miércoles, 30 de marzo de 2022

Tortillas de camarones, el bocado gaditano

(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 8 de noviembre de 2020)

Se han convertido en el santo y seña de la cocina gaditana, aunque no tengo muy claro si hay que llamarlas ‘tortillas’ o ‘tortillitas de camarones’. Según con quien hable o dependiendo de la carta de cada restaurante, ambos términos se utilizan indistintamente en Cádiz. Lo importante es que, cuando están bien hechas, son uno de los bocados más gloriosos de la rica gastronomía andaluza. Aparentemente, nada más simple. Harina de trigo y de garbanzos (fundamental esta), los diminutos camarones de las costas gaditanas, un poco de cebolla picada y otro poco de perejil, sal y agua. Y, por supuesto, un buen aceite para freírlas. Cada maestrillo tiene su librillo, así que no existe un modelo único. Grandes o pequeñas, abuñueladas o las extrafinas que crujen al morderlas. Personalmente prefiero estas segundas, mucho más ligeras. Importante que la fritura sea limpia y lleguen sin grasa. Así las hace, casi etéreas, en Surtopía el cocinero sanluqueño Jose Calleja. Las suyas son las mejores que se pueden comer en Madrid en estos momentos. Aunque lógicamente lo mejor es viajar a Cádiz y probarlas sobre el terreno. La lista de sitios de toda la provincia donde las bordan es larga. Venta de Vargas –donde se dice que se ‘modernizaron’ las tortillitas–, El Faro, Casa Balbino o el Bar León son algunos de ellos. Y en versión de alta cocina, las del triestrellado Ángel León en Aponiente, las más delicadas de todas.

lunes, 28 de marzo de 2022

Anécdotas culinarias de algunos grandes déspotas

 (Extraído de la columna de Carmen Posadas en el XLSemanal del 20 de diciembre de 2015)

[...] me encantan los libros de cocina y más aún los que, con ella por coartada, aprovechan para contar algo interesante o curioso. Acabo de leer uno muy entretenido. Se llama El banquete de los dictadores y utiliza la gastronomía para tratar de conocer el lado humano y este humano va con todas las comillas que el caso requiere de los déspotas. Así he podido descubrir que Hitler, a pesar de que tenía verdadera debilidad por los pichones rellenos de lengua e hígado, optó por hacerse vegetariano. Por lo visto el régimen nazi era extremadamente sensible al dolor animal (sí, como lo oyen), tanto que llegó a prohibir el consumo de foie-gras en Alemania y en todos los países que cayeron bajo su férula. Si Hitler sentía respeto por los animales, Idi Amín Dadá, ese sátrapa ugandés que devoraba a sus enemigos nada más decapitarlos para que su carne estuviera bien fresca, tenía devoción por la reina de Inglaterra, a la que enviaba arrebatadas cartas de amor. Por eso, de vez en cuando cambiaba de dieta y ofrecía a sus amigos té con sándwiches de pepino y muffins. No me gusta tanto la carne humana , le confesó a uno de sus invitados mientras degustaban un delicioso lapsang souchong. Es demasiado salada para mi gusto . De Stalin se cuenta que, a pesar de que era un hombre muy ocupado (purgar, encarcelar y matar a veintitrés millones de personas lleva su tiempo), no perdonaba una buena mesa. Y sobre todo una buena sobremesa. Los rusos son muy dados a alargar las comidas durante horas, pero aquellos almuerzos suyos a la georgiana eran auténticas maratones gastronómicas. Cuentan que el presidente Tito acabó vomitando después de una de esas interminables cenas que solían durar más de seis horas. Para agasajar a sus huéspedes con tales comilonas contaba con un aliado especial, su chef Spiridon Putin, abuelo de ustedes ya se han imaginado quién. De Mussolini se dice que devoraba ajos crudos en ayunas, no solo porque son depurativos, sino porque, según decía él, mejoran el cutis y tienen poderes afrodisíacos. Resulta un tanto dudoso que el ajo lo haga a uno mejor amante, pero no hay duda de que el Duce era un hombre atractivo. Al menos a más de dos o mejor tres metros de distancia, habría que añadir.

[...]

sábado, 26 de marzo de 2022

La siniestra historia de la patata y cómo la aprovechó España

(Un texto Miguel Ayuso de en elconfidencial.com del 9 de mayo de 2016)

Fue uno de los primeros cultivos americanos que los españoles introdujeron en Europa y cambio para siempre el destino del continente.

Cuando Cristóbal Colón desembarcó en la isla de Guanahaní –que bautizó como San Salvador– se encontró con los taíno, un pueblo pacífico pero, como describió el navegante en el diario de abordo de su primer viaje, “muy pobre”, pues andaban “todos desnudos como su madre los parió”. La expedición se dio cuenta enseguida de que no habían visto un arma en su vida –“porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia”–, pero no reparó en que, a efectos prácticos, los taínos disfrutaban de una organización social bastante próspera, basada, sobre todo, en el cultivo de la mandioca. Este tubérculo, similar a la patata, conocido como yuca en muchas partes del mundo, es fácil de plantar, no necesita mucha agua y tiene una muy alta densidad nutricional: 20 personas trabajando seis horas al día durante un mes pueden plantar suficiente mandioca para alimentar a un pueblo de 300 personas durante dos años. Los españoles, aunque creían que los nativos americanos eran seres primitivos –y, por tanto, menos capaces–, enseguida se dieron cuenta de que su comida no estaba nada pero que nada mal.

