascular. También para quien quiera enriquecer su dieta con minerales, vitamina E y grasas cardiosaludables.

+ Otro elemento que se puede añadir son hierbas aromáticas. El perejil, por ejemplo; confiere una dosis de vitaminas altísima y más sabor. La menta picada dará un toque fresco y más digestibilidad. El romero aromatiza y hace que el alimento rebozado sea más digestivo, etcétera.

+ El requisito básico para que el rebozado sea saludable es que la cocción se haga en el horno. Sólo hay que poner los alimentos rebozados sobre una fuente de horno engrasada y hornear. Para conseguir una textura crujiente es ideal el gratinador. Será mucho más ligero y con menos grasa que el convencional.

+ Por último, nada mejor para acompañar el rebozado que una porción de vegetales crudos o cocidos que aporta fibra.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Superalimentos de cada día


(Un texto de Magda Carlas en el suplemento dominical del Periódico de Aragón del 24 de marzo de 2019)

El concepto superalimento está de moda y no hay mes que no aparezca uno nuevo en el mercado. Semillas tropicales, cereales desconocidos, frutas exóticas y un sinfín de alimentos que en teoría tienen más propiedades (y casi siempre mayor precio) que los convencionales. Pues bien; si seguimos en esta línea es bueno reivindicar que hay alimentos de siempre, asequibles y sin demasiado glamour, que merecen esta dudosa denominación.

ZANAHORIA
Esta raíz consumida desde la antigüedad tiene entre otras virtudes un altísimo aporte de provitamina A. Provitamina que se convertirá en vitamina A y que es esencial, entre otras cosas, para el buen funcionamiento de la vista. 100 g de zanahoria aportan el 100% de los requerimientos diarios de esta vitamina. Sólo el hígado de algunos animales supera este aporte. Pero claro, no es lo mismo.

CEBOLLA
Esta humilde aliácea tan presente en sofritos y salsas destaca por su alto contenido en flavonoides como la quercetina, sustancia de probado efecto antioxidante y preventivo de diversas enfermedades. También es rica en fibra prebiótica, tiene un suave efecto diurético, es antiséptica y su contenido en cromo la convierte también en un buen aliando contra la diabetes. En definitiva, una buena aliada de su salud.

PEREJIL
Junto al ajo forma uno de los dúos más populares de nuestra gastronomía. Es el ingrediente estrella del tabulé y los zumos verdes. Lo que es menos conocido es que su contenido en vitaminas es altísimo. Valga como ejemplo que contiene cuatro veces el contenido en vitamina C de una naranja. A lo anterior hay que sumar un contenido alto en hierro, calcio y ácido fálico. En cualquier caso un supercondimento que tener en cuenta.

SARDINA
Es uno de los pescados más asequibles del mercado, pero sus cualidades son numerosas. Aportan una cantidad muy alta de ácidos grasos Omega 3, además de dosis notables de calcio (especialmente la sardina que se come con raspa), yodo y proteínas de alta calidad: ideal para las personas con problemas cardiovasculares y/o con requerimientos elevados de calcio.

HUEVO
Este alimento, tan injustamente denostado algunas veces, contiene las proteínas de mayor calidad biológica que existen. Sin olvidar que aporta también prácticamente todas las vitaminas, minerales como hierro, yodo o calcio y sustancias antioxidantes como la zeaxantina o la luteína, Es un alimento, además, ligero: un huevo no suele superar las 80 Kcal y es barato y versátil en la cocina.

YOGUR
No son buenos tiempos para los lácteos, pero es innegable que tienen sus virtudes. Un yogur de calidad aporta microorganismos que favorecen la buena salud de la flora intestinal y cada vez está más claro que se trata de un verdadero órgano con funciones importantes en el organismo. El yogur es también digestivo, bajo en lactosa y rico en calcio.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Antiguos colorantes alimentarios

(Un texto de Francisco Abad Alegría en el Heraldo de Aragón del 23 de enero de 2015)

Ya los humanos más primitivos enriquecían sus platos con aromas, especias y colores.

La apariencia de un alimento, su disposición en el plato o la fuente y su color, son elementos imprescindibles para lograr un producto apetitoso. Claro está que el color, inicialmente debido al propio producto, es una variable que los humanos aprendimos a domesticar más tarde que el aroma y el sabor. Veremos algunos ejemplos de ello, exceptuando los dos colorantes estrella de la alimentación tradicional española, el azafrán y el pimentón, que por su propia naturaleza aportan mucho más que mero color a las fórmulas culinarias; nos centraremos en algunos colorantes prácticamente puros y de empleo tradicional.

Rojo.

