sábado, 31 de marzo de 2018

Sopas de menudillos

(Un texto de Francisco Abad Alegría en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 31 de enero de 2015)

Así, en plural. Si entendemos por menudillos los despojos, la pequeña casquería, es posible la confección con muchas combinaciones, según la matacía previa. Y la sopa es un modo de brodo o bodrio, cocido caldoso, en el que se integra todo tipo de menudencia.

José Vicente Lasierra ‘Javal’ citaba en fechas no muy lejanas la sopa de Aragón, que atribuye claramente a Martínez Montiño; su base es el hígado de ternera rallado, alegrado con queso también rallado. Personalmente, reconozco que en las no muy frecuentes incursiones hechas por establecimientos hosteleros, jamás he visto en la carta la famosa sopa, tan propia si asumimos la nomenclatura. Así que algo ocurre para que una receta tan directamente entroncada con nuestra identidad no se contemple desde hace muchos años: Lasierra hablaba de ella claramente en tiempo pasado y, contra su costumbre, no citaba de qué chef la obtuvo ni en qué establecimiento la tomó. Pero sí dice que es de Martínez Montiño, remitiéndose nada menos que a 1611, lo que ya es una desmesura para un plato actual que no lo es. Pero la pista es, como todo lo de Javal, muy interesante.

En efecto, Martínez Montiño recoge la fórmula de la "sopa de Aragón", explicando que se hace con hígado de ternera cocido, rallado y sumado a una cantidad equivalente de queso curado también rallado; la mezcla se salpimenta y cuece en caldo de la olla durante un buen rato; luego se escudilla sobre sopas finas de pan y se cubre la superficie con un poco de manteca y más queso rallado, tostando la superficie en horno. Dice don Francisco que "esta sopa viene á ser, poco mas ò menos, que morteruelo".

Pero el auténtico antecedente, unos 90 años anterior, es el potaje denominado ‘freixurate’ que trae en su libro Ruperto de Nola (siglo XVI). Emplea maese Rubert asaduras y menudos de cabrito o cordero cocidos, que luego pica finamente y sofríe con tocino y cebolla, para posteriormente recocer con hígado de los mismos animales asado y rallado, engordando el conjunto con una picada de almendras tostadas con pan mojado en vinagre. Cocido todo y convenientemente especiado, se baten dentro unos huevos fuera del fuego, para espesar, y se deja de modo que el resultado "sepa un poco a vinagre". El mismo autor cita la "salsa cocida", que es una fórmula similar hecha sin asaduras y con hígado de carnero o gallina. Como se ve, mínimas variantes de la sopa aragonesa, acuñadas sin tan regional título.

Mas nuestro Altamiras recoge, ya sin apelativo localista, una "sopa común" que no es otra cosa que la sopa aragonesa levemente adaptada. Enumera hígado de carnero cocido y rallado, con una parte equivalente también rallada de queso curado; la mezcla se dispone sobre sopas de pan tostadas, se especia, se enriquece con una picada de avellanas con un poco de caldo de la olla y se ahoga todo con caldo de la olla, poniendo el conjunto en horno para que se haga una costra en la superficie. Estamos en 1745 y la sopa aragonesa ya no es tal, sino sopa "común".

Evolución posterior

Y es que la sopa de menudillos ya se ha hecho común, es popular y recurso alimenticio a la par económico y sabroso. Berchoux, en su recopilación versificada de la cocina diaria (1820), habla de la "sopa con menudillos" en el canto segundo, primer servicio, como uno de los placeres de la mesa, explicándola en enfáticos términos: "Ya la sopa presentan en la mesa, / de excelente comida anuncio cierto, / dorada, sustanciosa, ¡oh, cuál exhala / el olor de la vaca y de torreznos! / Jugo de vegetales es su caldo, / y de gallina menudillos tiernos…"

Está claro que la sopa se ha popularizado a partir de precedentes cortesanos. En 1913, la condesa de Pardo Bazán recoge la receta en su ‘Cocina española antigua’, diciendo que se hace con los menudillos de gallina picados y fritos en manteca, junto con los huevecillos sin clara que el pobre animal albergaba en su interior, añadiendo después caldo de sustancia y cociendo todo conjuntamente, y espesando después con algo de arroz o pan tostado. Ángel Muro, en su ‘Practicón’, unos años antes (1893), emplea literalmente las mismas expresiones que doña Emilia, de modo que con el cruce de años en un estrecho margen, no se sabe quién copió a quién la descripción de la receta.

