domingo, 29 de enero de 2017

Las granadas son para el otoño

(Un texto de F. Abad Alegría en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 26 de noviembre de 2016)

"Son tus mejillas mitades de granada, a través de tu velo (4,3 y 5,7). Tu plantel es un vergel de granados, de frutales los más exquisitos (4, 13). Veremos…si florecen los granados, y allí te daré mis amores (7, 13)".

Así emplea la granada el Cantar de los Cantares de la Biblia para expresar la desmesura amorosa de dos jóvenes esposos, llena de pasión y alegría sensorial, que los exégetas asumen como expresión del amor de Cristo por su Iglesia; la granada, que desde la antigüedad mesopotámica representa al tiempo la fecundidad y la riqueza, está perfectamente traída al libro bíblico.

La granada (Púnica granatum) es el fruto de un pequeño árbol, cuya existencia está acreditada de antiguo; Homero la cita dos veces en la Odisea, aunque su cultivo ya está presente antes del siglo IX a. C. Se encuentra asilvestrada, subespontánea, en todo el Medio Oriente y parte de la cuenca mediterránea y su difusión por el Mare Nostrum se debe a fenicios y griegos, lo que le valió la denominación de "mala púnica", es decir, manzana púnica. Su cultivo en la Península Ibérica se da en la mitad sur ya desde el siglo V a. C. y fue tan relevante que se encuentra representada en numerosas vasijas y relieves íberos.

La reintroducción ya masiva se debe a los invasores bereberes de la primera oleada de las invasiones musulmanas, verosímilmente por causa de las virtudes medicinales y sensoriales que se atribuyen a la fruta. También es la fruta simbólica judía propia del año nuevo (rosh hasaná) como símbolo de prosperidad y fecundidad. Es curioso que en la zona de Braganza, especialmente Santulhao, en el noreste de Portugal, lugar de refugio de numerosas familias criptojudías en tiempo de las expulsiones del siglo XV, siga elaborándose tradicionalmente el licor de romá brava.

Aunque ahora no se hace mucha distinción de tipos de granada, además de las distintas razas del fruto, se distinguen desde antiguo dos subtipos y tres variedades. Por una parte, las que tienen una semilla central dura en cada grano y las que no la tienen ('apýrenos', en griego) y por otra las dulces, agridulces y ácidas, que tienen interés no solo por sus diferentes cualidades aromáticas y de sabor, que se aplican en diferentes recetas culinarias, sino su empleo tradicional en distintos usos médicos, acreditados por el médico andalusí Avenzoar (siglo XII)  y el médico del emperador Carlos I, Luis Lobera (siglo XVI).

La granada tiene acción digestiva, relajante y hasta mitigadora de la sed. Recientemente se ha producido una explosión de empleo de extractos de granada por las supuestas propiedades antioxidantes y quizá una cierta acción preventiva sobre el cáncer de próstata, que aún está por demostrar.

La forma más simple de degustar la granada es tomar sus granos, generalmente como postre o incluidos en una presentación de aperitivos o la ensalada con escarola. Hay una forma sencilla de obtener los granos: la granada se parte transversalmente en dos mitades, se toma separando bien los dedos y se golpea por la piel con un cazo sopero pesado, de modo que los granos saltarán, limpios, entre los dedos, cayendo a la fuente donde se recogen.

Esos granos servirán también para aderezar platos clásicos, algunos de notable antigüedad. Por ejemplo la 'myma' griega, de la que hay testimonio desde el siglo V antes de Cristo, que es carne asada picada en trozos muy pequeños, aliñada con queso fresco, aceite, vinagre, hierbas aromáticas y abundantes granos de granada recién abierta; o la ginestada de Ruperto de Nola (siglo XVI) que es una especie de gacha densa de harina de arroz en leche de cabra, oveja o almendras, con añadido de piñones, avellanas, azúcar, dátiles picados y muchos granos de granada, además de la inevitable canela; o el gigote frío de conejo de Martínez Montiño (siglo XVII), que es un plato de ensalada de diversas hierbas, alternada con montoncitos de carne de conejo cocida, deshuesada y picada, que se adereza con olivas, ruedas de limón y cidra confitada, con el concurso de abundantes granos de granada y finalmente se embalsama con una vinagreta convencional.

