jueves, 31 de enero de 2013

Berenjenas

(La columna de Caius Apicius en el confidecial.com del 15 de febrero de 2011)
Ratatouille, pisto, caponata, samfaina, musaca, tumbet... Son platos muy representativos de las diversas cocinas mediterráneas, con ingredientes variables, pero que tienen como común denominador un fruto que pocas veces citamos cuando hablamos de la tan cacareada dieta mediterránea: la berenjena.
Es curioso, pero la berenjena forma, con el tomate y el pimiento, una especie de trilogía de la despensa vegetal mediterránea... sin que ninguna de esas tres plantas sea originaria de la cuenca del Mare Nostrum. De las tres, la de más dilatada presencia a las orillas del mar que fue tanto tiempo el centro de nuestro mundo es... la berenjena.
Es una solanácea, como la patata o el tabaco, ya ven qué cosas, y Linneo la llamó Solanum melongena. Su cultivo es muy antiguo: hay indicios que las sitúan hace cuarenta siglos en el sudeste asiático, más concretamente en el estado indio de Assam, pero también en Birmania y, cómo no, en China. Poco a poco inició su viaje hacia Occidente, con la clásica escala en Persia, desde donde los árabes la introdujeron en la España medieval.
El tomate y el pimiento, que también pertenecen a la familia de las solanáceas, llegaron en manos distintas a Europa, traídos por los españoles desde las Indias Occidentales allá por el siglo XVI. Curioso: las tres son solanáceas, las tres proceden de las Indias (la Oriental una, las Occidentales las otras dos), y las tres tienen carta de naturaleza mediterránea... o ¿son ustedes capaces de concebir la cocina mediterránea sin ellas?
Centrémonos ahora en las berenjenas, y no precisamente en esa delicia que son los ejemplares enanos de Almagro, tan apetecibles en el aperitivo. Si viajan a Grecia o Turquía se las encontrarán en las distintas versiones de musaca; en Italia les saldrán al encuentro ya desde el antipasto, y aparecerán en guisos como la caponata siciliana o la ciambolla calabresa; en Malta llaman a eso kapunata.
También el tumbet es un clásico de la cocina balear, como la samfaina es una de las bases de la cocina catalana clásica; en la Provenza hay que comer una buena ratatouille... y en España un pisto manchego. Berenjenas. Con más cosas, pero berenjenas al fin y al cabo.
Enredando un día con estas cosas, y pensando en darles a las berenjenas, de alguna manera, una textura diferente, crujiente, atractiva, evitando al mismo tiempo que se manifestase su propensión a empaparse de aceite cuando se las fríe, nos pusimos a ello: un pastel de berenjenas, emparentado con todo lo anterior pero a nuestro estilo, cubierto de una dorada y crujiente capa de pasta.
A ello. Lavamos un par de hermosas berenjenas y las cortamos al medio. Las pusimos en la olla exprés, con apenas un dedo de agua y un punto de sal. Esperamos que el pitorro comenzase a dar vueltas y, entre tres y cuatro minutos más tarde, las retiramos.
Con una cuchara, les extrajimos la pulpa, que picamos fina. Redujimos al mismo estado un par de tomates rojos, pelados; una cebolleta, y un calabacín pequeño. A partir de aquí, el proceso clásico: sofreímos la cebolleta hasta que empezó a ponerse transparente, añadimos los tomates y, un poco después, el calabacín. Salpimentamos. Incorporamos las berenjenas y, en nuestro caso, tocino.
Tocino bien entreverado, abundante en carnes, que cocimos primero, para eliminar en seguida piel y grasa y quedarnos con esas hebras, que picamos también muy pequeñas e incorporamos al guiso con las berenjenas. Un breve calentón conjunto es suficiente.
Mientras, cocimos macarrones -pueden usar penne rigati- en agua con sal al dente, siguiendo las instrucciones del fabricante. Acabamos: extendimos una capa de vegetales en una bandeja amplia de horno, y la cubrimos con la pasta, escurrida y colocada con cuidado encima, un macarrón al lado del otro.
Así las cosas, rallamos sobre la pasta, imparcialmente, queso parmesano y queso de Gruyère -éste es divertido porque, a diferencia del otro, hace hilos- y llevamos la bandeja al horno. Gratinamos hasta que los quesos, fundidos, formaron una costra apetitosa, dorada, en la que estaban alegres hasta los macarrones, que se levantaban por sus extremos. En ese momento, sin más dilaciones, a la mesa, donde esperaba un excelente verdejo de Rueda, como podría haberlo hecho un no menos espléndido godello de Valdeorras.
La degustación, con el contraste de texturas y la combinación de sabores, que son dos conceptos distintos, no pudo resultar más satisfactoria, así que ahí la dejo expuesta a su consideración.
Ahora que lo pienso, si nos vamos a los orígenes de cada cosa, usamos ingredientes asiáticos, americanos y europeos. Todos, con siglos de permanencia y hasta diría que preeminencia en las cocinas del Mediterráneo. Como verán, esto de la globalización de la gastronomía ni es una cosa surgida ayer ni tiene por qué ser algo negativo. En estos asuntos de la buena mesa, la multiculturalidad suele funcionar muy bien..

miércoles, 30 de enero de 2013

Vino de misa

(Un artículo de Francisco Álvarez del 20 de febrero de 2012)

Como representación de la sangre de Cristo, el vino está presente desde hace cientos de años en las eucaristías de los cinco continentes. Aunque cualquier caldo es apto para celebrar misa, sólo unos pocos acceden a las sacristías. Son productos específicos para la consagración que cuentan, además, con el visado de la Iglesia.

Turís, a escasos 35 kilómetros de Valencia, es una de las principales áreas productoras. En la bodega La Baronía emplean una técnica tradicional, casi ecológica, para elaborar sus caldos. "Utilizamos una variedad de uva autóctona, malvasía, aunque seleccionamos únicamente los racimos de las viñas más antiguas en las laderas orientadas al sur porque reciben más sol y maduran más", explica Joan Picó, enólogo de la cooperativa.

La sobremaduración conlleva una mayor presencia de azúcares naturales, un aspecto clave para lograr un vino de licor. La técnica es simple. Tras la vendimia, el zumo de uva se deja fermentar hasta que el proceso se interrumpe voluntariamente para evitar que todo el azúcar se transforme en alcohol. El 15% de graduación final se consigue agregando alcohol de vino.

El resultado, tras un año de trabajos, es un vino dulce, con aromas a fruta madura, higos, orejones y pasas, todos ellos característicos de este tipo de uva. 'Sant Leandro', como se conoce comercialmente a este producto, no ha pasado inadvertido en el Vaticano. No en vano, fue utilizado tanto por Juan Pablo II como por Benedicto XVI, éste último en la eucaristía del Encuentro Mundial de las Familias de Valencia.