La sopa de menudillos es acunada en la Comunidad valenciana, como "sopa cubierta", que es la clásica de menudillos, para ocasiones festivas, hecha con caldo de pollo o pavo, menudos de pollo o gallina salteados y huevos duros troceados, espesando después fuera del fuego con yemas de huevo batidas y escudillando sobre sopas finas de pan tostado.

Con estos precedentes, cabría pensar que la fórmula se perpetúa en las cocinas populares españolas, pero no es así. Revisando algunos de los tratados de cocina para recién casadas, nos encontramos con que las descripciones historicistas de Muro y Pardo Bazán no parecen usos dignos de ser plasmados en papel para un tiempo de restos de afrancesamiento culinario, desde la segunda mitad del siglo XIX. En los tratados de Rementería, Giménez Fornesa, los anónimos ‘Novísimo manual práctico de cocina’ y la ‘Cocina moderna’ y el libro de Alonso-Duro, la sopa de menudillos ni se menciona.

Variantes regionales

En Aragón tenemos una versión de sopa de menudillos que reproduce lo esencial de las sopas de menudos clásicas: la sopa de Binéfar. Dice Javal que hay que preparar en primer lugar un sustancioso caldo de gallina, con jarrete de jamón, hueso de vaca y hortalizas, azafranando al final; después se incorporan higadillos de pollo fritos en manteca y machacados en almirez con ajo y perejil y unir este majado con trocitos de la gallina y el jamón cocidos para confeccionar el caldo y algún huevo duro finamente picado. La ‘sopa baztanesa’ navarra es algo un poco más duro, ya que parte de cabezas de oveja cocidas junto con los menudos del mismo animal, con hortalizas y abundantes guindillas; el caldo resultante, algo grasiento, se vierte sobre sopas de pan tostado, tras colorear con un poco de azafrán. En este caso, los menudos van a prestar básicamente la enjundia y el sabor y no van a ser tropezones.

Una fórmula personal

Mi fórmula para este tipo de sopas.

En primer lugar tomo un pollo hermoso y le quito las alas, las patas, las pechugas y los muslos. El esqueleto que queda se trocea un poco y se cuece junto con un buen puerro, media zanahoria y cuatro mollejas de pollo. Obtenido el caldo, se cuela y enfría para poder retirar la grasa sobrenadante ya solidificada. Aparte se fríen un par de higadillos de pollo, que se trocean finamente con lo más limpio de las mollejas y unos trocitos de la carne de pollo adherida al esqueleto.

Se hace una fina tortilla de huevo que luego se trocea.

Todo lo picado se cuece suavemente en el caldo ya desgrasado y rectificado de sal y se pone encima en lugar de perejil unos granos de alga wakame desecada, que da un matiz muy suave y además alegra con su color verde brillante. 

miércoles, 28 de marzo de 2018

Gastronomía de Semana Santa; con todas las bendiciones

(Un texto de Ana Marcos en la revista Tiempo del 7 de abril de 2017)

El potaje de vigilia, los buñuelos de bacalao, la caldeirada de pescado o las torrijas forman parte del rico abanico gastronómico de Semana Santa. Y para el Domingo de Resurrección, huevos y monas de Pascua.