Salsas
Es en este campo en el que sobresale el empleo de la granada; su adición como ingrediente apreciado ('rumman') de muchas salsas innominadas es frecuente en la cocina andalusí de los siglos XI a XIV. Pero tiene precedentes, por ejemplo, en el 'hypotrimma bárbaro', que es una salsa griega citada ya en el siglo IV antes de Cristo, elaborada con puerros, berros y abundantes granos de granada. El ya citado cocinero real aragonés Ruperto de Nola recoge dos salsas de granada. La de granadas agrias para aves asadas, que se hace con zumo de granadas agrias, en el que se cuece un picado de yemas de huevo cocidas con higadillo de ave asado y azúcar, dejando que espese con la prolongada cocción.

La segunda es la salsa camellina, que se hace con leche de almendras confeccionada con caldo de gallina, a la que se añade zumo de granadas agrias, azúcar, clavo, canela, jengibre, vinagre y azúcar, dejando espesar el conjunto y corrigiendo al cabo con algo de caldo grasiento de gallina. El también cocinero real Martínez Montiño (1611) prepara una deliciosa salsa (que he hecho y disfrutado) para el capón asado, cociendo zumo de granadas con un poco de vino tinto, canela, clavo y azúcar y dejando hervir todo hasta espesar.

A mediados del siglo XVIII, nuestro Altamiras confecciona una salsa para el carnero guisado, en la que emplea granadas cocidas enteras, que luego se exprimen, vertiendo el caldo sobre el carnero que se ha estofado con tocino, adicionado con una picada aragonesa clásica de avellanas, ajos y especias, dejando que todo goce junto unos minutos a hervor suave. Unos lustros más tarde, el cocinero navarro, también fraile, Salsete recoge la fórmula de la salsa de frutas agrias, que se confecciona con zumo de granadas agrias, guindas y moras, añadiendo algo de caldo de carne y azúcar o miel y dejando que espese todo al fuego.

Bebidas
El zumo de granada obtenido por prensado y posterior filtrado de los granos es la bebida más simple que nos puede dar este fruto. En comercios especializados en productos exóticos, puede obtenerse el zumo de granada concentrado del Líbano, que sirve para hacer el 'baba ganuj' (berenjenas asadas, picadas, salpimentadas y aderezadas con tahin, zumo concentrado de granada y miel, dando una pasta que se extiende sobre rebanadas de pan u hojas de cogollo de Tudela). Ruperto de Nola ya hacía este zumo, que mezclaba con almendras y piñones tostados y un poco de agua de rosas y guardaba para salsas.

El preparado más común es el jarabe de granadas, que en Francia se denomina granadina; ya se cita en el anónimo almohade que traduce el navarro Huici Miranda y su fórmula es idéntica a la de Martínez Montiño, cinco siglos posterior: zumo de granada filtrado, azúcar y lenta ebullición hasta obtener el jarabe.

Queda por mencionar el licor de granada, ya adelantado al hablar de su asociación con tradiciones cripto-judías del norte de Portugal. Puede hacerse con los granos de dos hermosas granadas bien maduras, apisonados con unos 150 gramos de azúcar y ralladura de la cáscara de un limón. Se deja todo en un frasco de vidrio bien cerrado durante un par de semanas y luego se añaden unos 300 cc de aguardiente de orujo, mezclando todo y conservando en lugar fresco y oscuro durante unos tres meses. Al cabo de ese tiempo, el licor se filtra y ya tenemos un producto raro y delicioso con el que asombrar a los invitados.

jueves, 26 de enero de 2017

Pularda, sedosa al tacto y gustosa al paladar

(Extraído de un texto de Alejandro Toquero del Heraldo de Aragón del 17 de diciembre de 2016)

[...] A propósito de pavos, pollos y gallinas, una de las 'versiones' menos conocidas –por lo menos en el ámbito doméstico, aunque no tanto en la restauración– es la pularda. Así, de entrada, cuesta ubicar a este ave. Incluso hay hosteleros que la confunden con la pitada o gallina de Guinea, resistente y rústica, todo lo contrario que nuestra protagonista, que se cría estabulada y se mueve poco.