Para obtener color rojo, el producto más difundido es el cártamo (Carthamus tinctorius) que entre nosotros se llama también azafrán borde o azafrán de Canarias o marroquí. Covarrubias lo cita en 1611, como "açafran romi, en Valencia safra bort" y en la primera mitad del siglo XVIII se dice que "en las Boticas lo conocen por Cárthamo, y su flor es la que comunmente se llama azafrán romí, ò salvaje". Su cultivo es muy antiguo, aunque el hispanorromano Columela no lo cita en el siglo I. El nombre deriva del árabe ‘kártum’, que significa tinte. Se trata de un cardillo emparentado con las alcachofas, que crece sobre un tallo enhiesto, de pequeño porte. Sus capítulos florales tienen en fresco un brillante color amarillo oscuro y cuando se dejan madurar y secar, adquieren una tonalidad rojiza suave y brillante. Se emplea desde antiguo mucho más como colorante simple que como colorante alimentario. Apicio dice que la adición de polvo de cártamo a la miel la conserva durante largo tiempo. Encontramos referencias al cártamo como colorante para obtener rojo suave en los telares andalusíes entre los siglos X y XIII, registrándose su cultivo en la misma península, sin necesidad de importarlo.

En un trabajo de la doctora Marianne Mulon se refieren los hallazgos de dos opúsculos culinarios de finales del siglo XIII y principios del XIV, referidos al cártamo y el azafrán; entre 172 recetas de cocina, se encuentran 41 referencias al empleo de ‘safranum’ y 29 de ‘crocum’. Evidentemente, crocum se refiere al azafrán en sentido estricto (Crocus sativus) mientras que el safranum es algo que se toma como azafrán pero no lo es propiamente; la explicación más simple, por el tenor de las recetas referidas, es que el safranum, que es el cártamo, se emplea como colorante barato para rematar los platos, especialmente para barnizar exteriormente viandas que se deben colorear al final de la confección al horno y que requieren más color que aroma, mientras que el azafrán auténtico además de color prestará sabor y perfume al plato en que se incluye. Llama la atención cómo Juan de la Mata, en su tratado de repostería, en el que menciona colorantes naturales para aderezar todo tipo de golosinas, no menciona al cártamo en la tinción de amarillo ni rojo. Añadamos que el empleo fundamental del cártamo, en la actualidad, es la obtención de aceites dietéticos, ricos en lípidos insaturados.

Otro colorante rojo es la cochinilla. Se obtiene de las hembras del insecto Kermes vermilio, que crece sobre coscojos y encinas, en la cuenca del Mediterráneo. Ya en la Edad Media sustituyó a la costosa púrpura, también de origen animal, en la tinción de telas. La sustancia colorante (ácido quermésico) se encuentra en las huevas que portan las hembras, por lo que estas se recolectan cuando están repletas de huevecillos, desecándose y reduciéndose posteriormente a polvo. Entre los siglos X y XIII es uno de los colorantes favoritos de los telares andalusíes, especialmente cordobeses. Juan de la Mata explica a mediados del siglo XVIII cómo se muele la cochinilla y se deslíe en agua hirviente con crémor tártaro y luego se fija el color con un poco de alumbre y zumo de limón, empleándose este tinte, inicialmente textil, para dar un brillante color rojo a preparaciones pasteleras.

Verde

Se puede obtener mediante extractos sencillos de productos vegetales. Para repostería, De la Mata emplea la corteza finamente pelada de las peras verdes o en su defecto de rozagantes hojas de acelga; tales productos se hierven en agua y ya domados, se escurren vigorosamente y se desecan del todo calentado en un cacillo. Después se reducen a polvo en almirez y se emplea éste cuando sea preciso.

Amarillo

El color amarillo se obtiene según De la Mata tomando la parte interior de la flor de azucena; estos elementos se secan al sol, pulverizándolos cuando están completamente secos para emplearlos a conveniencia.

Azul

Por lo que se refiere al color azul, los cardos serán los protagonistas. Parece que este color es una novedad reciente, especialmente con esa falsificación pastelera que llaman cup-cakes, pero una vez más, De la Mata nos pone en la pista hace dos siglos y medio; los colores azulados procederían fundamentalmente de la centaurea (Centaurea cyanus) que es esa florecita azulada que corona un fino y largo tallo y se encuentra al borde de caminos y en medio de campos de cultivo; los pétalos de la inflorescencia se secan al sol y luego se muelen, empleándose el polvo resultante. La centaurea tiene además virtudes saludables, como antiinflamatorio y favorecedor de las digestiones y por tales cualidades y no las tintóreas, se la conoce de antiguo.

