viernes, 31 de agosto de 2018

Lechuga: mucho más que ensalada

(Un texto de Elena Tejero en el XLSemanal del 28 de mayo de 2017)

En la actualidad no se concibe una ensalada sin lechuga, pero ¿por qué no darle otros usos?

Se desconoce el origen de la lechuga, pero sabemos que ya se cultivaba en la época de los romanos y que estos tenían la costumbre de tomarla después de sus opíparas y famosas cenas para dormir mejor
También se conservan disposiciones agrícolas de la época de Carlomagno donde se reclama a sus campesinos que cultiven las ‘lectucas’. Durante la Edad Media cayó en el olvido y no volvió a los platos de la nobleza hasta el Renacimiento. María de Noeburgo, esposa de Carlos II, la tomaba como verdura en el cocido; Isabel de Farnesio, como guarnición, según cuenta Carlos Azcoytia en www.historiacocina.com. En la actualidad no se concibe una ensalada sin lechuga, pero ¿por qué no darle otros usos?

TIPOS

Endibias
La endibia procede de la achicoria silvestre y se caracteriza sobre todo por sus hojas semirrígidas de sabor amargo y de color blanco en el tallo y verde claro en las puntas. Precisamente por su sabor combina muy bien con salmón ahumado, salsas de queso fuerte como el azul o una simple vinagreta.

Hoja de roble
Más blandita y dulzona que la batavia, tiene, como esta, las hojas rizadas, pero las puntas moradas. Es ideal para mezclarla en una ensalada verde con otras lechugas y brotes. aportará colorido y variedad. Le podemos añadir un punto crujiente, con frutos secos o granada.

Romana
Es la lechuga más consumida y popular en nuestro país. También se la llama ‘oreja de mulo’.
Tiene la hoja larga, compacta y crujiente. Para mí es la lechuga ideal para hacer una ensalada César

Batavia
La lechuga batavia es de color verde intenso y tiene las hojas ligeramente rizadas en la punta. Es más suave que la romana, aunque firme y crujiente. Es la lechuga perfecta para cualquier tipo de ensalada.

Iceberg
Es muy redonda y de color verde pálido. Quizá es la menos sabrosa, pero sí muy crujiente. Sin embargo, las hojas son muy flexibles y lo mismo nos sirve para preparar una ensalada con, por ejemplo, salsa de queso gorgonzola y nueces como unos rollitos.

martes, 28 de agosto de 2018

Un repelús exquisito

(Un texto de Rüdiger Braun en el XLSemanal del 14 de mayo de 2017)

¿Te comerías un cuervo al horno? ¿O una paloma urbana estofada? ¿O un ragú de rata almizclera? Viajamos al restaurante donde se cocina, y se sirve, todo lo que jamás habrías imaginado. La polémica está servida.

El menú es particular: para abrir boca, una tapa de ragú de rata almizclera guisada en merlot y servida con gajos de granada, cortesía de la casa. De primero, pechuga de cuervo sobre un lecho de arándanos y mousse de castaña. A continuación, salchicha de gansos -cazados cerca del aeropuerto- con repollo y puré de patatas. De postre, un parfait de moras acompañado por sirope de Fallopia japonica, una herbácea invasora de origen asiático y crecimiento explosivo. El nombre del restaurante es Foodguerilla, un manifiesto en sí mismo.

En este restaurante se emplean habitualmente alimentos descartados por los mayoristas, ya sea porque presentan pequeños defectos o porque su fecha de caducidad está próxima. El curioso local se encuentra en la ciudad universitaria holandesa de Breda.

Foodguerilla es una toma de posición contra la sociedad consumista. Los artistas holandeses Rob Hagenouw y Nicolle Schatborn proponen una experiencia gastronómica bautizada como Plaagdieren Dinner, un menú elaborado con animales y plantas generalmente considerados plagas. «Nos parece escandaloso que despreciemos especies como las ratas almizcleras, las nutrias o los cuervos y que sus cuerpos se desechen», dice Rob Hagenouw.

Cada año se tiran en todo el mundo alimentos suficientes como para saciar a 2000 millones de personas. El objetivo de la UE es reducir a la mitad el desperdicio de alimentos aprovechables para el año 2025. Pero la experiencia demuestra que los argumentos morales no funcionan. La mayoría de la gente encuentra lamentable que se tire a la basura tanto alimento, pero se resiste a cambiar sus hábitos de consumo.