La patata fue uno de los primeros cultivos americanos que los españoles introdujeron en Europa, y causó una auténtica revolución en su agricultura. Según una famosa investigación liderada por Nancy Qian, profesora de economía de la Universidad de Yale y Nathan Nunn, economista en Harvard, el cultivo de patata incrementó de forma muy notable la cantidad de alimento que los campesinos europeos podían generar, particularmente en zonas donde hasta entonces la agricultura del cereal no era viable. Entre 1700 y 1900 se triplicó la población del mundo, una explosión demográfica que según Nunn y Qian se debió principalmente a la patata.

Breve historia de la agricultura

En su superventas y premio Pulitzer 'Armas, gérmenes y acero', el biólogo y divulgador estadounidense Jarred Diamond se plantea una pregunta que ha preocupado durante siglos a antropólogos e historiadores: ¿por qué las civilizaciones euroasiáticas progresaron de forma mucho más acelerada que el resto de pueblos del mundo? O, como apunta Diamond en el libro: ¿por qué Pizarro capturó a Atahualpa y no fueron los conquistadores del emperador inca los que llegaron a Europa y sometieron a Carlos V?

Durante los tiempos coloniales, europeos y asiáticos pensaban que su supremacía económica, militar y cultural se debía a la superioridad genética, moral e intelectual de sus pueblos, un argumento racista que venía muy bien para justificar el sometimiento de los nativos americanos, africanos y australianos.

En su libro, Diamond explica que apenas existen diferencias entre los humanos de distintas etnias que justifiquen la distinta evolución cultural de los pueblos, y esta tiene más que ver con razones de índole geográfico: sin entrar en demasiados detalles, los pobladores de Eurasia tenían acceso a mejor comunicados entre ellos, lo que permitió que la agricultura y la ganadería se propagaran con mucha más rapidez. Y con ellas la civilización.

La pregunta que debemos hacernos es obvia: ¿si fue la agricultura el principal detonante de la revolución neolítica, de la que surgieron las primeras civilizaciones avanzadas, por qué los americanos, que contaban con uno de los cultivos más eficaces, no crearon sociedades tan complejas como las europeas?

La maldición de la patata

Aunque la datación de los primeros cultivos de una y otra planta es muy controvertida, parece que tanto el trigo como la patata comenzaron a plantarse en torno al 7.000 a.C.: el primero en Mesopotamia, la segunda en el actual Perú. Cierto es que, gracias en parte al tubérculo, los incas fundaron el estado más extenso de la historia de la América precolombina, que llegó a tener unos 15 millones de habitantes; pero Pizarro, que solo comandaba 180 soldados, les conquistó en menos de tres años.

Aunque Diamond, y muchos otros, han planteado diversas teorías para explicar tamaña diferencia, un nuevo estudio elaborado por economistas de las universidades de Tel-Aviv y Warwick –que ha llamado la atención de Jeff Guo, periodista económico de 'The Washington Post'– pone sobre la mesa una polémica teoría, que tiene como protagonista a nuestro querido tubérculo.

Según el análisis realizado por estos investigadores, es fácil observar que todas las civilizaciones más avanzadas cultivaron cereales, como el trigo, la cebada, el arroz o el maíz. Por el contrario, los pueblos más primitivos fueron aquellos que apostaron por la agricultura de tubérculos como la patata, el taro o la mandioca.

Los cereales no son más fáciles de cultivar ni crecen más rápido que los tubérculos, pero, según los economistas, se recolectan y almacenan de forma distinta, y esto provocó un importante cambio en las civilizaciones que los escogieron.

El trigo, por ejemplo, se cosecha una o dos veces al año, produciendo montones de grano seco. Una vez recolectado los cereales pueden ser almacenados durante largos períodos de tiempo y se transportan fácilmente, pero también son fáciles de robar.

Las sociedades que cultivaban cereales tenían una presión extra para proteger sus cosechas, lo que aceleró el surgimiento de clases dirigentes Los tubérculos, por el contrario, no se almacenan nada bien. Son pesados, están repletos de agua y se pudren rápidamente en cuanto se sacan de la tierra –aún hoy la patata sigue siendo un alimento eminentemente local–. La yuca, por ejemplo, crece todo el año y la gente la desenterraba cuando quería comérsela. Esto proporcionaba cierta protección contra el robo, pues para un grupo de bandidos, o una jefatura rival, es mucho más fácil saquear un granero que andar desenterrando raíces.

Pero el hecho de que los cereales se robaran fácilmente, algo que 'a priori' es una desventaja, tuvo una consecuencia positiva (en lo que respecta a lo que, quizás erróneamente, entendemos por progreso). Los autores del estudio creen que las sociedades que cultivaban cereales experimentaron una presión extra para proteger sus cosechas, lo que aceleró el surgimiento de clases dedicadas a la seguridad y, con ellas, el surgimiento de jerarquías complejas y sistemas fiscales.