Personalmente, sobre esta base he utilizado en algunas ocasiones los pétalos de la inflorescencia del cardo mariano (Sylibum marianum), que es el popular cardo en cuyas proximidades crecen las admirables setas y es protagonista del cuajado de la leche para obtener productos como la torta del Casar, con excelente resultado. El mismo Juan de la Mata da noticia del empleo de la flor azul de borraja como colorante alimentario, tratada igual que la de centaurea aunque encontramos un antecedente mucho más delicado en Martínez Montiño, en el primer tercio del siglo XVII que explica cómo hacer flor de borraja cristalizada, hirviendo las flores en almíbar hasta que estén bien confitadas y dejándolas secar después sobre papel, para obtener unas florecitas que parecerán cristalizadas y que servirán más que como colorante amorfo, como complemento cromático conformado, para alegrar y decorar preparaciones reposteras; el cocinero real añade que se puede seguir el mismo proceder con flores de romero y malva.

El negro también tiene su espacio

El raro color negro se ofrece como tinción de los preparados culinarios. El de sepia o calamar es conocido desde tiempo inmemorial y se emplea en los calamares en su tinta y en una discutible versión del arroz negro; como esta tinta tiene un vigoroso sabor, su empleo queda restringido a preparaciones de pescado o marisco. Pero Juan de la Mata indica con buen criterio que "este color, aunque triste, hace hermosas apariencias"; utiliza los frutos de los álamos, dejándolos secar y pulverizándolos después o piedra, verosímilmente pizarra, reducida a polvo y desecha en agua. Utiliza después este tinte para dar matices a los demás colores apuntados o para jaspear una preparación dando pequeños toques o pinceladas sobre otro color previo. Repostería creativa en pleno siglo XVIII.

lunes, 9 de septiembre de 2019

La vuelta del torrezno

(Un texto de Carlos Maribona en el XLSemanal del 7 de octubre de 2018)

Se ha convertido  en el aperitivo de moda. Recuperado felizmente tras unos años de olvido por aquello de la guerra a las grasas y al colesterol, el torrezno vuelve a ocupar un lugar de honor en las barras. Pocas cosas hay aparentemente más sencillas de elaborar: solo panceta de cerdo adobada con sal y pimentón y frita. Y, sin embargo, qué difícil es encontrar unos buenos torreznos. La clave está en la calidad de la panceta, mejor si es de ibérico porque sus grasas son más sanas, y en la habilidad del cocinero para freírlos y lograr ese punto perfecto en el que la piel está bien hinchada, dorada y muy crujiente, nunca dura. Es importante, además, que debajo de esa corteza encontremos un poco de magro y de tocino. Con el punto exacto de sal y sin chorrear grasa. Resulta complicado encontrar a alguien a quien no le gusten. Otra cosa es que no los coma por cuestiones dietéticas, pero vale la pena hacer de cuando en cuando una excepción y recuperar esos sabores de la memoria que vamos perdiendo. Uno de los puntos de España con mayor tradición es Soria, que incluso ha logrado que sus torreznos estén amparados por una marca de garantía. De los últimos que hemos probado, sobresalientes los de La Raquetista, en Madrid; los de Essentia, en Tarancón; y los de El Molino de Alcuneza, en Sigüenza. No se priven y disfruten de vez en cuando con, al menos, un torrezno.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Morcilla de Burgos ‘made in Taiwan’

(La columna de Benjamín Lana en el XLSemanal del 16 de septiembre de 2018)

No se preocupen. El título es algo alarmante, pero no es que los taiwaneses se hayan puesto a abastecer los mercados mundiales de delicias castizas, además de ordenadores. Es que tienen una especialidad local casi igualita en ingredientes, solo que en vez de meterla en tripa la cortan con forma de polo helado y se la comen con su palito y todo, a veces rebozada en polvo de cacahuete. De hecho, la primera idea era titular la columna: «Polo chino de morcilla de Burgos», descartado al pensar que más de un lector creería que algún cocinero nuestro había perdido el oremus. El cuento sería perfecto si pudiera decirles que un misionero burgalés enseñó a los aborígenes a hacer morcilla, dato históricamente posible porque los españoles colonizamos el norte de Taiwán –entonces isla Formosa– durante 16 años del siglo XVII. Pero el invento gastronómico lo llevaron los chinos, que, por cierto, llegaron mucho después que los españoles y los holandeses.

Hemos afirmado mil veces que los préstamos y las fusiones son tan antiguas como el Homo sapiens, pero también existe la poligénesis o, dicho de otro modo, la posibilidad de que a dos personas se les ocurra lo mismo sin que lo sepan.

El pastel de sangre de cerdo o zhū xiě gāo que yo probé –sangre y arroz básicamente– lo venden en un estratégico puestito colocado entre un templo budista que no cierra de noche y la entrada al mercado nocturno de Raohe, una auténtica feria de la gastronomía de calle que ofrece cientos de especialidades, cada cual más sorprendente para los ojos y narices occidentales, que bulle de gentes hambrientas hasta el alba.
Free counter and web stats