Los guisos consistentes, mucho azúcar... y veto a la carne. En estos tres puntos se resume la gastronomía de vigilia y Semana Santa, cuyas limitaciones o prohibiciones dieron lugar a un rico recetario tradicional que ha llegado hasta nuestros días. El pescado no es pecado... pero la carne sí. Esta norma, dictada por la Iglesia católica para los viernes de Cuaresma (los cuarenta días, el mismo periodo que Jesucristo pasó en el desierto según la Biblia) y por supuesto de Semana Santa, ha dado lugar a ríos de tinta y numerosas anécdotas.

La abstinencia forzada hacía exclamar a los monjes de un monasterio portugués: “Ved, hermanos, qué pescados más extraños lleva hoy el cauce...”. Cerdos y vacas aparecían flotando en el río después de que los clérigos maliciosamente hubieran “enriquecido” la corriente. Durante mucho tiempo se discutió si las ranas o los caracoles eran carne o pescado, y el chocolate fue sospechoso durante mucho tiempo; lo mismo ocurrió con la trufa negra (Tuber melanosporm), hoy una exclusiva delicia catalogada como hongo.

El mismo Leonardo da Vinci, en su atribuido libro Notas de cocina, relata cómo el papa Borgia comía livianamente en público para luego acudir a sus habitaciones y atiborrarse de codornices. También ha habido sorpresas como que en el año 817 el hijo de Carlomagno, Ludovico Pío, dictaminó que los capones no eran carne o que, a principios del siglo XX, Ignacio Domenech en su libro Ayunos y abstinencias (1914) afirmara que “el caldo Knorr puede usarse en días de abstinencia, porque no consta que sea hecho de carne”.

La joya de los guisos

Para practicantes y no practicantes, el potaje de vigilia es el rey entre los platos salados. Garbanzos, bacalao, espinacas y huevo duro: un guiso sumamente popular cuyo nombre deriva del “potage” francés, con carnes y legumbres, y que, en nuestro país, se utiliza para designar un caldo al que se le añaden pequeñas porciones de alimentos sólidos. Pero solo en estas fechas se le añade la coletilla “de vigilia”, a degustar especialmente el Viernes Santo. Y que no falte el refrito de pimentón por encima... ni, por supuesto, el bacalao. Este pescado, bien como ingrediente del potaje o bien en solitario, merece un capítulo aparte como materia prima característica de estas fechas. Soldaditos de Pavía, tan madrileños, para enriquecer la porrusalda, al pil-pil, a la vizcaína o el típico bacalao con tomate del Sur, hacen las delicias de los gourmets. El pescado era distribuido y vendido por los arrieros en el interior de la península, una vez preparado en salazón para evitar su deterioro. Rico en proteínas, resultaba accesible para todos aquellos que, por falta de medios económicos, no se podían permitir pagar la bula que libraba de la prohibición de comer carne. Ahora, por su precio, resulta todo un lujo. Vivir para ver.

Además del potaje, otras preparaciones características de esta época son el bacalao ajoarriero y los buñuelos de bacalao, típicamente manchegos, las patatas a la importancia o el congrio en salsa y las sopas de ajo. La caldeirada de pescados es popular en pueblos de costa, junto a la zurrukutuna, un guiso vasco de patatas y huevo en el que también se agrega bacalao. Y en Galicia no falta la empanada de este pescado con pasas y espinacas. Todos ellos sin aporte cárnico alguno: una sabrosa manera de cumplir las reglas...

Con mucho azúcar

Pero la Semana Santa tiene un sabor indiscutiblemente goloso. Son característicos de estas fechas todos los dulces englobados bajo el nombre “frutos de sartén”, denominados así porque se fríen en aceite. Entre todos ellos, destacan las torrijas, como un postre típico de Andalucía que se extendería con el tiempo a otras comarcas. Su origen es incierto y, mientras algunos autores le atribuyen una clara ascendencia árabe, otros estudiosos afirman que tiene un origen palaciego. Las hay borrachas  –bañadas en vino, más extendidas en medios rurales–, o de leche, pero no falta el almíbar con el que se riegan una vez hechas ni un toque de canela en polvo. 