Esta noche, en el Foodguerilla se han dado cita 23 comensales. Hay estudiantes con ganas de experimentar y también una pareja de septuagenarios -dos gourmets que quieren «probar algo nuevo»-. Las seis mesas del local están ocupadas. Rob explica a los clientes el trasfondo del proyecto mientras en la cocina, abierta a la vista del público, el chef Ben Draaijer y su equipo disponen el ragú de rata sobre rebanadas de pan.

Todo empezó hace seis años, con los gansos salvajes que buscan comida en los alrededores de Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam. Para evitar que los gansos se crucen en el camino de los aviones, cada año se mata a 10.000 ejemplares, parte de ellos directamente abatidos por cazadores y otra parte capturados y luego asfixiados con dióxido de carbono. «¿Qué se hace con los cuerpos?», se preguntaban Nicolle y Rob. Al contrario de lo que sucede en otros países de Europa, en los Países Bajos el ganso no es una exquisitez. «Muchas de estas soberbias aves acaban en plantas de recogida de desperdicios animales y transformados en pienso o incinerados», dice Rob. Nicolle y él decidieron ponerse manos a la obra y hacer eso que tanto les gusta a los artistas. provocar.

Los hábitos alimentarios están determinados por la cultura. Mientras que a los romanos les encantaba degustar orugas de mariposa, en la Europa actual comer insectos es un tabú. Lo mismo se puede decir de los cuervos, que siguieron siendo una comida bastante extendida entre las clases humildes hasta bien entrado el siglo XIX. En Bélgica, algunos restaurantes ofrecían hasta hace apenas diez años ratas almizcleras con el nombre de conejos de agua.

Sentir repugnancia hacia alimentos poco habituales no es algo congénito, sino que se aprende. En origen, la función de la sensación de asco es proteger al organismo de entrar en contacto con agentes patógenos. Esa función ha ido evolucionando y, ahora, las cosas que nos producen repugnancia dependen de lo que en nuestra familia y en nuestro entorno se considere asqueroso. Por ejemplo, quien no haya conocido de niño el sabor del plato nacional sueco, el suströmming, preferirá no verse obligado a probarlo. Estos arenques fermentados tienen un olor infernal a pescado podrido. Hay otras muchas delicatesen que necesitan cierto proceso de habituación, como el haggis escocés, tripa de oveja rellena con corazón, hígado, pulmón y riñones y luego cocida durante varias horas. 

A partir de lo que fuera un proyecto artístico sobre el tabú holandés hacia la carne de ganso ha surgido un incipiente movimiento ciudadano. Varias veces al año, los activistas presentan en diferentes restaurantes su menú elaborado con esos animales y organizan talleres en los que los participantes pueden aprender a desplumar cuervos y palomas o descuartizar ratas almizcleras. Además, acuden a mercadillos de todo el país con dos foodtrucks y un equipo de ayudantes e informan a los compradores sobre los productos elaborados con los «animales que nadie quiere». 

Las ratas almizcleras pueden ser portadoras de patógenos peligrosos para los seres humanos, pero para Nicolle y Rob eso no es un problema. Aseguran que, descuartizada con cuidado y bien cocinada, no supone ningún riesgo para la salud. «Además, todos los ejemplares de apariencia sospechosa son descartados». 
 
El restaurante Foodguerrilla está en Breda (Holanda) y ha nacido como una protesta contra el desperdicio de alimentos.

Solo seis mesas. El local está lleno todas las noches. La cocina está abierta al público y en ella el chef Ben Draaijer y su equipo preparan el menú. Entre los comensales, estudiantes con ganas de experimentar y ‘gourmets’ con ganas de probar algo nuevo.

El artista Rob Hagenouw es uno de los impulsores de este restaurante holandés. «Me parece escandaloso que desperdiciemos especies».

Un ragú muy especial: se quita la piel de la rata almizclera, se sacan las vísceras y se limpia bien. Luego se trocea, se sala y se rehoga con especias, mantequilla y cáscara de limón. Mientras, se prepara una mantequilla ‘noisette’, se añade caldo, un poco de zumo de limón y a continuación se cocina en ella la carne hasta que se desprenda de los huesos, que se retiran. Por último se rocía con vino tinto.