Cada año, la Baronía de Turís produce alrededor de 80.000 botellas de las que exporta cerca de la mitad, la mayor parte a países de América Latina. Y cuenta, además, con el certificado del Arzobispado de Valencia que acredita su idoneidad para la celebración de la Santa Misa.
Este aval no deja de ser, en cualquier caso, una recomendación porque según Jaime Sancho, presidente de la Comisión de la Liturgia de esta institución eclesiástica, es válido cualquier "vino entendido como zumo de uva fermentada".

No obstante, los caldos empleados en la liturgia coinciden en algunos aspectos, de acuerdo con el gusto y las costumbres de la Iglesia. Así, aunque la variedad de la uva puede variar (la más habitual es la moscatel), acostumbran a ser blancos, de alta graduación y con un sabor dulce.

Según Sancho, la alta carga alcohólica de los vinos de misa responde a una razón pragmática, su conservación. Y es que una botella puede durar meses, dado que la cantidad que se consume en la eucaristía es mínima. "Con ello se evita que se estropee pronto", apuntan desde el Arzobispado.
Su sabor, dulce y afrutado, también encuentra una explicación lógica. La ingesta debe resultar agradable para el sacerdote. Sobre todo porque, en muchas ocasiones, es el primer líquido que ingieren en el día.
La gama cromática, en cambio, depende del tipo de uva. "Oscilan entre el blanco y el color caramelo, aunque son más habituales los primeros", precisa Sancho. ¿Por qué? De nuevo prima el pragmatismo religioso. Tras consagrar el vino, los clérigos limpian el cáliz con un paño de color blanco denominado purificador. De este modo, evitan las machas.

Si se agotan las existencias, no hay problema alguno. Se admite cualquier tipo de caldo, siempre que se trate de vino. En las sacristías no faltarán este domingo.

martes, 29 de enero de 2013

Fritos, frituras, fritangas

(La columna de Caius Apicius (Efe) en El Confidencial.com del 8 de marzo de 201)
¿Le gustan a usted los fritos, lector? Seguro que sí: el arte de freír es una de las joyas tradicionales de la cocina española, en la que hay fritos que alcanzan la categoría de obras maestras. Buenos fritos y magníficas frituras; lo que, por fortuna, se ve menos cada día son las fritangas.
La distinción es de Emilia Pardo Bazán, que la hace en La cocina española antigua (1913): "Frito es el manjar que se prepara con arte y regularidad para la sartén. Fritura o fritada, el manjar que se fríe sin otro aliño. Fritanga, el manjar grosero, de sartén igualmente". Parece fácil de comprender... hasta que va uno al Diccionario de la Real Academia Española (DRAE).
Ya autores como Ángel Muro o Dionisio Pérez, que en el fondo de lo que tenían ganas era de ser académicos ellos mismos, despotricaban contra el tratamiento que el DRAE daba a los temas gastronómicos. Pero es que en un siglo largo no ha mejorado la cosa.
Define así el DRAE freír: "Hacer que un alimento crudo llegue a estar en disposición de poderse comer, teniéndolo el tiempo necesario en aceite o grasa hirviendo". En disposición de poderse comer, dice... Sin comentarios. Va uno a ver qué entiende el DRAE por "frito", y se encuentra con lo definido en la definición: "Manjar frito". Olé. Mira uno "fritura" y "fritada", que coinciden: "Conjunto de cosas fritas".
Bien, si no fuera que aquí el DRAE pretende explicarse y poner un ejemplo, que es -¡edición XXII, de 2001, o sea, de este siglo!- "fritada de pajarillos, de criadillas...". ¿En qué año se molestó la RAE en revisar esta definición? ¿En el siglo XVIII? Con lo fácil que sería, al hablar de frituras, mencionar el maravilloso "pescaíto frito".
Freír es algo más de lo que dice el DRAE. La fritura es una cocción en un medio graso lo suficientemente caliente como para formar una costra externa más o menos crujiente que protege el interior del frito, que ha de mantener su jugosidad. Así, claro que se puede comer lo que sea.
Entre otras cosas, porque un buen frito no debe llevar a la mesa ni un átomo de grasa. Esa película exterior impide, junto con el agua que contiene el alimento, el paso de la grasa al interior. La que pueda quedar fuera se elimina por el expeditivo procedimiento de colocar lo frito sobre papel absorbente de cocina. Lo dicho: un buen frito es algo que, en lo que a grasa respecta, está limpio.
Hablar de la grasa para freír nos lleva a las fritangas, y ellas a otros tiempos más duros que los actuales, en los que los aceites de oliva no eran para nada como los aceites vírgenes actuales. Eran, y hablo de mi niñez, aceites oscuros, a los que había que someter a una operación llamada "quitarle el rancio".
En las casas se reciclaba, sin necesidad de conocer ese término, el aceite de freír, que, colado, iba a su alcuza correspondiente, la del aceite del pescado y la del aceite de la carne. Aceites que se usaban una y otra vez, desde luego más de las convenientes... y aceites cuyo olor -no me atrevo a llamarle "aroma"- era capaz de impregnar toda una casa, una calle, casi una ciudad... Tiempos pasados, en general, que a veces pasa uno cerca de un bar y le llega un pestazo a fritanga que tira para atrás.
Ya hemos dicho cuál es la grasa ideal para freír: el aceite de oliva. Después vienen el de cacahuete, el de maíz o el de girasol. No se recomienda usar el de soja.
En cuanto a las grasas animales, apenas se usa ya la antes omnipresente manteca de cerdo; muy poco se utilizan las sabrosas grasas de pato u oca, y ya casi nada el sebo de riñón de vacuno que hacía únicas las patatas fritas parisinas... La mantequilla no es aconsejable, salvo que sea mantequilla clarificada.
Pero hay un plato, un manjar, que técnicamente es un frito, porque se hace en grasa, en mantequilla, que es una delicia: el lenguado "a la meunière". Bastaría la existencia del lenguado "a la meunière" para que yo defendiese el uso de la mantequilla en la cocina, sin despreciar para nada los lenguados fritos a la andaluza... ni el uso de la parrilla para los lenguados de buen tamaño.
Que esa es otra nomenclatura. Según en qué envolvamos lo que vamos a freír, tendremos frituras "a la andaluza", en las que simplemente se pasa el alimento por harina y se sacude para evitar el exceso; "a la romana", cuando tras la harina se pasa por huevo batido, nombre que usamos sobre todo para los calamares fritos o la merluza albardada y del que los romanos no tienen el menor conocimiento.
Y, por fin, "a la inglesa", en la que lo que se va a freír pasa por harina, huevo batido y, finalmente, pan rallado, siempre por ese orden, que si se fijan es el alfabético.
Luego ya vienen las pastas de freír, desde la "orly" a la de buñuelos o el "koromo" de la "tempura". Decididamente, el arte de freír va un poco más allá de las churrerías ambulantes, aunque, ya que hablamos de ello, qué cosa más rica son unos buenos churros..