Flores u hojuelas

La Semana Santa también es época de bartolillos –empanadillas de fina masa rellenas de crema y fritas, típicas de Madrid–, y las flores u hojuelas, un clásico de La Mancha y amplias zonas de Andalucía, para cuya elaboración se requiere un molde especial que da al frito su característica forma vegetal. También los pestiños, gorros y orejuelas, hechos de la misma pasta aunque con diversas formas y bañados en miel. En Barbastro se celebra la fiesta del crespillo, un dulce rebozado y frito cuya base es la fina hoja de borraja.

La mona de Pascua –típica de Cataluña, Levante y Murcia–, cuenta también con una gran tradición. Un dulce que suele comerse acompañado de chocolate, huevo duro y longaniza y que simboliza el final de la Semana Santa. Hay una gran diversidad de monas. En un principio era una masa de bizcocho o de pan en la que se incrustaban huevos duros, tradicionalmente, un regalo de los padrinos a sus ahijados el Domingo de Resurrección o el Lunes de Pascua. Progresivamente se le fueron añadiendo figuritas de chocolate y, hoy en día, estas han pasado a ser el motivo principal, muy especialmente en Cataluña, donde se realizan auténticas obras de arte. En esta misma zona son también muy clásicos los buñuelos del Ampurdán.

Y por estas fechas, que no falten los huevos de Pascua. Símbolo de fertilidad y vida desde tiempos ancestrales, la costumbre de comerlos el Domingo de Resurrección se debía a la prohibición que cayó sobre este alimento durante siglos, hasta que la Iglesia consideró que no rompía la abstinencia. A principios del siglo XIX comenzaron a hacerse huevos de chocolate que llevaban pequeños dulces dentro, aunque también se elaboraban de mazapán o azúcar. Una costumbre que dura hasta nuestros días y que llena las pastelerías de llamativos huevos de todos los tamaños que hacen las delicias de pequeños y mayores. Cocineros y pasteleros de vanguardia no han dudado en dar su visión particular de estos dulces.

La torrija, en vanguardia

El gran Martín Berasategui introdujo la torrija entre sus postres y, como él, muchos grandes chefs utilizan ahora brioche en vez del pan. Hoy son un clásico contemporáneo –normalmente tostadas con soplillo en vez de fritas– que algunos restaurantes ofrecen todo el año. También hay auténticas transgresiones a la norma, como la de la pastelería Nunos, donde las hacen de distintos sabores, incluido el tiramisú, o la de Alejandro Montes, que este 2017 las elabora también de chocolate. Igualmente es muy usual encontrar en los restaurantes torrijas acompañadas de nefasto helado, que provoca un batiburrillo de sabores. Pero la fórmula tradicional parece ser la más extendida en pastelerías, aunque a altos precios: unos 2,50 euros la unidad como mínimo. Merece la pena hacerlas en casa, solo es una vez al año para disfrutarlas sin pagarlas a precio de oro. Mientras, la fórmula del potaje sigue afortunadamente intacta.

Torrijas

(Para 6 personas)
Ingredientes: Una barra de pan para torrijas del día anterior; 1 litro de leche; 3 huevos; aceite de oliva; 7 cucharadas soperas de azúcar; canela en rama y en polvo.

Elaboración: Se corta el pan en rebanadas de unos dos centímetros de grosor y se colocan en una fuente. Se calienta la leche con tres cucharadas de azúcar y una barrita de canela en rama. Dejar hervir unos 5 minutos removiendo. Se deja atemperar un poco y se moja el pan en ella y que repose unos 20 minutos hasta que se empape bien, tapado con un paño de algodón. Se retira la leche sobrante. Poner abundante aceite a calentar. Se baten los huevos, se pasan las rebanadas de pan por el huevo batido y se fríen hasta que estén doradas. Posteriormente, se espolvorean de una mezcla de azúcar y canela a partes iguales. Aparte, se hace un almíbar con cuatro cucharadas de azúcar.

domingo, 25 de marzo de 2018

Las borrajas silvestres, olvidadas



(Un texto de Francisco Abad Alegría en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 15 de noviembre de 2014)


Veneramos la borraja, como verdura propia del Valle del Ebro, circunscrita a terrenos de Aragón, Navarra y La Rioja. Y hacemos bien, porque tan excelsa verdura nos alimenta, cuida nuestra salud y da justa fama a nuestras cocinas. Pero la borraja tiene hermanas menores.