Algunos de estos alimentos -aseguran sus detractores-pueden portar patógenos. Frente a las críticas, los dueños del restaurante afirman que todos los ejemplares sospechosos son descartados.
 


sábado, 25 de agosto de 2018

Lamprea, fea y sabrosa

(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 26 de marzo de 2017)

Con forma cilíndrica y alargada, sin aletas ni espinas, con una boca enorme en forma de ventosa con la que chupa la sangre de sus presas. No es, desde luego, el más atractivo de los pescados. Y, sin embargo, su carne es uno de los bocados más exquisitos. Hasta mediados de abril, las lampreas remontan las aguas de los ríos gallegos, especialmente el Miño y el Ulla, para desovar en el lugar en el que nacieron. En ese recorrido, luchando contra la corriente, su carne se hace más prieta y apetecible. Una carne oscura de peculiar textura, con intenso sabor, que levanta tantas pasiones como rechazos. La forma más habitual de prepararla es a la bordelesa, guisada con su propia sangre, vino y cebolla, y servida luego con arroz blanco y pan frito. En Galicia esta elaboración recibe el nombre de Arbo, localidad pontevedresa a orillas del Miño, considerada la capital de la lamprea. Pero está igual de buena en carpaccio, escabechada, en empanada o la popular rellena, en la que se seca y ahúma para después hacer un fiambre con huevos cocidos y verduras. De esta forma y muchas más las preparan en Casa Pazos, en Arbo, toda una referencia. Imprescindibles también las que cada temporada prepara Pepe Solla en su restaurante de Poio. Y en Madrid, donde cada vez tienen más presencia, muy notables las de Lakasa, Arce, Sal Negra o Burela.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Caviar cítrico

Entre los ingredientes novedosos -para los occidentales, claro- se cuenta el caviar cítrico ('finger lime' en inglés). Es un curioso fruto cuyo interior esconde pequeñas esferas que liberan, en la boca, un zumo ácido capaz de cambiar un plato.

El caviar cítrico puede ser, a capricho de la naturaleza, rosado, amarillo, morado, marrón o incluso verde fluor, y en su interior esconde unas bolitas que han pasado a denominarse caviar cítrico, son unas bolitas perladas, del color correspondiente al que muestra la vaina, algo translúcidas y que ofrecen el sabor característico de las frutas cítricas, ácido y en este caso suave.

El caviar cítrico (Citrus australasica) es otro de los ingredientes de la nueva cocina, surge de un pequeño árbol que crece en el sotobosque subtropical australiano. Dicho arbusto mide entre 2 y 6 metros de altura, de hojas pequeñas y flores blancas. El fruto, también conocido como Finger lime por su forma (finger=dedo), es un cilindro de unos seis centímetros, con piel de variados colores según la variedad, pues se calcula que hay unas 75 variedades.

Generalmente se utiliza para pescados y mariscos, pues ya sabemos lo bien que les van los cítricos, pero también se elaboran cócteles y postres con este ingrediente, entre otras cosas.

domingo, 19 de agosto de 2018

¿Qué son los "Poke bowls"?

Cómo el ser humano es así, ahora tenemos otra tendencia gastronómica para hacerse el interesante. Básicamente se trata del poke (o 'poke bowl' si quiere darse otra -y van...- patada a ese sufrido idioma que hablamos -o destrozamos- en la Piel de Toro).

Es un plato hawaiano en origen. Es una ensalada fría en la que, sobre una base de arroz -al que pueden añadirse algas y vegetales-, se añade pescado crudo -o marinado en sal o en soja-. A continuación se completa con lo que se tenga a mano y se sirve en un cuenco (o fuente, o ensaladera, o como se quiera traducir 'bowl'; sencillamente me niego a usar el engendro con el que hasta la RAE ha tragado).

jueves, 16 de agosto de 2018

La galleta de Trafalgar

(Un texto de Ana Vega en el Heraldo de Aragón del 12 de mayo de 2018)

Una casa de subastas vende un bizcocho de 1805, muestra del triste rancho que recibían antiguamente los militares.

El 21 de octubre de 1805, frente a la costa de Los Caños de Meca, la armada británica derrotó a la flota franco-española en la que sería una de las batallas navales más importantes de la historia. La victoria del almirante Nelson en Trafalgar fue decisiva en el desarrollo de las Guerras Napoleónicas y supuso el inicio de la hegemonía inglesa sobre los mares; se ha contado en novelas, películas y documentales, se han escrito miles de libros sobre ella y sus protagonistas, pero no habíamos visto nunca qué es lo que comían los marineros que participaron en la contienda.