domingo, 27 de enero de 2013

Lujo romano

(Extraído de un artículo de Martin Ferrand en el XLSemanal del 28 de septiembre de 2008)

Es muy posible que, incluidos los  tiempos de máximo esplendor en la corte de Versalles, en los siglos XVII y XVIII, la historia de la buena mesa no haya conocido, en lo que a lujo y ostentación se refiere, un instante más desmedido y pretencioso que en los días romanos de Lucio Licinio Lúculo, un siglo antes de Cristo. Lúculo era un hombre culto y un valeroso militar, un aristócrata que, instalado en su palacio en el monte Pincio -parte de lo que hoy es, en Roma, Villa Borghese-, deslumbraba a sus invitados con cenas fastuosas en las que se servían manjares desconocidos en la capital del Imperio y que él trasladó a su huerto a la vuelta de sus campañas militares en  Asia. Por ejemplo, el primer melocotón que se sirvió en Europa fue en  la mesa de Lúculo servido junto a  un topacio para que los comensales tuvieran una referencia precisa del color de la sorprendente fruta. 

sábado, 26 de enero de 2013

Apicio y la complicación en la cocina

(Extraído de la columna de Carlos Herrera en el XLSemanal del 26 de diciembre de 2010)

Me advertía el hondísimo Gómez Marín de la natural tendencia de las sociedades decadentes a refinar y sofisticar su cocina, uno más de los gastos suntuarios característicos de una cierta descomposición social. Y me ponía en la pista de Marco Gavio Apicio, gastrónomo romano supuesto autor del primer tratado gastronómico más o menos conocido: De re coquinaria. El historiador gastronómico Carlos Azcoytia lo recrea muy bien en sus gastrocrónicas: Apicio era excéntrico y dado al desenfreno como sólo un romano decadente podía ser. Lo opuesto a un estoico, vamos. Alimentaba sus cerdos con higos secos y vino con miel, los mataba por sorpresa para que su hígado no sufriera y obtenía con ello, por lo visto, un extraordinario sabor de sus carnes. Sus recetas eran aún más complicadas que las de cualquiera de las estrellas de la gastronomía de estos tiempos. De bacanal en bacanal, se quitó la vida al comprobar que sólo le quedaban diez millones de sestercios con los que seguir golfeando, que vendrían a ser unos tres millones de euros de hoy en día. Para lo que me queda, mejor me bebo un vaso de veneno, debió de pensar. Y se lo tomó.

jueves, 24 de enero de 2013

Buscando el corte correcto


(La columna de Caius Apicius en el confidencial.com del 11 de enero de 2011)
Hace ya unos cuantos años, más o menos los mismos que lleva el público sabiendo que hay jamones de Jabugo o de Guijuelo, entre otros ilustres orígenes, se planteó una discusión, hoy impensable, entre quienes defendían que el jamón ha de cortarse en "virutas" y quienes eran partidarios de hacerlo en "tacos".
Hoy casi nadie defiende la segunda opción, salvo para usos muy concretos del jamón. Antes, el máximo defensor fue Camilo José Cela, que dejó por escrito constancia de sus preferencias, afirmando que "el jamón debe cortarse con cuchillo y comerse en tacos gordos, que quepan en la boca pero que tampoco dejen demasiada boca vacía".
Para el Nobel gallego, el jamón había que comerlo "cortado como Dios manda: a la andaluza, en gruesos dados y jamás en lonchas, ni aun hechas con cuchillo, que le capan el gusto...". E insistía en que comer el jamón en lonchas "muy finas y casi transparentes" le parecía "una herejía".
Hoy, el jamón gusta cortado en esas láminas apenas más gruesas que el papel de fumar. Cortado, a poder ser, a cuchillo; ése es otro debate, que va por zonas: ¿cuchillo o máquina? En Andalucía, en Extremadura, en tierras salmantinas y, desde luego, en Madrid, nos dirán que, sin la menor duda, a mano.
Pero en ciudades tan gastrónomas como Donostia manda el jamón cortado a máquina, que es otro sentido del corte... Dejemos constancia, para despedir a Cela, de que él creía que la máquina de cortar jamón era "el enemigo mortal del jamón y el más desconsiderado castrador de sus virtudes".
Conclusión: la gente prefiere el jamón ibérico cortado en virutas y a mano. Hay auténticos artistas del corte del jamón, maestros del uso del cuchillo jamonero; verlos trabajar -un ratito- es un espectáculo. El problema es que a base de concursos y exhibiciones estamos convirtiendo ese arte en algo así como un espectáculo circense, dicho sea esto con todos mis respetos para algo tan necesario y adorable como el circo.
Hay más problemas, claro. Como se ha escrito hasta la saciedad que el jamón debe cortarse así, el público ha entendido que todo lo que se corte ha de presentarse en láminas sutilísimas, como hechas con microtomo. Por otro lado, todo coincidió con la adoración a la cocina japonesa, una de cuyas virtudes más destacables es la técnica de corte que utilizan los cocineros nipones: perfecta. Tienen unos cuchillos magníficos, y se pasan años practicando, aprendiendo. Como para no dominar el arte.
Entonces, la gente empezó a cortar exquisiteces como el salmón ahumado como si de jamón de bellota se tratase: en láminas anchas, sí, pero finísimas. Sabían a salmón, sí... pero no tenían su textura. Yo, aquí, soy de la opinión de don Camilo: el salmón ahumado me gusta cortado en dados apreciables, no en lonchas; es... otra sensación, más plena, más completa. Tampoco soy partidario de reducir al ancho del papel de fumar embutidos como el chorizo o el salchichón: rodajas finas, sí, pero apreciables.
Y llegó de Italia el carpaccio. La misma música: cortarlo en láminas sutilísimas, finísimas, para que no sepa a carne cruda. Se recomendaba meterlo en el congelador un ratito, para facilitar ese corte... Pues no. Niego la mayor. Facilita el corte y arruina la textura.
Un solomillo -que es con lo que debería hacerse el carpaccio, o al menos fue con lo que hizo el primero su creador, Giuseppe Cipriani- para esta preparación ha de cortarse a cuchillo, lo más fino que se pueda, pero a mano. ¿Que se quiere más fino? Pues se sitúan las lonchas entre dos papeles de cocina y se estiran con el rodillo, y asunto resuelto, sin someter a la carne a la agresión del congelado, que es estupenda para ablandar pulpo, pero no para preparar carpaccio.
En las charcuterías siempre hay la clásica clienta que le dice al dependiente, al comprar embutido, "córtemelo muy fino". En muchos restaurantes del más variado pelaje esa orden la debe de dar el dueño... porque cortar muy fino es rentable: con menos parece más.
Un cortador de jamón hábil y que lo coloque bien en el plato hará que sesenta gramos parezcan cien; no hay problema... siempre que no le cobren a usted cien gramos, claro. Con el carpaccio, tres cuartos de lo mismo. Un amigo mío se entretuvo en una ocasión en ir ensartando en un palillo las láminas que componían un carpaccio de hongos -eso que todo el mundo llama ahora, en latín, boletus- y constató que, una sobre otra, no superaba en mucho el grosor de un dedo...
En fin, que cada cosa tiene su corte, y el que es bueno para el jamón no tiene por qué serlo -que no lo es- para el salmón. Así que, cuando compre usted algo que deban cortarle... no se corte, y pida el corte correcto.