Son los franceses quienes la tienen más asociada a su tradición culinaria. El término, de hecho, proviene del francés poularde, una especie gallinácea cuya peculiaridad reside en cómo se cría. La raza también importa y las más conocidas son la pota blava, la castellana negra y la bresse francesa. Es precisamente en la región de Bresse donde la pularda alcanza renombre internacional, mientras que en España su crianza y consumo están muy arraigados en Cataluña, Castilla y León y Asturias.

[...] se trata de una gallina joven, de 6 a 8 meses, inmadura sexualmente, "a la que se le anula la capacidad de poner huevos para eliminar el esfuerzo físico y el estrés que supone para el animal". Además, se procura que los ejemplares no se muevan mucho y que estén en un ambiente de semioscuridad. Esa energía que no gastan se transforma en masa muscular y materia grasa.

[Pedro Martín, jefe de cocina del restaurante El Foro] comenta que hay pulardas que "tienen poco sitio para moverse, mientras que a otras se les deja algo más de libertad; las primeras poseen una carne blanquecina y más grasa acumulada bajo la piel y la de las otras es más sonrosada y la grasa está infiltrada en el músculo". A él le gustan estas últimas. Además, ofrece alguna pincelada sobre su peculiar alimentación: "Prácticamente el 80% de lo que comen son cereales, además de legumbres y, como curiosidad, derivados lácteos vegetales".

Joaquín Velasco también apuesta por la pularda con la carne algo más rojiza y la grasa bien infiltrada. "Lo que no hay que olvidar en ningún caso –prosigue– es que es una gallina joven cuya singular alimentación y cría dan como resultado un producto de excepcional calidad". Explica que ofrece "unos aromas muy agradables; al tacto es muy tersa y su sabor resulta exquisito".

"Se nota rápido la diferencia respecto a un pollo campero y no digamos ya frente a uno normal", explica el cocinero del Foro. "Al tacto es sedosa y en el paladar muy gustosa; si la comparásemos con un jamón sería como uno ibérico por la grasa infiltrada que tiene". Esta característica le permite trabajarla en dos cocciones. Primero rellenándola, envasándola al vacío y confitando durante 12 horas a baja temperatura y, luego, rustiendo en el horno para dar el punto final del asado.

[...]

En cuanto a la salsas, asegura que "una de foie, de boletus o de Oporto le pueden ir muy bien, aunque he optado por una de trufa con puré de parmentier de hongos". En cualquier caso, lo que no hay que hacer es añadir más grasa, ya que con la que tiene es suficiente.

Lo más complicado a la hora de trabajar la pularda es deshuesarla bien. [...]

Por otra parte, conseguir un buen asado con un horno tradicional no es demasiado complicado. Pedro Antonio Martín ofrece algunos consejos e insiste en la importancia de deshuesar bien el ave, una tarea en la que el pollero o el carnicero nos pueden echar una mano.

Para el relleno, recomienda una farsa con el 80% de carne de ternera y el 20% de cerdo, un poco de miga de pan y huevo para hacer la masa, pasas, un chorrito de brandy, huevo duro y unas zanahorias. De esta forma, al hacer el corte cuando la pieza esté asada, la rodaja quedará muy bonita en el plato.
El relleno hay que envolverlo bien, atarlo con una cuerda de cocina y meterlo al horno a 90 o 100 grados durante cuatro horas. "Cada media hora se le da la vuelta y se risola, es decir, se echa por encima un poco de vino y de su propio jugo para que no se reseque".

Transcurrido este tiempo, la pularda ya casi está lista. Tan solo faltará el último golpe de horno (200 grados) durante 10 minutos para que la piel quede crujiente, "eso sí, sin olvidarnos de risolar para que no se desprenda", recomienda el cocinero del Foro. Y finalmente, claro, trinchar la pularda, "algo que podemos hacer como los americanos, en la mesa, y con un buen cuchillo".

