sábado, 29 de marzo de 2014

Revuelto gramajo



(La columna de Martín Ferrand en el XLSemanal del 27 de julio de 2008)
[…]

Aclararemos que el tal revuelto es un plato argentino que debe su nombre al general decimonónico Antonio Gramajo, que lo diseñó, a la manera del Conde de Sándwich en el XVIII, para no tener que interrumpir las partidas de billar que lo solían retener en el porteño Club del Progreso. Hay muchas variantes en la manera de prepararlo; pero, quizá, la más común es con patatas fritas muy finas, jamón de york cortado en juliana y los huevos que le dan naturaleza al revuelto. Algunos le añaden ajos, pollo, guisantes y sustituyen el jamón cocido por otro curado. […]

miércoles, 26 de marzo de 2014

Una ración de ostentación



(Un texto de Caius Apicius en el suplemento gastronómico de El heraldo de Aragón del 6 de julio de 2013)

Dicen que la reina Cleopatra, para ganar una apuesta culinaria a Marco Antonio, disolvió una valiosa perla en vinagre y se la bebió. El gesto, pomposo y extravagante, tiene su reflejo hoy día en la isla de Manhattan, en la que existen algunos restaurantes con propuestas igual de excéntricas.

Cuenta Cayo Plinio Segundo, más conocido como Plinio el Viejo, que la reina Cleopatra, por ganar una apuesta a su amante Marco Antonio, llegó a disolver en vinagre una perla valorada en cinco millones de sestercios... y a beberse la disolución.

Plinio, que murió durante la erupción del Vesubio que destruyó Pompeya y Herculano en el año 79, cuenta esta anécdota en su monumental 'Naturalis Historia', un compendio del saber de la época, más allá del campo de las Ciencias Naturales. Ah: digamos, para hacernos una idea, que un sestercio de los tiempos de Vespasiano equivaldría hoy a una cantidad comprendida entre 1,3 y 1,5 euros, según la fuente a que se acuda.

Al parecer, la reina egipcia había apostado al militar romano que sería capaz de darle una cena de diez millones de sestercios. Antonio aceptó. La cena fue espléndida, pero no llegaba ni con mucho a ese presupuesto. Entonces, Cleopatra se quitó uno de los dos pendientes que llevaba, dos perlas de buen tamaño, y preguntó al general: «¿Cuánto crees que vale esta perla?». Antonio contestó que cinco millones de sestercios y Cleopatra, entonces, la echó en una copa de vinagre, que disolvió la joya, y se la bebió. Ofreció la otra a Antonio, que la rechazó y prefirió que siguiera adornando la oreja de Cleopatra, de la que, al contrario de lo que pasa con su nariz, nada sabemos. Pero se bebió (si el relato es cierto, claro, que ahora no vamos a dudar del viejo Plinio) el equivalente a siete millones y medio de euros.

La historia no deja de ser el reflejo de la extravagancia de quienes lo tenían todo en un mundo en el que la inmensa mayoría no tenía nada. Como no había redes sociales, nadie las pió (tuitear, como saben ustedes, viene del verbo 'to twit', que significa exactamente piar) y no pasó nada. Hace un par de días me topé con un blog que dedicaba una entrada a un restaurante de Manhattan, cuyo nombre me niego rotundamente a publicitar, que parece ser frecuentado por clientes que, a escala más modesta, se sienten émulos de Cleopatra VII, la última de los Ptolomeos.

Presume (el sitio en cuestión) de tener un postre llamado 'Golden Opulence Sundae' (que se traduce como «helado de opulencia dorada», toda una declaración de intenciones), creado para celebrar un aniversario de la casa, que se sirve, previa petición por adelantado, al módico precio de 770 euros por ejemplar.

Ciertamente, es opulento. Y oro lleva: tanto en láminas de papel de oro comestible de 23 quilates (que ya son ganas) como revistiendo las almendras que decoran el helado, de vainilla, con granos de esa especia procedentes de Tahití y chocolate de una marca, al parecer, carísima, entre otras cosas. Sinceramente: creo que quien pague tal cantidad debería ser gravado por el fisco estadounidense con cinco o seis mil euros más (o dólares, en este caso) en concepto de impuesto a la estupidez.