martes, 22 de enero de 2013

Almendras amargas

(Leído no-se-donde ya hace un par de años)

La ingesta de ésta es increíblemente tóxica. Bastan 20 almendras de este tipo para matar un adulto y sólo 10 para un niño.

Normalmente, las almendras que solemos comer, de sabor agradable, proceden del Prunus Dulcis (almendro dulce) y es la variedad que se cultiva más extensamente. Sin embargo, hay otra variedad de carácter silvestre llamada Prunus Amara que es la que produce la almendra amarga. Suele pasar (propia experiencia de ser hija de agricultores) que cuando se cultivan almendros dulces siempre surge alguno que sale, lo que se llama en el argot de los agricultores, "borde". Es decir, aparece un almendro que da almendras amargas. Esto es debido a que cuando se plantó el almendro, la semilla que se utilizó no era dulce, sino amarga. En ocasiones puntuales, cuando compras semillas de almendro dulce en grandes cantidades, se puede colar alguna semilla de almendro amargo . Por esa razón, a veces llega a nuestra mesa alguna almendra que nos fastidia la comida durante un rato,

El almendro de ambas variedades (Dulcis y Amara) están relacionados, entre otros árboles, con el albaricoquero. Con la particularidad de que lo que nosotros ingerimos son las semillas del fruto en la almendra y la capa externa del fruto en el albaricoque.

Ambos frutos, albaricoque y almendra amarga, poseen una sustancia llamada amigdalina. Cuando nosotros ingerimos la almendra de dicho sabor desagradable y la mezclamos con la saliva (agua) obtenemos glucosa (hidrato de carbono), benzaldehído (el que aporta el sabor amargo) y ácido cianhídrico (HCN). El HCN, al formar sales, produce el archiconocido cianuro que es uno de los venenos más potentes que existen.

Con una dosis relativamente baja se producen náuseas, trastornos respiratorios e hipotermia. Con la dosis suficiente (20 almendras en adulto) se produce una asfixia repentina y letal. La amigdalina se utilizó durante un breve tiempo en el tratamiento del cáncer (con el nombre de Laetrile), pero debido a que produjo bastantes muertes, tardó poco en ilegalizarse en muchos de los estados de Norteamérica. Actualmente, sólo circula por el mercado negro o en países en los que aún sea legal este «medicamento».

Aunque el albaricoque, cereza, ciruela y melocotones (entre otros) poseen esta sustancia, como la semilla es el hueso y nadie la ingiere, no hay peligro de intoxicación, que es lo que no sucede con la almendra. Cabe mencionar que las almendras dulces inmaduras también poseen cierto grado de amigdalina, pero es una cantidad mucho menor que las almendras amargas. Aún así, es recomendable no ingerirlas sin estar maduras.

Desde luego, debemos agradecer al benzaldehído su sabor repelente, si no fuera así gran cantidad de personas morirían por la ingesta de almendras si el sabor no les alertara. Pero hay un dato curioso y es que hay un porcentaje de la población que es incapaz de detectar el olor a almendras amargas que aporta el ácido cianhídrico. De hecho, aquellas personas que se han intoxicado o suicidado tomando cianuro suelen mostrar un olor a almendras amargas que muchos no pueden detectar.

Ahora que conoces todo esto, seguro que la próxima vez que encuentres una almendra amarga serás menos meticuloso al librarte de ella

jueves, 17 de enero de 2013

Pularda: la gran dama joven de la mesa de Navidad

(La columna de Caius Apicius en Elconfidencial.com del 20 de diciembre de 2011)

No hace tanto tiempo, cuando la gente, aunque pueda doler reconocerlo, hablaba español bastante mejor que ahora, era algo habitual que de una niña que entraba esplendorosamente en la adolescencia se dijera, especialmente por parte de su mamá y sus tías, aquello de "está hecha una pollita". Era un comentario elogioso e inocente, que se limitaba a reconocer un hecho inevitable: que aquella niña iba camino de mujer, edad, decían los mayores, envidiable. También en el teatro era importante la llamada "dama joven".

En nuestro mundo gastronómico tenemos también a nuestras pollitas, nuestras damas jóvenes, que son, seguramente, el mejor manjar que puede salir de un gallinero. Lo que pasa es que no les llamamos así: tomamos prestado el nombre del francés, lo españolizamos y lo dejamos en pularda.

Antes no había inconveniente en llamar a las cosas por su nombre, y así Ángel Muro, en El Practicón (1895) dedica el apartado correspondiente a la polla cebada, de la que dice que "su superioridad sobre todas las demás aves es incontestable".

La "marquesa de Parabere", en La Cocina Completa (1933), la define como "una hermosa polla de buena raza, cebada con exceso, condenada a una inmovilidad casi absoluta en una habitación oscura". Añade que "su carne es delicadísima, siendo el más estimado de los asados". Suscribo con entusiasmo ambas opiniones: no hay ave de corral como la pularda.

Para el Diccionario, es una "gallina de cinco o seis meses, que todavía no ha puesto huevos, cebada especialmente para su consumo". Hay que decir que no ha puesto huevos no porque no le toque, sino porque no le dejan: de lo que se trata es de que no gaste energías fabricando huevos y dedique todo su esfuerzo vital a engordar.

Para eso hay que castrarla, y lo normal es hacerle una castración que podemos llamar psicológica: se la condena a una inmovilidad casi total, en un lugar permanentemente en penumbra. Al parecer, oscuridad y quietud inhiben la puesta. Hay quienes castran quirúrgicamente a las pulardas, mediante la ablación de uno de sus ovarios, pero la operación ofrece más riesgo del deseado.