“Dado que los cereales tienen que cosecharse en un corto periodo de tiempo y, después, deben ser almacenados hasta la próxima cosecha, es fácil que un recaudador de impuestos confisque parte del grano almacenado”, explican los investigadores en el estudio.

Una teoría polémica

Aunque el estudio ha sido abrazado con entusiasmo por algunos investigadores, otros creen que es demasiado reduccionista. En primer lugar, como plantea Guo, la mayoría de sociedades que cultivaban tubérculos vivían en los trópicos, donde las enfermedades endémicas ralentizaron el surgimiento de civilizaciones avanzadas. 

Además, en la mayoría de lugares estos se empezaron a cultivar miles de años después que los cereales –según Diamond las sociedades plenamente agrícolas surgieron en Mesopotamia en el 8.500 a.C, y en Sudamérica no aparecieron hasta el 3.500 a.C.–, así que las civilizaciones cerealísticas partieron con mucha ventaja. Eso por no hablar de muchos otros factores importantes, como la presencia, o no, de ganado, así como la disponibilidad de caza abundante, que pudo jugar un importante papel en el mantenimiento de sociedades cazadoras-recolectoras. Pero, críticas aparte, la nueva teoría se une a toda una lista de factores que, en conjunto, han moldeado el mundo tal como lo conocemos hoy en día. Así que, cuando se te pase por la cabeza que los nativos europeos somos más listos que los sudamericanos o africanos, piénsatelo dos veces. Quizás la diferencia resida solo en las distintas plantas que teníamos a mano. Y, probablemente, tus ancestros no habrían sobrevivido si Colón no hubiera traído a Europa el secreto mejor guardado de América: la patata.

jueves, 24 de marzo de 2022

La eterna pelea de don Carnal y doña Cuaresma

(Un texto de Ana vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 9 de marzo de 2019)

Hace casi 700 años que Juan Ruiz, arcipreste de Hita, cantó en el 'Libro de buen amor' la batalla gastronómica entre la gula y la templanza.

Apuesto un manuscrito incunable a que a estas alturas de semana, olvidados casi los jolgorios carnavaleros y traspasado el umbral del Miércoles de Ceniza, les apetece a ustedes un pucherito de vigilia. Los garbanzos con espinacas, las torrijas y el bacalao en mil formas inundan de repente las cartas de los restaurantes y resulta entrañable ver con qué ganas se acogen hoy estos platos, antaño obligatorios, cuando nadie nos los impone. Las recetas de vigilia lucen con el brillo de lo tradicional, lo infrecuente y sobre todo de lo voluntario, pero no hace tanto que eran prácticamente aborrecidas a excepción de los golosos dulces cuaresmales por tratarse de una dieta forzosa, ineludible, santa, católica y apostólica. Hubo tiempos en los que entre témporas, vigilias, viernes, sábados, Semana Santa y Cuaresma los días de abstinencia de carnes sumaban más de un tercio del año, así que no, el puchero de espinacas no fue siempre tan anhelado como ahora.

Sabrán ustedes de sobra que la Cuaresma (del latín quadragesima) es el período de cuarenta días que va desde el Miércoles de Ceniza al Jueves Santo y que según el calendario litúrgico cristiano sirve de preparación espiritual para la Pascua. Oración, penitencia, reflexión y abstinencia de todo tipo de apetitos eran los preceptos básicos de esta época del año en la que las reglas de la Iglesia imponían un estricto régimen alimenticio sin rastro de carne o grasa animal. No serán pocos los lectores que aún recuerden pagar la Bula de Carne para reducir los días de abstinencia, ya que estuvo operativa hasta 1966. Con esta dispensa en el cajón los fieles tan sólo debían mortificarse en la mesa unos 25 días al año en vez de más de cien, así que realmente era una bicoca.

Este privilegio papal, ideado originalmente como método para recaudar dinero en la guerra contra los infieles, permitió a los españoles gozar de sustanciosas prerrogativas como poder comer grosura o casquería en sábado o huevos y lácteos en días de abstinencia. Esto último, por ejemplo, pudo hacerse únicamente desde el año 1509, cuando el papa Julio II agregó una nueva dispensa a la bula. Nos podemos imaginar fácilmente lo que con anterioridad a esa fecha (y aun después) implicaba la llegada de la Cuaresma para los creyentes: apuros para conseguir pescado, preocupaciones por no incurrir en pecado mortal y aburrimiento.

Normal que la semana anterior al comienzo de la Cuaresma fuera testigo de atracones, festines carnívoros y conductas licenciosas; los Carnavales servían a la vez como despedida y válvula de escape. De ahí que desde hace siglos se haya utilizado la dicotomía entre Carnaval y Cuaresma para simbolizar la lucha entre lo sensual y lo espiritual o, si prefieren ustedes, entre lo pecaminoso y lo púdico.