Las borrajas forman parte de la familia Boragináceae, que comprende cerca de una veintena de géneros y unas 2.000 especies; el azul-añil es dominante en las flores de variedades comestibles, aunque se dan otros en la familia. Dentro de las variedades de borrajas, nos encontramos con los distintos tipos de borraja cultivada –borago officinalis– y las silvestres buglosa –Anchusa azurea–, viborera –Echium vulgare– y anchusa –Anchussa arvensis–.

Conocemos bien la borraja, cuyas semillas tienen elevada frangencia, desprendiéndose sin previo aviso y apresuradamente, lo que hace que podamos gozar a veces de unas pequeñas plantas cimarronas, que han crecido en el margen de un huerto, dando una exquisita cosecha al paseante. El apellido botánico ‘officinalis’ alude a la utilidad terapéutica de la planta, de modo que en algunas zonas se emplea exclusivamente con tal propósito.

La buglosa también tiene en algunas de sus variedades el apellido officinalis, lo que ya queda explicado. Es una planta característica, una de esas que reconocíamos de chicos, cuando arrancábamos las florecillas de vivo color azul para chupar el extremo unido al cáliz, obteniendo un poquito de néctar; de ahí viene su nombre vulgar de chupamieles. Las hojas, de oscuro verde, se disponen en un rosetón pegado al suelo, con gruesos pelos blanquecinos ásperos y peciolos cortos. La anchusa tiene porte alto y las hojas son algo rizadas, de consistencia ligeramente dura y cubiertas de pelitos que al hervir desaparecen.

Por fin, la viborera representa una hermana menor de la buglosa. Sus flores eran igualmente codiciadas por la dulzura en la infancia y sus hojas se alzan tímidamente, agrupadas y tiernas, de color verde levemente grisáceo, con abundantes pelillos de consistencia más suave que los de la borraja común.

Pero aún nos queda por recordar otra borraja silvestre: la auténtica, la borago officinalis realmente salvaje, no la cimarrona que crece en los alrededores de los huertos por la siembra de sus volátiles semillas. Se conocen borrajas silvestres ‘borrago’ en muchos lugares de Lérida y en zonas del norte de España. Yo mismo he tenido la agradable sorpresa de encontrarme abundantes ejemplares en el valle de Bárcena, en Santander. Pero fue una gran alegría ver muchísimas plantitas de borraja silvestre en la concavidad que rodea el nacimiento del padre Ebro, en la cántabra Fontibre; allí, pequeñas matas de la verdura tachonan una ladera escarpada que desciende hasta llegar a los pies de la Virgen del Pilar, plantada al lado del escueto nacimiento del río que da nombre a nuestra tierra, Hiberus, el río de la península Ibérica.

Medicinales

El empleo terapéutico de las borrajas, cultivadas o silvestres, es idéntico. Todas contienen taninos, saponinas y mucílagos, de efecto emoliente, digestivo y tónico, un poco de ácido salicílico, de efecto emoliente y antiinflamatorio, abundantes minerales, activos como diuréticos y restauradores de energía física, y grasas insaturadas localizadas en la semilla, cuyo empleo en trastornos por exceso de colesterol y triglicéridos y en procesos degenerativos y dermatológicos, pasa necesariamente por el proceso industrial.

