domingo, 29 de enero de 2023

Las cocinas de Quijote y Sancho

(Un texto de José Manuel Vilabella en el Heraldo de Aragón del 14 de abril de 2018)

Se habla mucho de la cocina del ingenioso hidalgo, pero poco, muy poco, de la de su fiel escudero.

Don Miguel, que era hombre algo despreocupado, escribió su libro desde la decepción y con cierta desgana y trabucó nombres y confundió situaciones y dio, finalmente, a los brazos de la estampa, un original lleno de tachaduras y enmiendas que el impresor Juan de la Cuesta subsanó como quiso o como pudo.

Don Alonso Quijano, antes de perder la razón y convertirse en Don Quijote, era un hidalgo que comía muy ricamente y que se gastaba la mayor parte de sus rentas en darse homenajes gastronómicos. Era lo que hoy denominaríamos un avezado enteradillo de clase media, un señor algo esnob, de esos que hablan con desenvoltura el lenguaje del vino y saben de recetas foráneas. Su mesa era discreta pero sustanciosa: su ollita de vaca o de camero, su sabroso salpicón por las noches, los fastuosos duelos y quebrantos los sábados, las lentejitas los viernes y el sabroso palomino o el pitu de caleya los domingos. ¿Se puede pedir más a principios del siglo XVII, cuando las hambrunas eran pavorosas y a la mayor parte de los españoles no les llegaba la camisa al cuerpo y lampaban por los caminos?

El Quijote es, además de otras muchas cosas, un libro de cocina en el que se habla de quesos y de vinos, de cocidos antológicos, de bodas rumbosas y de lo que comen los miserables y sueñan las gentes de la gleba. Don Quijote tiene la frugalidad del 'gourmet' y Sancho la glotonería del hambriento permanente, el apetito desmesurado del que nunca se quedó harto e imaginó cómo los poderosos daban buena cuenta de la legendaria olla podrida.

Don Quijote, que es un caballero trastornado por la literatura, le va transfiriendo en cada capítulo su locura deslumbrante a ese escudero ingenuo que le sigue con fidelidad y asombro. Pero, ojo, con la locura le pasa también las buenas maneras, el estilo del comedor discreto, los fundamentos de la finura y de la comensalidad exquisita. Sancho es cada vez más demente y más elegante y aprende de su señor el arte de imaginar, descubre el placer de la fantasía y cuando cabalga a lomos de su rucio se cree gobernador de ínsulas y entre sus ensoñaciones adivina lo que come el poder, los placeres de las mesas bien dispuestas, el lujo de las mantelerías de hilo, la estética del vasito de plata. Cervantes, que es un ser misterioso y críptico, eso no lo detalla con claridad en su parlamento pero lo insinúa entre líneas y la cocina de Sancho la encontrará el lector camuflada en los etcétera etcétera, perdida y disfrazada, como aliñada, en los puntos suspensivos.

Don Miguel, que devuelve la razón a su personaje para que muera como un hombre discreto, le entrega también la mala conciencia, el sentimiento de culpa del que se ha sabido iniciador de gastrónomos en agraz y ensanchador de mentes culinarias obtusas. El ingenioso hidalgo se horroriza cuando ve a los pies de su cama a su alter ego y Sancho, convertido en gastrónomo loco, no se resigna y le conmina con una cierta violencia a que se levante; el escudero le dice de malos modos al caballero que se deje de pamplinas y retorne a la acción de la culinaria activa, le insta a que no se deje morir de inanición, a que resista, coma a dos carrillos, llene la andorga y vuelva a los campos de la fantasía disfrazado de pastor y cantor de églogas.