Dos personajes alegóricos opuestos, don Carnal y doña Cuaresma, invaden la iconografía y la literatura cristianas enfrentados siempre en cruenta batalla con chorizos o sardinas como arma. Y una de las muestras más antiguas de esta guerra está en el 'Libro de buen amor', la obra maestra del mester de clerecía que escribió Juan Ruiz, arcipreste de Hita (Guadalajara) en torno a 1330.

El libro del arcipreste es una fabulosa fuente documental acerca de qué se comía en Castilla (y por extensión, en la España cristiana) durante la Baja Edad Media. Incluye numeroso vocabulario culinario y recoge diversos usos alimenticios del siglo XIV, desde descripciones de banquetes nobles hasta menciones de las frutas entonces habituales priscos, brevas, cerezas, toronjas, melón, uvas… o platos concretos, como la judía adafina.

Como buen clérigo moralista de la época, Juan Ruiz no olvidó condenar la embriaguez y el pecado de gula. Y gracias a sus estrofas también sabemos que las comidas podían llegar a ser cinco al día, divididas entre almuerzo (ahora lo llamaríamos desayuno), yantar (comida del mediodía), merienda, cena y zahora, la recena medieval hecha entrada la noche. Pero sin duda donde más guiños gastronómicos encontramos es en su pasaje sobre la batalla entre don Carnal y doña Cuaresma, una parodia de los cantares de gesta medievales en la que se enfrentan a vida o muerte el ejército de la abstinencia y el del exceso.

«De mi, doña Cuaresma, justicia de la mar,/ alguacil de las almas que se habrán de salvar, /a ti, Carnal goloso, que nunca te has de hartar, /el Ayuno en mi nombre, te va a desafiar.»

Una vez promulgado el desafío y elegida la fecha del enfrentamiento (martes de Carnaval), ambos contendientes llegan al campo de batalla rodeados por sus guerreros. «Acudió don Carnal, valiente y esforzado, de gentes bien armadas muy bien acompañado», compuesto su ejército de gallinas y perdices, conejos y capones, ánades, tocinos y gordos ansarones. Unos son lanceros, otros ballesteros y los últimos caballeros, pero todos unidos por la grasa y el fundamento, «los patos, las cecinas, costillas de carneros, piernas de puerco fresco, los jamones enteros; las tajadas de vaca, lechones y cabritos, luego los escuderos: muchos quesuelos fritos». Con la mesa colmada y la tripa llena don Carnal y sus partidarios duermen la mona hasta que, intempestivamente, se les echa encima la frugal hueste cuaresmal: «El primero de todos que hirió a don Carnal fue el puerro cuelliblanco, y dejólo muy mal, le obligó a escupir flema; ésta fue la señal. Pensó doña Cuaresma que era suyo el real».

Pensemos que hace siete siglos la distribución de pescado fresco era muy limitada y su consumo era mucho menor que el actual. En la meseta castellana, desde donde escribía el arcipreste, la Cuaresma obligaba a comer pescado de agua dulce o marino cecial (curado, seco o en salazón) y los problemas logísticos para tenerlo en la despensa estaban a la orden del día. Y sin embargo, el 'Libro de buen amor' incluye un extenso catálogo de peces y nos desvela el fluido comercio que existía ya entonces entre la costa y el centro de la península: las mesnadas de doña Cuaresma estaban formadas por sardinas, mielgas, verdeles, jibias, atunes, barbos, merluzas, sabogas, delfines, sábalos, sollos o lijas además de lejanas anguilas de Valencia saladas y curadas, cazones de Bayona, camarones del Henares y el Guadalquivir, langostas de Santander, besugos de Bermeo, lampreas de Sevilla, congrio de Laredo y salmón de Castro Urdiales. No faltan cangrejos, ostras ni pulpo, que «a los pavones no dejaba parar, ni aun a los faisanes permitía volar, a cabritos y gamos queríalos ahogar; con tantas manos, puede con muchos pelear.»

La batalla acaba con don Carnal derrotado, apresado y humillado. Tas confesar y arrepentirse, obtiene la absolución de un fraile que le condena a comer cada día un único manjar para poder ser perdonado. «El día del domingo tendrás que comer los garbanzos con aceite, no más». Y ahora díganme si el puchero de vigilia les sigue apeteciendo tanto.

martes, 22 de marzo de 2022

Cúrcuma, un toque picante

 (Un texto de A. Paris en la revista Mujer de Hoy del 23 de febrero de 2019)

La cúrcuma es una de las especias más beneficiosas para nuestra salud. Pero ¿sabes cómo puedes sacarle todo el partido?

MÚLTIPLE VIRTUDES 

La lista de beneficio que se le atribuyen a la cúrcuma es muy amplia. Un estudio de la Universidad de California (EE.UU.) afirma que su principio activo, la curcumina, mejora la memoria y el estado de ánimo. Además, se ha comprobado su efecto antiinflamatorio, similar al de algunos fármacos. Si quieres saber cómo incluirla en tu dieta, consulta Cúrcuma mágica (Ed. Lunwerg).

COMBÍNALA. 

Úsala junto a otras especias, especialmente con pimienta negra: su piperina mejora la absorción de los principios activos de la cúrcuma. 

