(La columna de Benjamín Lana en el XLSemanal del 2 de febrero de 2020)
Les he contado ya alguna vez la teoría del animal cocinero que explica tan bien quiénes somos. Un abogado y escritor escocés –James Boswell, alumno de Adam Smith, y el primero en utilizar el adjetivo ‘romántico’– definió al sapiens como «el animal cocinero». Aseguraba que la capacidad de cocinar y no otra es la cualidad que más nos separa del resto de los animales: «Las bestias tienen memoria, juicio y todas las facultades y pasiones de nuestra mente, en cierto grado, pero no hay ninguna que sepa guisar». Convendrán conmigo que de ahí a decir que somos humanos porque cocinamos no hay mucho trecho dialéctico. Antes de dominar el fuego ya éramos lo que somos, pero al saber domesticar las llamas dimos un salto de gigante para ganar nuestra supervivencia y desarrollar nuestra cultura. Después de aprender a asar, descubrimos cómo fabricar cerámica, lo que nos abrió un nuevo mundo de alimentos porque, por fin, podíamos cocer y ablandar productos en agua y elaborar platos más complejos. Pero el fuego nos dejó, además, otro gran legado: la sociabilidad. Hasta que tuvimos las brasas bajo control no comíamos juntos, no pensábamos ni hablábamos juntos, no dialogábamos. A partir de ese momento se incrementó la relación entre los individuos y el conocimiento fluyó. Quizá lo que estamos viviendo en nuestra sociedad, en la que cada vez se escucha menos a los demás y las conversaciones son más broncas, es uno de esos castigos de la historia. ¿Estaremos perdiendo la capacidad de dialogar y empatizar con nuestros semejantes a la vez que estamos dejando de cocinar en nuestras casas y de reunirnos frente al fuego?
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