La utilidad terapéutica más tradicional de las borrajas es su actividad sudorífica, a lo que aludiría según algunos su nombre, borraja, derivado del árabe abu-rach, ‘padre de la sudoración’. Para el tratamiento de estados gripales o virales en general, en los que la propia fiebre y sudoración profusa tienen cierta acción antiviral, se emplea la decocción prolongada de hojas tiernas en agua sin sal, que se toma en buena cantidad.

Algunos de los principios activos de las borrajas las hacen útiles para mejorar estados físicos de astenia o decaimiento, especialmente los propios de la convalecencia; la acción del vegetal sería tónica, mejorando la actividad suprarrenal y aportando clorofila, favorecedora de la formación de hemoglobina En ese campo, es conocido el vino cordial, elaborado por maceración de 50 gramos de flores secas en 1 litro de vino blanco durante un mes.

Por fin, no debe desdeñarse la acción reguladora de la función intestinal, propia de casi todas las verduras, pero que se enriquece con los efectos tónicos y emolientes antes mencionados, por lo que la borraja sería un alimento de gran ayuda en personas de edad avanzada, cuya movilidad está naturalmente restringida y cuyo tono vital suele estar deprimido.

Las humildes borrajas silvestres, buglosa, anchusa y viborera, que ahora tienen valor gastronómico casi exclusivamente para curiosos de lo tradicional o naturistas con poco apetito y mucho tiempo libre para recolectar, ya no se emplean en la alimentación humana. Antaño, especialmente en las largas jornadas de recolección de la mies, cuando el inexistente frigorífico era sustituido por el abasto de olivas curadas, patatas, una hogaza de conservación obligadamente prolongada, algo de conserva de cerdo y un conejo vivo, por si no había caza cerca, la comida cotidiana se enriquecía con vegetales recogidos cerca de la cabaña de quedada, aportando su imprescindible concurso al rancho comunitario.

Caldo consistente

Caracoles, algún pajarillo o incluso ranas, patatas –muchas–, agua, sal del canuto, un toque de romero o tomillo, ajos –que no falten– un atisbo de aceite y las hierbas. Según la época, es decir, de las labores y sus tiempos, las collejas y los cardillos daban el verde, la fibra y la suavidad. A veces eran las acelgas silvestres las que entraban en el condumio. Y muchas otras, más avanzado el calor, las borrajas silvestres. Si de viborera o anchusa se trataba, las hojas se cortaban directamente, dejándolas caer en el caldo hirviente, cuando los tropezones estaban en su punto y las patatas casi; si era buglosa, la cosa se hacía más complicada, porque resulta difícil domesticar los pelos duros de las hojas. En tal caso, con mucho cuidado, mediante navaja siempre afilada en planos cantos de piedra, se recortaban los pedúnculos de las hojas, dejando una especie de penquitas de tres o cuatro centímetros de longitud, que resultaban delicia al cocer durante poco tiempo.

Quienes hemos reelaborado el caldero así descrito, podemos asegurar que es una delicia absoluta, pero resulta ahora tan laborioso ir a recoger las plantas, que la degustación se reserva para el recuerdo anual, en la ilusión de que algo que ya murió, al menos es recordado. Sobre todo por quienes nunca lo hemos conocido directamente; ya cantaba el malogrado Antonio Flores: "No hay nada más bello que lo que nunca ha existido".

Verdura cultivada

El consuelo que las plantas aportan al organismo enfermo, con ser importante, es menos cotidiano e inmediato que el remedio del honesto apetito, y en ese campo, nuestras borrajas cumplen su pequeño papel con absoluta perfección. Las cultivadas, con sus hojas tiernas y aromáticas preparadas como envolturas fritas y especialmente crespillos, y sobre todo sus peciolos y tallos tiernos, dando una espléndida provisión de verdura suave, aromática, con remedos de aroma térreo y al tiempo marino, casando tan bien con un simple aceite de oliva, con unas féculas en moderada cantidad, como patatas o arroz, o enriquecidas en su conjunto por gambas, almejas, cigalas, pequeños fragmentos de casquería o lascas de pescado cecial.
 

 
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