Para culminar esta receta faltaría un detalle: la salsa. Pedro Martín apuesta por una de castañas. Él quita primero la piel de fuera y luego, la fina, con un ligero escaldado. A continuación, asa las castañas en el horno. Hace un fondo de cebolla y puerro, añade los frutos secos y nata, lo deja rehogar un rato y lo tritura todo. Como quedará una pasta muy espesa, se puede poner un poco de caldo preparado con las cáscaras de la pularda, y ya estará lista.

También asegura que a este asado le va bien una salsa de ciruelas o de granada con un punto agridulce. Y para los más atrevidos, de cerveza con una mermelada de frambuesa, combinando amargor y dulzor.

[...]

lunes, 23 de enero de 2017

Angulas y gulas: tan parecidas pero a la vez tan diferentes



(Un texto de Alejandro Toquero en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 6 de diciembre de 2014)

En el nombre y en la apariencia son dos productos muy parecidos, pero lo cierto es que a la hora de degustarlos no hay comparación posible.

Las angulas forman parte de ese reducido grupo de productos rodeados de un halo de secretismo, lujo y exclusividad. Dicen quienes están dispuestos a pagar entre 80 y 90 euros por una cazuela de 100 gramos de angulas a la bilbaína que no hay sensación parecida a la de su degustación: esa textura entre resbalosa y crujiente; los sabores y aromas que aporta la compañía del ajo, la guindilla y el aceite bien caliente; el ritual de remover en la cazuela los preciados alevines y, finalmente, esa sensación de acercar el tenedor de madera a la boca con el primer y más apreciado bocado.

Para quienes conocen bien su textura, aroma y sabor, plantear siquiera el ejercicio de compararla con la gula supone una broma de mal gusto, algo fuera de contexto que no tiene razón de ser. Lo cierto, en cualquier caso, es que esta última nació como sustituto natural de la primera.

Fue a principios de los años 80 cuando Angulas Aguinaga vio caer drásticamente las capturas –solo consiguió comercializar un 10% del volumen habitual– y se decidió a buscar una alternativa de negocio. En 1991 se produjo el lanzamiento de La Gula del Norte, un sucedáneo a base de surimi cuyo consumo no ha dejado de crecer y de popularizarse. Y es que al final, como asegura Vicente Arratíbel, propietario de Mariscos Orio, "para conseguir las gulas no hace falta más que encender la máquina y hacerlas como si fueran chorizos". Vicente tiene muy claro que son productos totalmente diferentes y que no se puede hablar de que uno y otro sean competencia.

De entrada, la primera y principal diferencia es que en el caso de las angulas "dependes de que haya o no". Ahora es el momento bueno de la temporada, de octubre a abril. "Nacen en el mar de los Sargazos –explica Joaquín Ayora, socio de Vicente–, en una zona de alta salinidad donde mueren las madres y en ese momento las crías inician un largo viaje de tres o cuatro años que a unas las lleva a Estados Unidos y a otras a Europa".

Cuando llegan a la costa, su particular GPS las guía de noche por las rías, y si consiguen pasar a los ríos que son su última morada, se transforman finalmente en anguilas.

Bastantes llegan a su destino, pero muchas más se quedan en las redes de los pescadores que a oscuras, con sus linternas, buscan el preciado manjar. Vicente comenta que "es el único alevín cuya captura está permitida, aunque las licencias se están limitando mucho". Además de este método tradicional de pesca, explica que ahora también se emplean barcos con redes laterales que utilizan la técnica de arrastre.

Eso sí, prosigue, lo que es un misterio es la ría elegida como último destino. "Lo mismo en una época llegan a la costa francesa que se acercan al País Vasco o a Asturias, no tienen una ruta fija". Así que hay que estar al acecho. De momento, el mercado parece que no está desabastecido porque su precio está estabilizado entre 400 y 500 euros el kilo. "Puede que en los días previos a la Navidad suba 30 o 40 euros, pero para un producto de estas características esa oscilación apenas es relevante", asegura Joaquín Ayora.