LA LOCURA DEL GASTRÓNOMO. Don Alonso Quijano el Bueno mira a Sancho con el horror de los sensatos, con la fascinación con que observan los cuerdos la locura ajena y le dice, ay, que en los nidos de antaño, Sancho amigo, no hay pájaros hogaño. Se confiesa más tarde el moribundo delante de su víctima, la observa con afecto y hace la relación de sus pecados mirando de reojo a la sobrina, al ama y al bachiller Carrasco y duda, durante un instante, qué camino tomar. No sabe si quedarse a vivir eternamente en la literatura o irse para siempre, con los santos, las vírgenes y los justos, a la mediocridad del paraíso. Cuando muere y se mira en los ojos de Sancho tiene la certeza de que este continuará su deambular de figón en figón y de mesa en mesa, pues por su aire de turulato se adivina que le habita, para siempre, la locura de los gastrónomos.

jueves, 26 de enero de 2023

Chimichurri: el adobo, la salmuera y el hijo que tuvieron en la Pampa

(Un texto de Ana Vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 31 de octubre de 2020)

El chimichurri es una evolución de estos dos condimentos utilizados desde hace siglos para realzar el sabor de los asados.

[...] la historia del chimichurri, gloriosa salsita de la cocina del Cono Sur, merece bastante más atención que la que se le ha venido dispensando. Tan imprescindible en cualquier asado sudamericano como el bife, el churrasco o el chorizo criollo, ha sabido saltar océanos gracias a la deliciosa combinación de ajo, hierbas, vinagre, aceite y picante. Es ese último elemento el que delata si una salsa presentada como chimichurri es auténtica: el ají o chile es la pieza de origen americano que aporta esencia criolla a la mezcla y también el ingrediente que distingue a esta salsa de cualquier otra vinagreta o ajilimójili.

En nuestro anterior paseo por la etimología chimichurrera vimos que la palabra en sí no tiene más de 70 años, pero sin duda el condimento al que se refiere sí es mucho más antiguo. Cuando en 1950 el misionero francés Maurice Lelong publicó sus impresiones de viaje por Argentina ('En Patagonie et Terre de Feu') especificó que «chimichurri» era como llamaban en Buenos Aires a una salsa picante hecha de vinagre, pimienta, ají, ajo y perejil que se rociaba sobre la carne durante el asado y que él había probado en la Pampa. Allí comió cordero al palo y asado con cuero, dos de las modalidades más famosas del ritual asadero sudamericano y que, en parte, son fruto de la fusión de cocina indígena y española.

Quizás se acuerden de Florian Paucke, jesuita austríaco […]. A mediados del XVIII escribió una crónica de sus aventuras entre los indios mocovíes, al norte de Argentina, y gracias a él sabemos qué se comía en las misiones jesuíticas del Paraguay. Entre otras cosas, mucha carne de vacuno asada al estilo nativo (ensartada en palos o tostada junto a la piel) y mucho ají cumbarí, un tipo de pimiento muy picante. Los gauchos, vaqueros de las llanuras ganaderas de Uruguay, Paraguay, Argentina, Brasil, Chile y Bolivia, unieron la tradición culinaria indígena y la europea adoptando como bandera gastronómica el asado autóctono con guiños hispano-criollos. Uno de ellos fue utilizar salmuera (sal y agua) para sazonar y enternecer la carne mientras se asaba. Desde tiempos inmemoriales se usaba en España (a ser posible con extras como ajo, cebolla o hierbas aromáticas) para mojar el cochinillo en el horno, por ejemplo, o para marinar la carne de caza.

Otra aportación de la cocina española a la pampera fue el adobo, método de sazonado y conservación que viajó con nosotros a Filipinas y América y que ya en el siglo XVII juntaba en un solo majado aceite, vinagre, vino, especias, ajo y hierbas. Aquí el pimentón se agregó a la fórmula bastante más tarde, pero en el Nuevo Mundo el pimiento estaba tan a mano que seguramente fue parte desde el principio de los adobos criollos.

Mezclando una cosa -salmuera líquida- con la otra -adobo pastoso- nos sale la que por ahora es la receta más antigua de chimichurri que he encontrado, incluida en el libro 'Especialidades de la cocina criolla' (Buenos Aires, 1958) y que consiste básicamente en una salmuera mezclada con ají molido, orégano, ajos machacados, laurel, vinagre y aceite.