MEJOR, CON GRASA. 

La curcumina es liposoluble, por eso necesita que en las recetas en las que emplees cúrcuma utilices una grasa de calidad, como el aceite de oliva virgen extra, o que aliñes con ella pescados azules ricos en ácidos grasos omega-3. 

COCÍNALA. 

El calor hace que la curcumina sea 12 veces más soluble, lo que aumenta su biodisponibilidad. Aprovéchala en recetas que solo necesiten de 10 a 15 minutos al fuego. 

CON CEBOLLA. 

La quercitina es un flavonoide vegetal que puedes encontrar en las cebollas y los pimientos y que inhibe las enzimas que desactivan a la curcumina.

domingo, 20 de marzo de 2022

Salud y zumos para el verano

 (Un texto de A.P. en la revista Mujer de Hoy del 20 de junio de 2015)

Hay problemas de salud que parecen tener nombre de vacaciones. Para combatirlos, además de ir al médico, prueba a hacer una visita a tu despensa. 

DORMIR A PIERNA SUELTA 

Los cambios de rutina pueden provocar insomnio. Si es un caso puntual, prueba con este batido: dos cucharadas de sésamo tostado, 200 ml de bebida de almendras y medio plátano. Si lo tomas como postre, relajarás tu sistema nervioso. Busca más soluciones en Zumoterapia para las 4 cuatro estaciones de Leire Piriz (Zenith).

QUEMADURAS

Necesitas cuatro zanahorias y un melocotón o tres albaricoques. Licua las frutas y añade una cucharada de germen de trigo antes de degustar este zumo que, gracias a las vitaminas A, C y E y al zinc que contiene, ayudará a tu piel a regenerarse. 

CISTITIS. 

El zumo de arándanos impide la adherencia de la bacteria Escheríchia coli. Tómalo combinado con granada para reforzar este efecto protector. Licua 20 arándanos, añade 50 mi de agua y una cucharada de jugo de granada. 

INDIGESTIÓN. 

Necesitas ayuda en forma de cuatro hojas de col, tres tallos de apio y un trozo de jengibre de 3 cm. Beber medio vaso de licuado de estos vegetales antes de comer protege el estómago y previene la acidez

viernes, 18 de marzo de 2022

El mito de la mineralidad del vino

 (Extraído de un artículo de Alberto Gil en el XLSemanal del 22 de febrero de 2015)

Nadie hablaba de la mineralidad del vino hasta que lo hizo Robert Parker hace treinta años. Desde entonces, un toque mineral ha sido sinónimo de calidad y algo ansiado por las bodegas y repetido por los entendidos. Una investigación científica ha echado por tierra el concepto. 

En los años ochenta del siglo pasado, el prescriptor norteamericano Robert Parker la persona más influyente de la crítica internacional descubrió una nueva acepción en la lista de descriptores tradicionales del vino que, poco a poco, ha ido ganando adeptos, hasta convertirse en un supuesto atributo que, a partir de determinado precio, gran parte de los vinos suelen contener o al menos aspiran a ello. De hecho, si usted es consumidor habitual, se habrá encontrado con aquel amigo que, después de invertir unos cuantos euros en una buena botella, describe los atributos del vino y suelta una frase más o menos similar. “Os habéis fijado en el carácter mineral que tiene…”.

El profesor Antonio Palacios (Laboratorios Excell Ibérica) y David Molina (OutLook Wine) iniciaron hace unos años años un curioso proyecto de investigación, privado, cuyas conclusiones se presentaron hace unos meses en un congreso internacional en Barcelona para ahondar en este concepto de ‘mineralidad’, del que curiosamente no hay ninguna referencia anterior al olfato y al paladar de mister Parker, a pesar de que, evidentemente, los grandes vinos del mundo se hacían también antes de la irrupción del gurú de la crítica y, por supuesto, ya estaban asociados al terroir como gran factor diferencial.

Palacios y Molina seleccionaron docena y media de grandes vinos del mundo, tintos y blancos, y los sometieron al juicio de dos paneles de cata ciega y sin avanzar cuál era su fin, es decir, sin inducir sospecha alguna a los catadores de que pretendían ‘aislar’ la mineralidad: 16 elaboradores y, por separado, otros 20 profesionales entre periodistas, sumilleres y distribuidores.

“Seleccionamos los tres vinos blancos y los tres tintos en los que el concepto mineral apareció más en las descripciones de las catas y nos fuimos al laboratorio” , recuerda Palacios.

Los vinos se analizaron pormenorizadamente y se identificaron los compuestos químicos relacionados con esas percepciones olfativas y gustativas. A continuación, los investigadores prepararon en el laboratorio ‘vinos sintéticos’ con añadidos de esos compuestos: uno, ‘mineral’, y otro, ‘antimineral’, que de nuevo probaron los dos grupos de catadores: en una primera ocasión, desconociendo que el objeto de la investigación era descubrir los compuestos supuestamente causantes del carácter mineral y, en una segunda, conscientes de ello, pero sin saber que los vinos que probaban en ambas ocasiones eran los mismos. "Evidentemente, la sugestión influye mucho en la cata, y la percepción de ‘mineralidad’ aumentó en la segunda ronda, pero es cierto que se encontró también en la primera”, explica Palacios.