Él mismo recuerda cómo en 2008 llegaron a estar a 1.000 euros y ha habido otros momentos en los que también se han producido algunos picos, "pero no motivados por la escasez de capturas sino porque los japoneses se las llevan para criar y consumir como anguilas".

Tratamiento
Desde Galicia al País Vasco, Vicente Arratíbel conoce bien a los almaceneros que trabajan las angulas y el proceso que se sigue con ellas. "Una vez que se capturan se mantienen en viveros, se pasan de agua salada a dulce y van cambiando de color; cuando se pescan son blancas, casi transparentes, y en apenas unas semanas el lomo se pone negro", asegura. A su juicio, esta última es más apreciada. Pero para gustos, los colores. En Asturias, por ejemplo, pagan más las blancas, mientras que en Madrid las prefieren negras.

También resulta curioso el ritual de su sacrificio. Los socios de Mariscos Orio explican que las angulas se matan con una infusión de tabaco para que regurgiten las mucosidades y desprendan la babilla que las rodea. Una vez realizada la infusión se deja enfriar, se cuela el tabaco y se meten los alevines diez minutos. A continuación se enjuagan varias veces para limpiarlas bien y se cuecen en agua limpia con sal durante diez segundos. "Por último –concluye Vicente Arratíbel– se extienden en unas telas o arpilleras para secarlas y envasar para su comercialización".

En el plato
Así es como llegan a pescaderías como Mariscos Orio en Zaragoza, uno de los pocos establecimientos de la capital aragonesa que las comercializa durante todo el año y que, a su vez, las distribuye a cuatro o cinco restaurantes que las tienen en carta. Churrasco es uno de ellos. Su jefe de cocina, Luis Murcia, explica que "la mejor forma de disfrutar de este manjar es dándole todo el protagonismo a la angula, a la bilbaína o en una ensalada con un poco de escalora, sal, aceite y ajo".

En cualquier caso, también las ofrece acompañando a una merluza en salsa verde, tal y como refleja la receta que aparece en estas páginas, o formando parte de una ensalada de perdiz escabechada. A Luis le cuesta encontrar palabras para argumentar lo convencido que está de que "las angulas sí valen lo que se paga por ellas". "Es difícil de explicar –prosigue–, es un producto muy especial por su escasez; por el ritual que rodea su degustación; por las sensaciones que produce en el paladar y el aroma que desprende".

El jefe de cocina del restaurante El Foro, Pedro Antonio Martín, también tiene claro que es un buen producto pero, a su juicio, "no vale lo que se paga por él; el precio lo marca la escasez y la demanda, pero los hay bastante más exquisitos y mucho más baratos". Él solo trabaja las angulas previo encargo y también tiene muy claro que "cuanto menos se enmascaren, mucho mejor".

No sucede lo mismo con las gulas. "El surimi es un concentrado de pescado, que sobre todo incorpora abadejo y pez gato, además de almidón, clara de huevo, sal, aceite vegetal y proteína de soja", explica este cocinero. A partir de ahí, los hay de mayor y menor calidad dependiendo, sobre todo, de la presencia de otros pescados.

Surimi es una palabra de origen japonés que significa "músculo de pescado picado". Se trata de una técnica de conservación con 500 años de antigüedad en Oriente que consiste en extraer de los ejemplares recién capturados las partes más nutritivas. Para conseguir una buena calidad, lo fundamental es que transcurran pocas horas desde la pesca a la elaboración. Eso sí, a la hora de trabajar el surimi, Pedro Antonio Martín tiene muy claro que "hay que ayudarle un poco, al contrario que a la angula".

Entre la popularidad y la exclusividad, lo cierto es que gulas y angulas van a vestir muchas mesas navideñas siendo como son dos productos tan diferentes pero cuyo solo enunciado sugiere unos cuantos parecidos razonables.