Ahora podemos hacerlo gracias a un militar británico que atesoró como recuerdo de sus glorias navales una simple galleta. Thomas Fletcher, suboficial de artillería, luchó aquel fatídico día de octubre alimentando los cañones del navío de línea HMS Defence y, lo que es más importante, vivió para contarlo. Escribió detalladamente su experiencia en un diario personal junto al que guardó otros recuerdos de Trafalgar como medallas, poemas, listas de bajas y, curiosamente, una galleta del rancho que recibían los marineros. Tal trozo comestible de historia se heredó, guardado como oro en paño, de generación en generación hasta 2005, cuando se vendió a un coleccionista particular que ahora nuevamente lo saca a subasta en Londres. Por un precio estimado de unos 3.000 euros pueden ustedes hacerse con la mítica galleta que -ya les aviso- desgraciadamente no está en condiciones de ser ingerida: petrificada por el paso del tiempo y parcialmente rota, nos sirve sin embargo como testimonio de las antiguas condiciones alimenticias de los marinos y militares en general.

Si estaban pensando ustedes que no está nada mal eso de comer galletas antes de enfrentarse con el enemigo, andan equivocados. La galleta de Fletcher, de doce centímetros de diámetro, tiene más o menos el mismo poco apetitoso aspecto ahora que hace doscientos años, cuando era el sustento principal de marineros y soldados. Puede que ahora entendamos «galleta» como sinónimo de elaboración dulce, pero hasta finales del siglo XIX galleta (del bretón kálet, duro) era el pan de munición que se daba a la tripulación y pasaje de las embarcaciones, que se distinguía del normal en que no llevaba prácticamente levadura y había sido cocido dos o más veces. Mucho antes que galleta, término usado desde el XVIII, recibió otro nombre también relacionado actualmente con la repostería: bizcocho. El origen de esta palabra está precisamente en la doble cocción (panis bis coctus, en latín) que sufría la masa, la clave para que el pan perdiera su humedad y pudiera consumirse y almacenarse durante un largo período de tiempo.

Las galletas o bizcochos de mar eran, debido a su poco peso, gran sustento y amplia durabilidad, el alimento básico en los barcos que hacían largas travesías. Duros como una piedra y secos como la mojama, los 'vizcochos' o 'biscochos' ya figuraban entre los mantenimientos de la flota española en el siglo XIV. Diego de Valera (1412-1488) aconsejaba tener a bordo, por hombre y ración diaria «una libra de viscocho e un azumbre de vino, e de carne o pescado a tres onbres dos libras, algunas vezes pueden pasar con queso e cebollas e legunbres e semejantes cosas de que los navíos deben ir siempre mucho fornecidos, no olvidando el azeite e vinagre, que son dos cosas mucho necesarias en la mar» (sic).

También mencionan los bizcochos las 'Siete Partidas' de Alfonso X como avituallamiento, ya que eran «pan muy liviano que se cuece dos veces y dura más que otros». De bizcochos iban repletas las naos de Colón cuando salieron rumbo a lo desconocido o las de Magallanes, preparadas para dar la vuelta al mundo.

En el siglo XVII se empezó a diferenciar entre el bizcocho de galeras, triste sustento de los forzados, y el bizcocho regalado o dulce, que evolucionó en lo que hoy en día conocemos como postre. Aparte del nombre común, nada tenía que ver uno con otro: la versión marinera, hecha para durar meses e incluso años, llevaba únicamente harina, sal y agua. No solamente era insípida y dura debido a su lenta y repetida cocción, sino que además tendía a pudrirse debido a la humedad y las plagas.

Gorgojos, gusanos y cucarachas se daban festines con aquellas galletas de mar, convirtiendo el momento de la comida en un banquete nauseabundo. En 1805, el mismo año de la batalla de Trafalgar, publicaba el cirujano gaditano Pedro María González el 'Tratado de las enfermedades de la gente de mar', hablando extensamente de los bizcochos de galera y los problemas que acarreaban: «La menor humedad, introducida en los pañoles del bizcocho o galleta, penetra estas substancias, las reblandece, y obrando de concierto con el calor continuo, las altera y corrompe. Los insectos [.] se alojan en ellas, crecen, procrean, las devoran y destruyen, convirtiendo su textura interior en unos asquerosos receptáculos de sus excrementos y numerosa posteridad. ¿Cuántas veces no se ve el marinero en el caso de vencer su repugnancia a impulsos de la necesidad?».