La mineralidad no es un cuento chino, pero no la provocan los suelos Así las cosas, ¿se pueden oler, incluso degustar, las piedras?; ¿es capaz una cepa, una planta, de absorber nutrientes de determinados suelos, a priori, rocosos? El profesor Palacios tiene claro que la mineralidad no es un cuento chino, pero también que, curiosamente, no es la composición de los suelos el principal causante de los compuestos químicos que la provocan: “Parece lógico pensar que la riqueza o pobreza de un terreno tenga su efecto en la fisiología de la planta, pero la mayoría de las moléculas orgánicas e inorgánicas de la uva proceden del metabolismo aéreo de la planta, es decir, no las absorben las raíces. Influyen mucho más las prácticas en bodega, como la maceración prefermentativa, el empleo de levaduras seleccionadas específicas, la crianza prolongada sobre lías… , técnicas totalmente lícitas por otra parte”.

Dicha conclusión, fundamentada por primera vez científicamente, echaría por la borda numerosos argumentos de marketing, incluso reproducidos en las propias etiquetas de grandes vinos. “Lo que sí hemos comprobado es que determinadas situaciones de estrés de la planta, como los suelos muy profundos, en ladera, de montaña, los climas fríos, de alto contraste térmico… , es decir, viticulturas extremas, dan lugar a la aparición de compuestos volátiles que luego se interpretan como aromas o gustos minerales” .

En definitiva, si usted abre una blanco de riesling alsaciano o un tinto de Priorat podrá encontrar ciertas notas minerales, pero debidas más al tipo de viticultura y enología que, por ejemplo, al suelo pizarroso característico de la denominación de origen tarraconense. “Los vinos minerales no son exclusivos de climas fríos del norte de Europa, sino que además se pueden encontrar en el Mediterráneo en altura o en zonas atlánticas españolas también con altos contrastes térmicos y de estrés para la planta” , concluye el investigador.

¿Qué es la ‘mineralidad’?

El término no está reconocido científicamente ni por la propia Real Academia de la Lengua. Tampoco existe como descriptor en otros idiomas como el inglés. Parker utilizó en su día expresiones como smell wet stones, que se han traducido a ese término en español. Aromas y sabores que recuerdan al “humo de cerilla”, “sílex”, “piedra de mechero” o “pedernal” son los utilizados por los catadores para asociarlos al supuesto carácter mineral de un vino.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Lamprea, un bocado prehistórico

 (La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 22 de febrero de 2015)

Estamos en plena temporada de lamprea. Hasta que cante el cuco, mediado el mes le abril, este pez marino del que se dice que tiene 400 millones de años, de aspecto repulsivo, cilíndrico y alargado, sin escamas, sin aletas y sin espinas, con una boca enorme en forma de ventosa, remonta las aguas de los ríos gallegos para desovar en el lugar en qué nació. En su lucha contra la corriente, la carne de la lamprea se hace más prieta y apetecible. Carne oscura y sabrosa, intensa y con una textura especial, que levanta pasiones o grandes rechazos. 

Aunque entra por muchos ríos, la lamprea por excelencia es la del Miño. «El poso del Miño», como la calificó Cunqueiro. Y en sus orillas, Arbo es su capital. Allí se captura en los llamados 'pescos', construcciones de piedra con redes artesanales que datan del tiempo de los romanos. La localidad incluso ha dado nombre a una forma de prepararla, similar a la bordelesa, guisada con su propia sangre, vino y cebolla. Así es como la elaboran la mayoría de los restaurantes de Galicia, de Madrid o de Barcelona que la tienen estos días. 

Pero mi receta favorita es el timbal, que tanto gustaba a Cunqueiro. Una receta ancestral en la que la lamprea, entera, se cocina dentro de una masa gruesa de pan. Al abrirla surgen, potentes, todos los aromas del guiso. Una maravilla.

lunes, 14 de marzo de 2022

Cuaresma y tradición

 (La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 5 de abril de 2015)

Hoy termina la Semana Santa. Son estas unas fechas en las que la tradición está muy presente. Además de su fundamental componente religioso, y estrechamente ligada a él, la gastronomía de la Cuaresma posee personalidad propia. De la prohibición de comer carne, de la austeridad impuesta por la Iglesia en esta época, surgieron platos magníficos, sabrosos, bien arraigados en la cocina tradicional, que tienen su eje principal en torno a los potajes de vigilia, los guisos de bacalao y las torrijas. Elaboraciones cuaresmales que vuelven cada año con más fuerza a nuestros restaurantes, ayudadas por ese feliz protagonismo que el recetario popular está adquiriendo de nuevo. Una vuelta a la tradición que nos lleva a esa cocina de la memoria, la de los sabores que recordamos de nuestra infancia. 