El abadejo de Alaska, el más apreciado
Para la elaboración del surimi, el pescado se eviscera, se limpia bien de piel y espinas y se lava repetidas veces hasta eliminar toda la grasa. En principio, puede elaborarse con cualquiera y para los surimis de más calidad se necesitan cinco kilos para conseguir uno. La especie que más se utiliza es el abadejo de Alaska. Es el más apreciado por sus características nutricionales, de sostenibilidad y por la pureza de las aguas en las que se encentra. En cualquier caso, lo fundamental para obtener un surimi de alta calidad es que el pescado sea muy fresco y que se empleen las mejores partes del mismo.

sábado, 21 de enero de 2017

El Mediterráneo en salsera



(Un texto de Caius Apicius en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 10 de enero de 2015)

Antes de que la creatividad desbordante de los cocineros mediáticos acabase, o al menos lo intentase, con la cocina clásica, la cocina tradicional, solía decirse que donde se apreciaba la calidad de un cocinero era en sus salsas; una salsa, decíamos, es el alma de un guiso.

La teoría y práctica de las salsas era asignatura fundamental en el aprendizaje de todo chef que se preciase. Y, para empezar, debía dominar las que se llamaban salsas madres: desde una mahonesa a una española, pasando por bechameles, salsas de tomate, alemanas, holandesa...

Hoy vamos a fijarnos en una de esas salsas madre, aunque por la cantidad de derivados que han surgido de ella deberíamos llamarla "salsa abuela". Es simple de concepto, no tanto de ejecución y lo indudable es que se trata de una salsa absolutamente mediterránea, pues se basa en dos productos indispensables en esa cocina: aceite de oliva y ajo.

El aceite de oliva, que los griegos consideraron un regalo de la diosa Atenea y otras culturas le adjudicaron también origen divino, está presente en la cocina de toda la cuenca mediterránea. El olivo forma, con la vid y el trigo, la que hoy llamaríamos troika de plantas mediterráneas fundamentales.

Olivo, vid y trigo fueron emblemas de la civilización romana, que las llevó consigo hasta la máxima expansión de Roma; de hecho, esa expansión se detuvo allí donde fue imposible el cultivo de las tres plantas (el océano, los desiertos...) Pero al igual que los tres mosqueteros eran cuatro, la trilogía botánica del Mare Nostrum tenía su D'Artagnan: el ajo.

El ajo no despierta sentimientos unánimes en todo el mundo. Hay que reconocer su agresividad, que no gusta a todos. A los mediterráneos, en general, sí, y lo consideran un elemento imprescindible en la cocina. Hay que saber usarlo con tiento, desde luego: su rastro es indeleble durante mucho tiempo.

Aceite y ajo, o ajo y aceite, en catalán all i oli, que dio paso al castellano alioli. La idea es, ya decimos, sencillísima: se trata de ligar en el mortero ajo con aceite; el ajo se machaca, y se va añadiendo poco a poco, a hilo, el aceite de oliva necesario para ligar la salsa, ideal para muchos pescados y arroces marineros, entre otras cosas.

¿Problema? Que pese a su carácter de iconos de la cocina mediterránea, no es tan fácil conseguir que aceite y ajo se decidan a ligar por las buenas: suele requerir el uso de todas las dotes de convencimiento del ejecutor, es decir, que hay que trabajársela muy bien... y muchas veces acaba cortándose.

Por eso no es lo más habitual que le pongan a uno un alioli auténtico aunque la receta lo proclame así. Se suele domar. Y la forma más frecuente y fácil de hacerlo es añadir al binomio ajo-aceite una yema de huevo. Eso sí que liga con facilidad: el trío se entiende mucho mejor que la pareja. La salsa resultante es más untuosa, y hasta más atractiva a la vista.

Ésta sí que es una salsa madre. Su hija más conocida, la que llamamos mayonesa o mahonesa (se suele sostener que esta salsa nació en Mahón, en la isla de Menorca, en el siglo XVIII, cuando cambió varias veces de manos y fue española, inglesa, francesa, nuevamente inglesa y finalmente otra vez española).