En fin, psicológica o quirúrgicamente castradas, se las ceba, con cereales mayoritariamente. Echan carnes, y grasas, pero a diferencia de sus parientes no acumulan las grasas bajo la piel, sino infiltradas en sus carnes que así resultan maravillosamente jugosas y de un sabor delicioso. Una pularda puede alcanzar al término del proceso un peso que va desde algo menos de los dos kilos a rozar los tres.

Para mí, es la reina de la mesa de Navidad: si tradicionalmente el gran plato navideño ha sido, y es, un ave de corral, y convenimos en que la pularda es la reina indiscutible del gallinero... está claro quién tiene el cetro de mejor manjar de estas fechas.

Yo compraré para casa una pularda de Bresse, cuna de las mejores aves de corral del planeta, que con su cresta roja, su plumaje blanco y sus patas azules pasean por el mundo la bandera francesa.

A la hora de cocinarla y acompañarla, hay que tener en cuenta que la pularda, como auténtica pollita bien que es, tiene gustos caros: es muy amiga de cosas como las trufas y el champaña, y conviene darle gusto.

Si optan por las trufas, y sin recurrir a la receta de Ángel Muro que prescribe para cada ave nada menos que medio kilo de trufas negras (dice que eso costaba lo menos cinco duros, o sea, como ahora...), la mejor opción es la "poularde demi-deuil" (pularda de medio luto), llamada así por el aspecto que le dan las rodajas de trufa que se le introducen entre la piel y la carne de las pechugas: negro sobre blanco. Esa pularda se sirve cocida.

Pero yo le tengo querencia, como con casi todas las aves de corral, al asado, de manera que será una pularda asada según todas las reglas del arte la que comparezca en mi mesa el día de Navidad. No vendrá con trufas, sino con una buena ración de castañas, que le van estupendamente.

Con este plato principal, me bastarán unos entremeses, unos fiambres del repertorio clásico que iré a buscar a la Carrera de San Jerónimo, a Lhardy: algo de auténtica cabeza de jabalí, una buena lengua escarlata, la clásica gallina trufada... Ese mismo viaje me servirá para surtirme con prudencia de turrón en Casa Mira. Y eso será todo, aunque aún haya de decidir la parte líquida.

Y, aunque podría valer un tinto ni demasiado tánico ni demasiado alcohólico, en el supuesto de que diera con él en estos tiempos de tintos casi negros, muy astringentes y de altísimo grado, seguiré las inclinaciones de la damita en cuestión y la acompañaré con la bebida natural de estas fechas, que se entiende a las mil maravillas con las aves asadas: un cava, quizá un champaña, tan brut como sea posible, que serviré en una copa adecuada, ni flauta ni "pompadour" (el vino, en copa de vino, y los espumosos son, ante todo, vino), para, antes de proceder, brindar por todos ustedes.
M.Teresa Gaspar Sánchez
Unidad de Tecnologías / Technology Unit
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martes, 15 de enero de 2013

Chocolate

(La columna de Caius Apicius en El Confidencial.com del 09 de diciembre de 2011)
 
¿Cuántos loros habrá censados en España? Y, de éstos, ¿cuántos estarán acostumbrados a tomar chocolate? Nunca hubiera pensado yo que, de buenas a primeras, los ciudadanos españoles iban a estar tan preocupados ante la posibilidad de suprimir el chocolate del loro, al menos el del loro propio. Desde que estalló la crisis se oye hablar muchísimo del chocolate del loro. Recordemos: hasta ahora, la expresión "ahorrarse (o suprimir) el chocolate del loro" servía para expresar un vano intento de superar una mala situación económica recortando gastos mínimos y superfluos. El problema parece radicar en que cada vez hay más loros y menos chocolate...
Malos tiempos para el chocolate, considerado como bebida, porque el chocolate sólido conoce tiempos de gloria. El chocolate, con el té y el café, forma la trilogía de bebidas exóticas llegadas a Europa en el siglo XVI y triunfantes en el XVII: una vino de América (el chocolate), otra de Extremo Oriente (el té) y la tercera de Etiopía, pasando por Arabia (el café).

Por muy diversas razones, el chocolate fue perdiendo terreno en Europa, donde fue desplazado de los hábitos ciudadanos por el té y, sobre todo, el café. Se mantuvo firme en España... hasta mediados del siglo XX. A partir de ahí, perdió fuerza. Normal. Los chocolates de la posguerra tenían poco que ver con los de antes de la guerra, según nos contaban nuestros abuelos. Algo de eso habría. Yo recuerdo, de mi niñez en los años cincuenta, unos chocolates con más harina que cacao, auténticas piedras en crudo, con los que en casa se preparaba el chocolate a la taza. En las casas había los adminículos necesarios, a saber, la clásica chocolatera y el no menos tradicional molinillo.

Recordemos la fórmula del chocolate a la española que daba el doctor Martínez Llopis, brillante historiador de la gastronomía: "Se echan la leche o el agua en la chocolatera y se pone ésta sobre un fuego vivo para que el líquido hierva lo antes posible, y cuando comience a hervir a borbotones se adiciona el chocolate, que se habrá partido en trozos muy pequeños, y se bate enérgicamente con el molinillo, dejando que suba el hervor tres veces y retirándolo del fuego cada vez, para evitar que se derrame".

"Durante este tiempo -añadía la receta- se continuará batiendo con el molinillo para que el líquido haga espuma, y una vez retirado del fuego y antes de verterlo en las tazas se echará desde cierta altura, para que la espuma se quede en la superficie y le dé una apariencia muy apetitosa".

Antes que él, Ángel Muro se mostraba enemigo de chocolateras y de molinillos, y daba su fórmula, copiada literalmente de la que ofrece Brillat Savarin en "La fisiología del gusto": "Se toma alrededor de onza y media por taza; se disuelve suavemente en el agua, a medida que ésta va calentándose, removiéndola con una espátula de madera; se la hace cocer por espacio de un cuarto de hora, para que la solución adquiera consistencia, y se sirve caliente". Así, más o menos, se hace hoy el chocolate.

Aquellos terribles chocolates de mi infancia... Decíamos que "las cosas, claras, y el chocolate, espeso". Y tan espeso, como que se apreciaba que, si se introducía un churro en el chocolate, se mantuviera en pie. Chocolates muy espesos y consistentes, pero ya decimos que más a golpe de harina, azúcar y manteca de cacao que de cacao de verdad. Eso sí: a los críos nos gustaban.

Yo, con la edad, me fui inclinando hacia el chocolate a la francesa, que es como llamábamos al más líquido, más ligero, en contraposición al casi engrudo que era el chocolate a la española. Luego vinieron los cacaos en polvo, con el brillante invento español del Cola Cao, su "negrito del África tropical" y sus grumitos insolubles; pero eso no es una taza de chocolate. Es otra cosa, sin duda alguna agradable, pero otra cosa.