Seguramente no les extrañe tanto ahora que Thomas Fletcher decidiera no comerse su galleta y la guardara para la posteridad.

lunes, 13 de agosto de 2018

El negroni

Cuentan que en 1919 el conde Camilo Negroni, cansado de tomar siempre un americano en su barra predilecta, le pidió al camarero que añadiera ginebra al trago. Así, el cantinero puso 3/4 de onza de ginebra, otras tantas de campari, y la misma cantidad de vermú dulce. De esta forma nació el Negroni.

jueves, 9 de agosto de 2018

Lactonesa: alternativa a la mayonesa

(Un texto de Alejandro Viñal en el Heraldo del 9 de junio de 2018)

La lactonesa es una alternativa a la mayonesa casera. Por cada porción de leche, una y media de aceite de girasol. Nunca se corta. Se puede añadir sal, pimentón, ajo y lactonesas de sabores (anchoa, pepinillos, pimientos,...). La leche mejor entera porque tiene más grasa. Aguanta hasta 5 días en el frigorífico.

lunes, 6 de agosto de 2018

Menestra

(Extraído de un texto de Alejandro Toquero en el Heraldo de Aragón del 9 de junio de 2018)

La versión más tradicional de la menestra se consigue tras cocer las verduras (cada una en su punto) para luego ponerlas en una cazuela, en la que previamente se han salteado una cebolla y una punta de ajo y se han añadido una cucharada de harina y caldo de cocción, para con esa ‘roux’ obtener la salsa. Unos minutos más al fuego para integrar todos los sabores y a decorar con espárragos, medio huevo cocido y jamón a la plancha.

El chef del restaurante el Chalet, Ángel Conde, comenta que esta es la receta más clásica, a la navarra. "La aragonesa es parecida, pero sin salsa, sin utilizar harina, tan solo con las verduras salteadas en el sofrito de cebolla". [...]

viernes, 3 de agosto de 2018

Picante: un placer para valientes

(Parte de un texto de Ana Usieto en el Heraldo de Aragón del 9 de junio de 2018)

Parte esencial de la cultura gastronómica de Centroamérica y del sudeste asiático, España aún se mueve entre el prejuicio y el desconocimiento de este condimento.

Los primeros pimientos que llegaron a España acabaron descansando a los pies de la extremeña Virgen de Guadalupe. Allí los depositó el propio Cristóbal Colón como agradecimiento al capote celestial que les libró de morir a causa de una brutal tormenta de regreso de la recién descubierta América.

Con aquellos ajíes (o axíes, en la grafía de la época) comenzaba la no muy fructífera relación de España con el picante, basada, sobre todo, en una cocina de supervivencia que buscaba añadir sabor a muy bajo precio, de la que, no obstante, han derivado platos estupendos como el ajoarriero.

Los pimientos fueron bautizados así porque considerarlos como el macho de la pimienta (una especia mucho más cara en la época). Su poder picante reside en el endocarpio del fruto, esto es, en esa carne más blanquecina a la que están adheridas las semillas. Un siglo después de su desembarco en España, los pimientos picantes (al principio todos ellos, los dulces llegaron después) ya fueron citados por Cervantes en ‘Rinconete y Cortadillo’.

Sostiene el erudito gastrónomo Francisco Abad Alegría que, en España, "no hay cultura del picante". O por lo menos no la hay en comparación con países como México y otros del lado opuesto del Atlántico, donde, según Abad, "son capaces de aprovechar al máximo las propiedades organolépticas de los diferentes tipos de pimientos, mientras que aquí solo nos quedamos en si pican más o menos".

"Añadir el picante según los distintos aromas que aportan las guindillas a las salsas y a los guisos es algo que en España se ha olvidado o despreciado", opina. Y continúa: "En América saben que el picante, los chiles o el ají, como ellos lo llaman, no solo tienen picor, sino también aromas, y esa cultura se conserva en la manera de hacer los viejos moles centroamericanos, mexicanos o peruanos".
[...]

Un riesgo, por cierto, que se puede medir, literalmente, gracias a Wilbur Lincoln Scoville. Este químico estadounidense, a principios del siglo pasado, dejó por separado en alcohol varias guindillas para extraer la capsaicina (un estimulante de los receptores del calor que se encuentran en la lengua y el responsable de la sensación de ardor). Así, el número de unidades Scoville indica la cantidad de capsaicina contenida y, por tanto, su nivel de picor. A la capsaicina pura se le dio un valor de 16.000.000 unidades Scoville (SHU, en inglés, por ‘Scoville Heat Units’). Sobre estas líneas, el lector puede consultar la tabla entera. Que no se diga que no avisamos...

Tabla de picantes elaborada por el químico Wilbur Lincoln Scoville. 
En Aragón

Del 'rancho de putas' a los caracoles. Cuenta Francisco Abad que en los orígenes de los pimientos picantes en España se les atribuía propiedades afrodisiacas, hasta el punto de que estaban prohibidos en conventos y se servían en lupanares, con el poco disimulado nombre de 'rancho de putas' (con cordero, patatas y altas dosis de picante). En Aragón, el epítome de plato picante son los caracoles.
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