Sin embargo, lo que se planteaba inicialmente como un sacrificio ha perdido ya su sentido. Sin carne se puede comer de maravilla, incluso mejor, sobre todo en un país tan aficionado al pescado y al marisco como es el nuestro y en el que gozamos de tanta variedad y calidad. Ya me dirán dónde está el esfuerzo en sustituir la carne por un bogavante, un rodaballo o cualquier otra de las delicias que proporcionan nuestros mares. Pero no es esa la cuestión. Lo importante es que, al menos en lo gastronómico, seguimos fieles a nuestras raíces.

viernes, 11 de marzo de 2022

Come para tu piel

 (Un texto de A. Paris en la revista Mujer de Hoy del 3 de agosto de 2019)

Si quieres lucir un cutis envidiable en los meses de verano, empieza por hacer la lista de la compra pensando en las necesidades de tu piel. 

ALTAS DOSIS DE BETACAROTENO
Los alimentos de color naranja, como la calabaza o la zanahoria, contienen betacarotenos, una clase de carotenoides y una forma de vitamina A que ayuda a las células de la piel a rotar: hace que las células muertas de la superficie puedan exfoliarse y revelar las células sanas que hay debajo. Para saber más: Piel radiante, intestino sano (Urano).

LÁCTEOS. El yogur griego (siempre que contenga cultivos activos vivos y menos de 10 g de azúcar) es un buen aliado. También puedes probar el kéfir o el skyr, dos lácteos fermentados ricos en las mismas bacterias beneficiosas para la piel que contiene el yogur. 

FRUTA. Los plátanos aportan vitamina A,B y E, nutrientes antienvejecimiento que reafirman tu piel; pero no comas más de uno al día porque son ricos en azúcar, enemiga de tu dermis. Los cítricos, manzanas, uvas y aguacates aportan la fibra, los antioxidantes y las grasas saludables que la piel necesita. 

VERDURA. Los espárragos son una buena fuente de bioflavonoides (que refuerzan los capilares de la piel) y de glutatión, que ayuda combatir el efecto de los radicales libres.

martes, 8 de marzo de 2022

Sobre los "muffins"

 (Leído en el Heraldo de Aragón del 27 de febrero de 2021, como introducción a una receta)

[...]Cabe recordar que el origen del muffin se encuentra en Reino Unido, concretamente en Londres, donde existen referencias en recetarios a partir del año 1703. Su nombre deriva de la palabra original ‘moofin’, cuyo origen puede deberse a una adaptación de la palabra francesa ‘moufflet’ (pan suave). El pastel se consumía preferiblemente en desayunos o como tentempié y con el tiempo se fueron incluyendo varios sabores como fruta seca o fresca, especias o chocolate.

A partir de la década de 1950, se comenzaron a comercializar distintos paquetes de muffins, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, en distintas cafeterías, pastelerías y tiendas de alimentación.

[...]

sábado, 5 de marzo de 2022

Platos de trampa y engaño

 (Un texto de Francisco Abad Alegría en el Heraldo de Aragón del 7 de diciembre de 2019)

Trampa: plan o acción que tiene como fin engañar a una persona. Engaño: acción o conjunto de palabras o acciones con que se engaña a alguien o se le hace creer algo que no es verdad.

No voy a hacer apología de la mentira, que engloba tanto a trampa como engaño, con matices bien definidos. Pero ahora que parece que nos sobra de todo, que hay abasto alimenticio de casi todo durante casi todo el ciclo anual y que todo ello es asequible a la mayoría de la población (veremos por cuánto tiempo...) quiero recordar unas pocas trampillas y engañifas bienintencionadas de la cocina popular, destinadas a iluminar la monotonía y estrechez de la vida cotidiana y a menudo a ser trampantojo  no pictórico de elaboraciones culinarias bienintencionadas para llenar estómagos desfallecidos o insaciables y rutinas exasperantes. Quédense para el recuerdo y para estas líneas, si nadie nos empuja a la miseria, de nuevo.

Para los curiosos, recomiendo vivamente un libro del famoso Ignacio Domenech, escrito durante nuestra última Guerra Civil y publicado cuando ya iba en declive su triste realidad: 'Ignacio Doménech. Cocina de recursos (Deseo mi comida)'. Trea, Gijón. 2011.

EL PAN COMO BASE. El multisecular pan ha sido base y remedio de la alimentación cotidiana para todas las clases sociales, aunque en forma de protagonista se haya enseñoreado de la miseria de las más humildes; por eso sus acompañantes, aún en platos diversos como legumbres o asociaciones de hortalizas y verduras, se han denominado desde antiguo «compango», es decir la compañía del pan (‘compañero' significa el que comparte el pan, en el trabajo o el cuartel), lo que ilustra o alegra, aunque no sea estrictamente 'pan'.

El remedio más simple de engaño es la secular sopa de ajo. A estas alturas, creo que ya sabemos todos que 'sopa' no es inicialmente un caldo sustancioso (eso es caldo o brodo o bodrio o crema) sino rebanada de pan. De modo que quedó consagrada la expresión 'más claro que el caldo de un asilo' para llamar a una sopita desustanciada, 'alegrada' hasta el límite de la insipidez, en lugar de 'sopa de asilo'. Las sopas de ajo eran un intermedio entre la estructura poco consistente, permítanme decir ‘desestructurada' de rebanadas de pan, acompañadas de ajos, baratos y de fácil cultivo y larga conservación, aliñadas con un poco de sal y, según las zonas, tiras de pimiento choricero seco o incluso azafrán de magra recolección doméstica, ablandadas con agua hirviente, lo que confortaba el estómago, brindaba aroma y saciaba.