Brillat Savarin defendía el chocolate con ámbar añadido; le llamaba "el chocolate de los afligidos" porque decía que eleva el tono físico tanto como el ánimo. No lo sé. Sí que sé que una buena taza de chocolate, a media tarde, hecha partiendo de alguno de esos excelentes chocolates que hoy tenemos a nuestra disposición con un 70 por ciento de cacao, es decir, de un amargor notorio pero asumible, me sienta de maravilla y sí, hasta me levanta el ánimo.

Que por algo Linneo llamó al chocolate Theobroma, es decir, alimento de los dioses. Ignoro, lo confieso, si en alguna cultura antigua o moderna los loros tienen consideración divina: no me suena. Pero vamos, que si yo fuera loro pensante estaría preocupadísimo ante la posibilidad de que, para salvar otro tipo de gastos, me dejaran sin chocolate y, ya puestos, me racionasen las pipas de girasol. Pobre lorito, que acaba siempre pagando el pato.

domingo, 13 de enero de 2013

Toda seta es boletus

(La columna de Caius Apicius del 23 de octubre de 2012)


Allá por el año 1624, Francisco de Quevedo, que no perdía ocasión de, como diríamos ahora, darle caña a Luis de Góngora, publicó una obra en la que satirizaba el culterano lenguaje del poeta cordobés, titulada "La culta latiniparla". Le puso, además, un subtítulo que no tiene desperdicio: éste (respetamos la ortografía original): "Catecisma de vocablos para instruir a las mugeres cultas y hembrilatinas". Para redondearlo, aclara que dedica el librillo a "doña Escolástica Polianthea de Calepino, señora de trilingüe, y Babilonia". Ahí queda eso.
Pues, para latiniparla, la de la mayor parte de nuestros compatriotas, cocineros o consumidores, que hace nada que han descubierto el mundo de las setas y han decidido nombrar a una de las más comunes (y, sin embargo, apreciadas) por su nombre... latino y genérico: "boletus".
Se trata, ya lo habrán adivinado los micófagos, micófilos y micólogos, del hongo basidiomiceto cuyo nombre científico es Boletus edulis, al que los vascos llaman hongo blanco (onddozuri), los catalanes "sureny", los franceses "cep", los italianos "fungo porcino"... y en castellano ya tenía nombre: seta de calabaza. O, simplemente, hongo.
"Boletus", en latín, equivale a seta. A cualquier seta. Hoy, en catalán, las setas se llaman "bolets", e ir a buscar setas es ir a "caçar bolets". Boletus edulis significa, sencillamente, seta comestible.
Los romanos apreciaron las setas, así, en general. Hay referencias muy elogiosas de Plinio, de Marcial... Éste se mosqueó con un anfitrión que no compartió las setas con sus invitados, y le recordó, con su miaja de mala intención, que las setas fueron el último menú del emperador Claudio antes de pasar a convertirse en dios, o sea, cuando su amante esposa Agripina lo pasaportó al Hades (o al Olimpo) mediante un plato de setas venenosas, seguramente amanitas.
Los autores españoles no hablan de boletos. Sólo Covarrubias lo hace, en el apartado relativo a los hongos. "Hay -dice- muchas diferencias de hongos, y los mejores son pestíferos, pero la gula los hace preciosos, especialmente los que los antiguos llamaron boletos". Añade que Plinio los encuentra "entre los manjares peligrosos y dispuestos para despachar un hombre".
Los boletos (dejémoslos en castellano, aunque para el Diccionario un boleto no es una seta, sino una "papeleta impresa con que se participa en diversos juegos de azar") brillan por su ausencia en los textos culinarios españoles clásicos... y en los bastante modernos también.
Ni Juan de Altimiras, ni Ángel Muro, ni doña Emilia Pardo Bazán, ni la "Marquesa de Parabere" los mencionan. Hablan, sí, de setas, incluso hay recetas para las setas de cardo, para los níscalos, para las criadillas de tierra, por supuesto para los champiñones de París (cultivados: recordemos, de paso, que en francés "champignon" equivale a "seta"). Para los boletos... nada.
Ni siquiera en el "Manual de Cocina" de la Sección Femenina. Ni, ya ven, en el celebérrimo y bastante próximo "1.080 recetas de cocina" de Simone Ortega. Los boletos son, en serio, unos parvenus, unos recién llegados que se han creído alguien.
Antes sólo los apreciaban los catalanes y los vascos, que siempre han estimado las setas. Para los castellanos... setas de cardo (cada vez más de cultivo, que valen mucho menos aunque puedan costar casi lo mismo) y níscalos. Y, en general, santo pavor a las setas.
Solo hace pocos años que el ciudadano medio les perdió el miedo. Vamos, cuando empezó a conocerlas, porque cuando se las conoce no hay lugar para el miedo. Por cierto: los conocimientos micológicos de la mayor parte de los autores antes citados eran no sólo prácticamente nulos, sino peligrosos para quienes quisieran comprobar la comestibilidad de unas setas siguiendo los sistemas indicados.
Bien, hoy hay "boletus" hasta en la sopa. Donde antes, en cuanto mirabas para otro lado, te ponían champiñones de guarnición, hoy te dan "boletus". No me parece bien. No es mi seta favorita, pero da muy buen juego como protagonista. Y no me refiero al "juego" que puede dar a un mesonero un "carpaccio" de boletos, porque con un ejemplar mediano son capaces de llenar un plato y cobrarlo como si de verdad fuese una ración.
Ustedes limpien bien unos cuantos hongos de éstos, mejor más jóvenes que viejos, de tamaño más pequeño que grande. Pásenlos por huevo y luego por pan rallado, que será mejor si lo han rallado ustedes mismos. Fríanlos cuidando de que no se arrebaten: han de quedar dorados por fuera y, por dentro, jugosos. Escúrranlos, sálenlos y, sin más dilaciones, a la mesa.
Así nos los puso, hace años, en su "Nicolasa" donostiarra donde fui feliz tantas veces, José Juan Castillo a mi añorado colega, amigo y paisano Jorge Víctor Sueiro y a mí. Maravillosos. Su textura era similar a la del tocino de cielo (que, por cierto, era otra de las glorias de una casa que tenía muchas). Cuestión, como casi todo lo frito, de mano.
Pero, en esas condiciones, tendrán la certeza de que sus boletos tienen premio. Ya sólo les faltará enterarse de qué es lo que se rifa. Porque, con tanto boleto, seguro que se está rifando algo.

jueves, 10 de enero de 2013

Comiendo algas

(Parte de un artículo de Paloma Corredor en Mujer de Hoy del 22 de diciembre de 2007)

Las algas se clasifican por su color, que depende de la cantidad de luz que reciben según la profundidad en la que viven. Lasmás superficiales son las rojas, seguidas de las marrones, las verdes y las azules.