Todo esto se metía en una botella con el tapón perforado, se dejaba macerar un día y se usaba para «rociar los asados durante la cocción o bien servirlo como salsa para acompañar distintas carnes». ‘Habemus chimichurriam’. Antes de llamarse así también se conoció como moje, mejunje o ajíx, nombre con el que cruzó el charco en la maleta de los indianos y que denominó inicialmente a la salsa con la que se regaron los primeros corderos a la estaca en Asturias.

Si la americanísima técnica del asado al palo ha sido capaz de convertirse en parte de nuestro patrimonio culinario (ahí están la estaca asturiana y el burduntzi vasco, ambos de inspiración criolla), su peculiar aliño está igual de repartido por el mundo. Sirva como prueba de que el chimichurri es tan uruguayo como argentino que el cocinero de un presidente de Uruguay publicó una de las fórmulas más antiguas que existen del hijo pampero del adobo y la salmuera.

Pascal, chef al servicio del mandatario charrúa Julio Herrera y Obes, incluyó en la tercera edición de su recetario 'El consultor culinario' (Montevideo, 1906) una «salmuera criolla para los asados al asador» que de chimichurri tenía todo menos el nombre: "Se pone a hervir un litro de agua con 250 gramos de sal gruesa, 100 gramos de pimienta en granos, 20 clavos de olor, laurel y diez hojas de tomillo. Una vez desleída la sal se saca y se deja enfriar, después se agrega medio litro de agua, medio litro de vinagre y seis dientes de ajo machacados; se deja todo bien tapado dos días. Después se cuela y se pone en una botella para servirse de la salmuera cuando se necesita".

Lo mejor es que según el mismo Pascal, esta receta la había conocido a través de un sargento argentino apellidado Rodríguez "cuyo padre era el encargado de preparar los asados para don Juan Manuel de Rosas". Vamos de presidente a presidente, ya que Juan Manuel Ortiz de Rozas (1793-1877) fue gobernador de Buenos Aires y caudillo de la Confederación Argentina. Dos países, dos gobernantes y una misma salsa.

lunes, 23 de enero de 2023

Del zurriburri al chimichurri

(Un texto de Ana Vega Perez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 24 de octubre de 2020)

La icónica salsa sudamericana es una de las recetas con mayor número de leyendas, mitos y referencias absurdas.

[…] Les pongo en situación: por razones que no vienen al caso un día se me metió entre ceja y ceja hacer chimichurri casero para acompañar un asado. Impepinablemente aquello me llevó a preguntarme de dónde vendría una palabra tan peculiar, así que móvil en mano y delante del fogón entré en el buscador para calmar el prurito histórico.

Hablamos de una de las salsas más conocidas del mundo, icono gastronómico de países como Argentina, Uruguay o Paraguay. Me esperaba un torrente infinito de información chimichurrera. El algoritmo de Google me marcó, como tantas veces, el camino de la Wikipedia. Aunque no suela ser la fuente más fiable sí que es la más popular y también la que suelen consultar más usuarios, así que me dije «por qué no». Craso error. O maravilloso acierto, según se mire. Porque los datos que aparecieron en aquel momento ante mis ojos eran tan locos, tan hilarantes, que no podían ser ciertos. De hecho ni siquiera los propios editores de Wikipedia daban ni un duro por ellos y lo que habían hecho era, básicamente, dar espacio a varias teorías acerca del origen etimológico de 'chimichurri', a cada cual más absurda que la anterior.

Juzguen ustedes mismos, por si no me creen: la primera de estas teorías decía que el término proviene de los británicos que fueron hechos prisioneros tras las invasiones inglesas a las colonias del Río de la Plata a principios del siglo XIX. Se supone que estos súbditos de su graciosa Majestad «solicitaban condimento para sus comidas usando una expresión compuesta por vocablos locales, castellanos e ingleses» como chemicurry. «¡Ché, mi curry!». Les juro que esto es completamente verídico. Desde entonces el texto en cuestión ha sido editado varias veces (luego les diré la razón), pero se pueden ver los cambios en el historial de Wikipedia.