Como la abundancia de huevos no fue realidad en nuestra tierra, salvo en medios rurales, hasta las primeras explotaciones de gallinas ponedoras proyectadas al inicio de la dictadura de Primo de Rivera (entonces se inventó una cualificación profesional muy elemental, sin estudios previos, denominada 'perito avícola') los huevos se 'alargaban' con pan, dando lugar a las denominadas ‘tortillas de engaño' o, en porciones pequeñas, huevos tontos. Eran tontos porque tenían poca sustancia, aunque la astucia popular logró hacerlos saciantes y un poco sabrosos, que es de lo que se trataba. Una abundante cantidad de miga de pan remojada en agua, a veces en leche, se aliñaba con los consabidos ajos, el aroma del pobre desde que los romanos tuvieron la feliz idea de traérnoslos por aquí (además de la civilización, las calzadas, los acueductos, el derecho y todo eso que detallan los subversivos conspiradores que se enfadan con el invasor en ‘La Vida de Brian') y se amalgamaba con poquitos huevos, de modo que tomada en porciones o cuajada sobre sartén sobre aceite o manteca caliente, daba unas hermosas masas doradas, que aún podían ser más tontas si se recocían en agua aromatizada con más ajos, lo que las esponjaba. Así empezó la famosa 'pilota' de los cocidos tradicionales levantinos y catalanes, pero en toda España a la vez.

NOMBRE SOLEMNE PARA LA POBREZA. Es conocido el aparejo de patatas con pimentón de la Montiel de Ciudad Real, reflejo de confecciones similares dispersas en todo nuestro territorio patrio. Cuando las patatas ya se iban incorporando a la alimentación humana, lo que ocurrió no antes de la segunda mitad del siglo XVIII (en serio, no se crean eso del alimento que nos salvó de las hambrunas al llegar de América, que la cosa tardó) las gachas ya estaban inventadas y el pimentón, que esperaría a producirse semi-industrialmente al primer tercio del siglo XIX, se confeccionaba manualmente con mortero.

Así que las despreciadas patatas, consideradas antes comida de cerdos y, ya por la necesidad, de pobres, necesitaban una ligera alegría para hacerse respetable comida familiar. La cosa es tan simple como cocer las patatas troceadas en agua con sal y, ya escurridas, embalsamarlas en una gachuela un poco floja de harina empimentonada, con ajo, naturalmente, dando un potaje gustoso, dignificado por los aromas del ajo y el pimentón, en el que además, por supuesto, se podía mojar pan.

APROVECHAMIENTO EXTREMO. Hasta principios del siglo X no disponemos en nuestras tierras de azúcar, cuya caña madre habían traído los invasores musulmanes décadas antes, y además el producto era tan caro que se dispensaba en las boticas como especia o medicamento. De modo que el edulcorante popular era la miel. Tras desopercular y exprimir los panales, aún quedaban restos de miel adheridos a la cera, que se empleaba para confeccionar bujías de uso religioso o de casas pudientes y como abrillantador y ayudante en la confección de cordelería para calzado o guarnicionería.

Pues bien, la miel residual se extraía lavando en un terrizo pequeño los trozos de panal aún insuficientemente exprimidos para obtener el mostillo de miel. Se habla de mostillo porque el original se hacía preparando arrope a partir de la concentración por ebullición del mosto de uva recién exprimido, apartado para este menester del que luego fermentaría para obtener vino; así se obtenía un 'mosto' de miel que también se tenía que hervir hasta concentrar su dulce contenido, que luego cocería con algunos frutos secos como almendras, avellanas o nueces quebradas y también, con suerte, cáscaras secas de naranjas o limones, añadiendo después harina, poco a poco, hasta conseguir un engrudo que al enfriarse solidificaba. Ese mostillo de miel muy seco se podía cortar en trocitos como golosina para el invierno, pero no era raro que se tomase también cuando estaba parcialmente fluido como postre especial.

DULCES DE SARTÉN DE PURO ENGAÑO. Los andalusíes invasores eran muy dados a las frutas de sartén, es decir, masas fritas basadas en harina unida con huevos, agua o leche, aromas y frutos secos. Dos ejemplos de ello son los ‘lagum del cadí' o los 'cuernos de gacela', que recoge el murciano del siglo XIII Ibn Razin al-Tubiyí. Pues bien, el colmo del postre de engaño es el piñonate de la zona del Campo de Gibraltar o Jimena de la Frontera (y otras zonas del sudoeste español), que se hace friendo tiritas de masa de harina, huevo y semillas de anís en aceite aromatizado con cáscara de naranja; las tiras doradas se cortan en pequeñas porciones que se amalgaman con miel caliente, que se pueden cortar luego en pastillas: se llaman piñonate y no llevan ni un trocito de la sabrosa semilla.

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