1. Wakame. Muy rica en vitaminas del grupo B, es ideal para los casos de nerviosismo, estrés, depresiones, ciática, etc. También protege el aparato digestivo e hidrata la piel. Tómala: cruda (después de remojarla) o cocida, en sopas o combinada con verduras y ensaladas.

2. Dulse. La más rica en hierro, por lo que se recomienda en casos de anemia, astenia, problemas de visión o dolencias gástricas. Además, actúa como antiséptico y ayuda a sanear la flora intestinal. Tómala: cruda en ensaladas y salsas; hervida con losmacarrones y otras pastas; salteada converduras, fideos, cuscús, tofu, huevos.

3. Espagueti de mar. Muy rica en fibra y en hierro, potasio y vitamina C. Regula el colesterol, activa las defensas, depura y rejuvenece el organismo. Tiene un sabor parecido al de la sepia y una textura parecida a la de la pasta. Tómala: cruda en ensaladas; al horno en empanadillas, pizza, quiches; frita comocalamares rebozados; guisada con potaje, pisto.

4. Nori. Contiene mucha vitamina Ay su consumo se recomienda a las personas conproblemas de visión. Facilita la digestión, ayuda a eliminar los acúmulos de grasa. Se utiliza para hacer los rollitos de sushi. Tómala: tostada en una sartén seca, comosi fueran chips; sofrita en tortillas, croquetas, hamburguesas; al horno con gratinados y guisos.

5. Kombu. Contiene ácido algénico, que actúa como un limpiador de toxinas, es muy útil contra la colitis. Contiene yodo, por lo que está indicada en las dietas para perder peso. Tómala:hervida en legumbres y sopas; al horno, tostada como aperitivo o para añadir a las ensaladas.

martes, 8 de enero de 2013

Les petits secrets du foie gras

(Un article de Caroline Landrot et Frederika Van Ingen écrit en Novembre de 2009 à Ça nous intéresse)
EN QUOI C'EST FAIT
Artisanal ou industriel, un foie se choisit au doigt et à I'œil
Fermier, artisanal ou industriel, le foie gras, c'est d'abord... du foie (gras), de canard ou d'oie. Une fois «dénervé», c'est-à-dire débarrassé non pas des nerfs, mais des veines qui le parcourent, il est assaisonné et cuit. À plus de 100 ºC s'il s'agit d'un foie gras cuit, qui se conserve quatre ans ; entre 55 et 95 ºC pour un mi-cuit qui se garde de trois semaines à un an au frais. Le «foie gras entier » est issu d'un seul foie, non malaxé ; le «pâté de foie gras», un foie gras entouré de pâté de porc ; le « bloc» est fabriqué avec plusieurs foies purs, mélangés et malaxés. Des labels d'« indication géographique protégée » garantissent l'origine, les méthodes d'élevage et de fabrication. La différence entre artisanal et industriel tient surtout à la qualité des foies. Comment le choisir pour le préparer à la maison ? Au toucher, il ne doit pas avoir de grain (sinon, on le perçoit sur la langue) et revenir à sa forme initiale quand on appuie dessus. A l'œil, il présente une belle couleur dorée ambrée, sans trace de veines noirâtres.
COMMENT C'EST FAIT
Entre douze et dix-huit jours de gavage
L'élevage de canards à foie gras est très sélectif : exit les femelles qui produisent un foie trop innervé. Seuls les poussins males sont élevés. Et pas n’importe lesquels : 97 % du foie gras vient du canard mulard, hybride issu d'une cane de Pékin et d'un canard de Barbarie. Stérile et muet, il est plus vorace que les autres espèces et stocke davantage de graisse dans son foie. Ses douze premières semaines se déroulent en extérieur. Lorsqu’il pèse 4 kg (6 kg pour l'oie, de race Maxitane en général), le gavage commence. Le but : provoquer une stéatose hépatique, c'est-à-dire une accumulation de lipides dans le foie pour qu'il atteigne 10 fois son poids normal. Pour y parvenir, le gaveur déverse en quelques secondes jusqu'à 450 g de maïs dans le jabot des palmipèdes, deux fois par jour (4 pour les oies qui ont un petit jabot). Les canards, comme les oies, sont nourris de maïs entier, parfois mélangé à du maïs broyé, notamment pour pouvoir être distribué par machine hydraulique. Le gavage dure 12 jours pour les canards, 18 jours pour les oies. Pas plus car, au-delà, les palmipèdes en mourraient. Pas moins car pour obtenir l'appellation « foie gras », un foie de canard doit peser au moins 300 g (400 pour l'oie).
LA TENDANCE
Le retour en grâce du foie gras d'oie
Avec 3 % de la production, le foie gras d'oie fait pâle figure aux côtés du canard, qui s'est substitué à l'oie au cours du XX siècle. Pourtant, selon les connaisseurs, son goût est beaucoup plus fin. Son handicap ? Plus difficile à produire - l'oie nécessite plus d'attention -, il est donc plus rare, et plus cher (1,5 fois plus en moyenne), mais aussi mal connu. […]
676 g par ménage est la quantité de foie gras achetée en 2008 par les 45,6 % de Français qui en consomment. La France a élevé 38 millions de palmipèdes, qui ont produit 20 447 t de foie gras, dont 19 833 de canard et 614 d'oie. Soit 78% de la production mondiale.  
LA SAGA
De la pyramide à la terrine
Dans une sépulture de 2500 av. J.-C. à Saqqarah, en Egypte, le tombeau de Tí, on voit déjà des scènes de gavage d'oies. D'autres représentations montrent que le gavage d'oies, de canards et même de grues était pratiqué en Egypte ancienne. Cependant, rien n'indique que ce procédé servait à obtenir un foie gras. Les Chinois, par exemple, pratiquaient le gavage, mais pour la graisse. Celle ci servait à cuisiner, à conserver les aliments et aussi à s'éclairer. Chez les Romains aussi, on gave avec du blé, du millet, des châtaignes et des figues. Un traité d'Apicius au IVe siècle donne la recette du foie gras. Le foie obtenu s'appelle Jecur ficatum (foie aux figues). Seul ficatum subsista, devint figido puis feie, et donna, vers le XIIIe siècle, son nom au foie. Les communautés juives, qui ne pouvaient  consommer ni beurre ni saindoux avec la viande, conservèrent la technique pour produire de la graisse, surtout en Europe centrale où les huiles d'olive et de sésame étaient difficiles à obtenir. A la fin du XVIe siècle, avec I‘arrivée du maïs, beaucoup plus riche en glucides, la pratique se modernise. Au XVIIIe siècle, les cuisiniers relancent le foie gras, et les procédés de conservation de Nicolas Appert au XlXe siècle donnent naissance à de nombreuses « maisons » du foie-gras, notamment dans le Sud-Ouest.
L’INNOVATION
Un foie gras sans gavage ?
En Espagne, l'élevage de La Pateria de Sousa a mis au point un foie gras sans gavage. Dans la nature, les oies se gavent d'elles-memes avant les grandes migrations. En les nourrissant à volonté de céréales, figues et légumineuses, l'éleveur épargne à ses oies les souffrances dues au gavage. Primé au Salon international de l'alimentation en 2006, il n'atteint pas, à la dégustation, le niveau d'un foie gras de première qualité, mais tient tout à fait la comparaison avec un premier prix de grande surface. Le coût : 70 € les 150 g. Le prix de la bonne conscience ?
LE BUSINESS
La crise de foie
En France, 81 % du foie gras se vend en grandes surfaces. Prix moyen en 2008 : 24,07 € le kilo cru (environ 80 une fois transformé), soit 3,4 % de plus qu'en 2007. Un foie gras sur cinq vendu en France vient de Hongrie et de Bulgarie. La France exporte vers l'Espagne, la Belgique et le Japon. Mais le marché est morose : en 2008, les ménages ont dépensé en moyenne 1 € de moins qu'en 2007. Les ventes en grandes surfaces ont reculé de 1,8 %, les exportations de foie gras cru ont chuté de 11 % et celles des préparations de 20 %. Résultat, la production devrait baisser de 10 % en 2009.
D’AUTRES
La France montrée du doigt
Le gavage est interdit dans plusieurs pays d'Europe. Pour échapper à I'interdiction, la France a inscrit le foie gras à son patrimoine culturel. Des associations ont néanmoins porté plainte auprès de la Commission européenne contre I'usage, dans certains élevages, de cages où les canards, pendant les 12 jours de gavage, ne peuvent pas bouger.
Comment le déguster
SUR DU PAIN GRILLÉ
Avec son croustillant, c'est celui qui souligne le mieux le fondant du foie gras. Encore chaud, iI en fait même fondre délicatement la surface. Mais attention : un léger goût de brûlé gâche tout.
SUR DU PAIN DE CAMPAGNE
C'est le pain que plébiscitent les puristes : une texture et goût discret, sans céréales ni artifices pour ne pas détourner le palais du fondant et de la saveur du foie gras.
SUR DU PAIN D'ÉPlCES
C'est le plus tendance : son mélange sucré-salé séduit les amateurs de foie gras à la marmelade. Le pain d'épices a surtout I'avantage d'atténuer le côté fort en bouche du foie gras de canard qui peut gêner les palais délicats.
Le faux-gras trompe les anglais
C’est la version britannique du foie gras. Mélanger du foie d’oie ou de canard non gavé, élevé en plein air, à la graisse du même animal pour obtenir une pâte dont le goût et la consistance se rapprocheraient du produit français. Vendu par la chaîne de supermarchés britannique Waitrose depuis 2007, il remplace dans les rayons le foie gras français trop difficile d’avaler pour les consommateurs sensibles au bien être animal. Les représentants de la filière française rappellent qu’il ne s’agit pas de foie gras mais de mousse de foie.