Como si lo del 'ché mi curry' devenido en 'chimichurri' fuera poco, venían otras dos hipótesis sobre el aparentemente misteriosísimo y hermético origen de esta salsa.

Agárrense que vienen curvas: la segunda teoría alegaba que –según un supuesto artículo del diario 'La Nación' de Buenos Aires– había existido un inmigrante irlandés llamado James McCurry (o Cherry), quien ante la imposibilidad de conseguir salsa Worcestershire en Argentina había elaborado la suya propia. La sabrosa mezcla resultante se haría conocida por el diminutivo de su inventor, Jimmy, y de ahí 'yimi churri'. O algo así, porque no crean que se explicaba más.

Rizando el rizo de la fantasía se llegaba a la última teoría, una fantasía en colores fosforitos que defendía que el auténtico origen del término había que «buscarlo en el País Vasco, pues chimichurri provendría de tximitxurri, que en euskera significa revoltijo o mezcla».

Lo mejor es que esta información estaba sacada de un texto publicado por la Academia Argentina de Gastronomía, mientras que lo peor y más gracioso del asunto es que por supuesto en euskera no existe la palabra tximitxurri. Tampoco existe en la cocina vasca esa salsa protoeuskotximitxurrera que, según consideran la academia argentina y santa Wikipedia, se hace aquí a base de «ajo y perejil junto con otras hierbas aromáticas, chile rojo, pimienta de cayena, tomillo y romero».

Yo no daba crédito. Me quedé estupefacta ante aquellas paparruchadas. ¿Cómo podía ser que se supiera tan poco de una receta tan famosa? Encontré la luz al final del túnel gracias a Mario Aiscurri, autor del blog argentino 'El recopilador de sabores entrañables'. En 2017 había escrito un interesante reportaje sobre lo poco que de cierto se sabe acerca del chimichurri y sus orígenes como palabra y como salsa, así que me puse en contacto con él. Con el Atlántico de por medio puedo hoy por fin contarles los procelosos secretos del chimichurri. Por ejemplo, que aunque hasta ahora la primera referencia escrita fuera de 1967, ahora la hemos podido retrotraer al menos hasta 1952. No parece mucho, lo sé, pero menos da un 'chemicurry'.

También es posible, aunque a mí me pareciera absurdo, que 'chimichurri' esté etimológicamente relacionado con el euskera. De manera bastante lejana y después de pasar varias veces por el teléfono descacharrado, el nombre actual de esta salsa quizás provenga del antiguo y casi olvidado término castellano 'churriburri' o 'zurriburri'.

Nuestra RAE los recoge en su diccionario con la acepción de «barullo o confusión», «sujeto vil, despreciable y de muy baja esfera» o «conjunto de personas de la ínfima plebe». Zurriburri es un préstamo del vasco 'zurrumurru' (murmullo, rumor) y 'zurruburru' (confusión, barullo, desorden), y muy probablemente al otro lado del océano se transformó fonéticamente en 'chimichurria' y 'chimichurre', vocablos del lunfardo (jerga popular de Buenos Aires) que ya en el siglo XIX servían para calificar a una cosa o persona como de poco valor o importancia. Vil, ínfimo; igual que el zurriburri de la RAE.

El primer asidero serio que tenemos es de 1952 y apareció en la novela 'Morir con las botas puestas' del escritor argentino Gustavo Adolfo Martínez Zuviría (18831962). Para entonces la 'chimichurria' era un «mejunje de especias picantes con que los criollos gustan adobar la carne asada», un aliño a base de salmuera, ají molido, hierbas y vinagre que anteriormente había sido conocido con otros nombres. De ellos y de la conexión hispana del ya no tan misterioso chimichurri seguiremos hablando pronto.

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