Es posible que naciera en Menorca... como pudo haber nacido en cualquier rincón del Mediterráneo. Una mayonesa no es más que un alioli al que se ha añadido huevo para facilitar su ligazón y al que, en cierto e indeterminado momento, se le suprimió el ajo para contentar a todos los paladares.

Tan fácil como eso; pero, de una u otra forma, ahí está el origen de una de las salsas más populares de la civilización occidental. Puro Mediterráneo... apto para todos los paladares.

miércoles, 18 de enero de 2017

Cómo se implantó la patata en Aragón



(Un texto de Francisco Abad Alegría en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 10 de enero de 2015)

La humilde patata ha alimentado a generaciones de hambrientos mortales, su carencia ha producido migraciones que modificaron el perfil demográfico de Norteamérica y sigue siendo, desde su humildad, aliada de cocinas caseras y tentempiés modernos.

Introducida en la primera mitad del siglo XVI, va tomando fuerza como alimento primero en Francia y el Reino Unido, después en Alemania, Italia y España a partir del siglo XVII y por fin se generaliza a partir del primer tercio del siglo XIX.

Aragón recibió muy tardíamente la patata como alimento de amplia difusión. La cosa empezó en la privilegiada puerta española de las riquezas del Nuevo Mundo: Sevilla. Hay constancia de la utilización de patatas hacia 1576 en la alimentación de los enfermos del sevillano Hospital de la Sangre, aunque algunos autores dudan de que se hable de patatas o de patacas, los actuales tupinambos. Esto supondría que la patata llegó a España al filo de la segunda mitad del siglo XVI. Consta que el rey Felipe II envió como obsequio al Papa algunos tubérculos, quien a su vez donó unos ejemplares al embajador Philip of Sirry, gobernador de Mons.

En fin, en el medio siglo siguiente, por este conducto, la patata se hizo presente en Italia, Francia, el Reino Unido, Austria y Alemania. Antes de la segunda mitad el siglo XVII, es una desconocida planta alimentaria, como atestiguan las obras de Alonso de Herrera o Giacomo Castelvetro; ya introducida en Europa, es difundida en Francia por Parmentier en la segunda mitad del siglo XVIII. Nuestra protagonista hace su entrada en Aragón por vía gallega (el recorrido más largo desde Sevilla, lo que tiene su gracia).

El papel de los amigos del país
Algunos ilustrados españoles se agruparon en las Sociedades de Amigos del País para procurar la promoción y mejora de la población desde arriba, introduciendo nuevas formas de industria y agricultura. En el caso de la patata, se encuentran con una situación de hecho que van a aprovechar: el cultivo ya establecido de patatas en Galicia en el primer tercio del siglo XVIII, centrándose inicialmente en Lugo, por influjo de clérigos que vieron su utilidad en el norte de Portugal.

Con las hambrunas consecuentes a una enfermedad mortal de los castaños, las autoridades políticas y eclesiásticas impulsan el cultivo, de modo que en 1830 ya se anotan plantaciones muy amplias en todo el reino de Galicia.

En nuestra tierra, los Amigos del País, en estrecho contacto con sus colegas gallegos, logran introducirla hacia 1780 en la zona de Benabarre, Graus, La Puebla de Fantova, Arén, Villanova y Villafranca de Benasque, tierras húmedas y relativamente ácidas, óptimas para el cultivo. Jordán de Asso da noticia de la presencia en estas zonas del tubérculo, que denomina "triunfa", en 1789, pero su propio testimonio demuestra la escasez del cultivo, ya que no lo menciona en otros lugares de Aragón y además, cuando da las producciones agrarias del partido de Benabarre, ni siquiera cita la patata, evidenciando su escaso peso productivo.