domingo, 6 de enero de 2013

Roscón

(La columna de Martín Ferrand en el XLSemanal del 9 de enero de 2010)



[…] el roscón de Reyes, una tradición inventada, según Pedro de Répide, que viene de la galette des Rois, una torta de hojaldre con crema de almendras con la que se celebraba en Francia, especialmente en París, la Epifanía. 

Aquí el Roscón cambió su fórmula y se convirtió en un bollo circular, con levadura y agua de azahar adornado con azúcar y, en tiempos más recientes, con frutas escarchadas. En su interior, inicialmente, se escondía un haba que, en nuestros días y para evitar que pudiera tragársela el 'afortunado' que la encontrara en su porción, se ha convertido en figuritas horripilantes. 

El éxito ha perjudicado al roscón, y los reposteros a quienes he citado en los años anteriores sólo merecen hoy la discreción del silencio. No se puede abusar del consumidor y, para cubrir la demanda, tener roscones congelados desde el verano. Los italianos, que son listos y están dotados del instinto del mercado, vienen arrebatándonos el del roscón y sustituyéndolo por el panettone, un bollo acampanado con masa de brioche, pasas y frutas confitadas. 

Es el 'roscón' típico de Milán, desde donde lo exportan, y su fórmula se atribuye a Bartolomeo Scappi que fue cocinero de los papas Pío IV y Pío V. […] La victoria del panettone sobre el roscón es una lección que debieran aprender nuestros grandes reposteros y, por ampliación, los cocineros de mayor postín. La tradición no es suficiente.

miércoles, 2 de enero de 2013

Escuelas de cocina

(La columna de Martin Ferrand en el XLSemanal del 5 de agosto de 2012)

En tiempos del emperador Tiberio Claudio César Augusto Germánico, al que la novela de Robert Graves nos acostumbró a llamar sencillamente Claudio -el sucesor de Calígula- había en Roma más escuelas de cocina que de Filosofía o Gramática. No me he puesto a contar las que, con distintas apariencias y diferentes patrocinios, existen hoy en Madrid o Barcelona, pero es muy posible que hayamos superado la proporción de la capital del Imperio en los primeros años tras la muerte de Cristo. El historiador Salustio, pleno de sentido crítico, decía que el Imperio estaba poblado por esclavos del vientre -dedíti ventri-, por gentes más dispuestas al gozo de la mesa que al rigor del estudio. En Roma, como ahora en todas las capitales europeas, abundaba el comercio especializado en la venta de productos golosones procedentes de los más remotos rincones del mundo conocido.

Hay que romper una lanza a favor de las escuelas y los cursos de cocina. En las primeras se forma el relevo del espectacular cuadro de grandes maestros que hoy son figuras estelares de la restauración española, la mejor del mundo. En los segundos perfeccionan sus conocimientos y habilidades los aficionados. Muchas amas, o amos, de casa y domingueros de la cocina alcanzan niveles técnicos muy respetables gracias a esos cursos que tanto abundan y acreditan el creciente interés social por una mejor y más placentera alimentación. Además, saber es ahorrar. Y eso no es cuestión menor en tiempos de crisis, en los que conviene aprovechar al máximo los productos disponibles y ser capaces -profesionales y aficionados- de convertir en un placer la inteligente elaboración de una berenjena.
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