Hay noticias de la introducción casi pionera de patata de origen irlandés y manchego en zonas de huerta del Prepirineo oscense, en 1786, por Pedro Pablo Pomar, con escaso éxito y abandono posterior. La introducción más amplia en Aragón fue protagonizada por el profesor Echeandía y el ilustrado Garay de Oca. Echeandía, boticario navarro, abrió el camino para la difusión de la patata en zonas meridionales de Aragón. Garay de Oca contribuyó decisivamente, junto con Echeandía, en momentos sucesivos y complementarios, a la implantación del cultivo de la patata. Consta la existencia de un escrito del rey Carlos IV agradeciendo públicamente tales esfuerzos como "benefactor de la patria". Fruto de los esfuerzos citados, fue la introducción de la patata en Cella, hacia 1785 o poco después; la patata que actualmente ha resurgido en Cella tiene poco que ver con el tipo y la extensión de su cultivo en las fechas que se mencionan.

En los valles Pirenaicos
En 1794, el comisario Francisco Zamora recorre el Alto Aragón con objeto de comprobar la situación de los lugares próximos a la frontera con Francia, con vistas a la prevención de un posible ataque de las tropas de la Convención de la República Francesa.

En su diario anota cuidadosamente todo tipo de datos y así sabemos que en el valle de Benasque hay patatas, que estas son abundantes en el valle de Gistain, así como en el valle de Bielsa, y que "el cura de Ceresuela, en el valle de Vío, está introduciendo su cultivo desde fechas recientes".

También sabemos que, posiblemente, los alemanes que explotaban la mina de cobalto de Gistain fueran responsables del notable desarrollo del cultivo en ese valle.

Por fin, hay que mencionar el influjo decisivo de los monjes trapenses franceses, expulsados por la Revolución Francesa, que se instalan en el monasterio de Santa Susana de Maella, donde implantan el cultivo y lo difunden a la población general.

Sin embargo, la patata como producto alimenticio no está muy asentada. Por ejemplo, el oficial Urcullu, prisionero en la Guerra de la Independencia por los franceses, y conducido a Francia, se queja de que en la prisión es alimentado con patatas, "como los cerdos". Pocos años después, Mariano de Rementería recoge como ya cristalizadas por el uso nada más que cinco recetas de cocina que incluyen patatas, sobre un total de 460 de su libro de cocina.

Por fin, el hambre consecuente a la Guerra de la Independencia hace que el Gobierno nacional promulgue en 1817 una Real Orden, urgiendo a los gobiernos locales y regionales a promover el cultivo de la patata, que a partir de entonces se expansiona por todo el territorio nacional incluido Aragón. A pesar de ello, el ilustre oscense D. Francisco Codera y Zaidín, arabista sobresaliente y divulgador agronómico, insiste en un opúsculo divulgativo sobre la utilidad y beneficios de la mayor difusión del cultivo de la patata. La tozudez de la evidencia y las necesidades de la población, acabaron por implantar de forma sólida el cultivo y consumo en nuestra tierra.

¿Por qué tardó tanto en difundirse su cultivo?
Un cultivo tan ventajoso tardó, como se ha visto, largos años en implantarse y consolidarse. El trabajo del profesor Mejide, que recoge datos de pleitos eclesiásticos sobre el diezmo en Galicia, da mucha luz. Al iniciarse el cultivo, tras las tempranas reticencias hacia un producto nuevo, los gallegos que tributan el diezmo parroquial de forma inflexible, como lo hacen en el resto de España, descubren que la ley canónica no contempla la patata (aunque habla del trigo, la cebada, el vino…) sencillamente porque la patata no se conocía en tiempo de su promulgación. Luego “si cultivo patatas, el beneficio es íntegro para mí, no tengo que diezmar”, se dice a sí mismo el rústico. ¡¡Si, si, con la Iglesia hemos topado!! Los abades de la parroquias gallegas se percatan de la jugada y reclaman su parte en el botín emprendiendo pleitos que al final dan la razón a los demandantes, sobre la base de “lo que no va en lágrimas, va en suspiros”; es decir, que si en lugar de centeno planto patatas, tributo por las patatas, por la producción, no por su especie. Así se entiende perfectamente cómo, solo ante la necesidad perentoria, el hambre, se extiende el cultivo de la patata; en Aragón las cosas fueron idénticas: sólo a un necio se le ocurriría trabajar más para tributar más y obtener a cambio el mismo fruto.
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