No queda ahí la cosa. En el mismo restaurante presumen de ofrecer la hamburguesa más cara del mundo, un manjar que puede probarse por la nada despreciable cantidad de 226 euros. A! parecer, está hecha con carne de buey wagyu (hay que ver qué prolíficos se han vuelto en pocos años los bueyes japoneses), hecha con mantequilla a la trufa blanca, sazonada con sal ahumada del Pacífico y servida con una loncha de un artesanal y escasísimo queso Cheddar. Además, la hamburguesa reposa sobre una rodaja de huevo de codorniz, nata y caviar Kaluga (que en el mercado se cotiza a unos 4.500 euros el kilo).

¿Que no es para tanto? No; pero, como en el caso de Cleopatra, lo caro es el añadido: se pincha con un palillo hecho con oro y diamantes. Visto así, la hamburguesa es barata. Si hay que devolver el palillo, no tanto. De todos modos, este plato sería un mal chiste para Cleopatra puesto que, al cambio, su valor 'apenas' alcanza los 170 miseros sestercios...

Por aquí, encontramos que la hamburguesa (minihamburguesa, para ser más exactos) se ha convertido en la reina de las gastrofiestas, en la protagonista de las cartas de los gastrobares... y en el producto por el que la gente hace colas enormes cada vez que las regalan. Hay sitios especializados en champaña y hamburguesas, lugares bautizados como 'gin & burger' (a fuerza de poner ensalada en el gin-tonic, era inevitable acabar acompañándolo con una hamburguesa)... También reaparece con fuerza el 'hot dog': tendrían que ver las colas que había ante los puestos de perritos en una reciente fiesta que se celebró en la madrileña calle de Jorge Juan, en el mismísimo barrio de Salamanca. Increíble.

¿Renace la afición por la hamburguesa? ¿Vuelve la fiebre por el perrito al estilo de Manhattan? Sinceramente... no. Se ofrecen minihamburguesas y perritos en locales más o menos gastronómicos por la sencilla razón de que este es un género barato. Y se forman las mismas colas que se formarían si lo que se repartiese fuesen huevos cocidos con mahonesa, y hasta sin ella, porque son gratis.

Y, mientras, un puñado de esnobs (por llamarles algo suave) jugando a ser Cleopatras y Marco Antonios en esa A!ejandría de hoy que es Nueva York. Qué cierto es aquello de que Dios da pañuelo al que no tiene mocos y, lo que es peor, viceversa: llena de mocos a quien jamás lleva pañuelo.

domingo, 23 de marzo de 2014

Camarones: esencia marinera en pequeñas dosis



(Un texto de Alejandro Toquero en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 6 de julio de 2013)

Los camarones concentran como ningún otro crustáceo los sabores del mar. Cocidos y preparando con ellos las tortillas, tan típicas del sur de España, es como más se consumen. Su mayor inconveniente es el precio: son bastante caros, aunque, eso sí, cunden muchísimo sobre el plato. 

José Monge Cruz, más conocido como Camarón de la Isla, ha sido, sin duda, el que más ha hecho viajar el nombre de este crustáceo por el mundo. Cuentan que fue un tío suyo, atendiendo a su delgadez, el pelo rubio y una piel inusualmente blanquecina para ser gitano, el que se dirigía constantemente a su sobrino recordándole que parecía un camarón. Y con el apodo se quedó.

De alguna forma sirve esta anécdota para ponernos en situación a la hora de hablar de este marisco. La apariencia es la de un crustáceo más pequeño que sus parientes cercanos, el Langostino y la gamba, y como la piel del cantaor, prácticamente traslúcido. Y luego está la referencia geográfica de la Isla, sí, la Isla de San Fernando, en Cádiz, y la zona de Sanlúcar de Barrameda, donde se capturan y consumen con auténtica pasión, lo que no quiere decir que sean los más apreciados. Ana López, desde su pescadería del Mercado Central, tiene muy claro que, en general, «el mejor marisco llega de Galicia y el camarón no es una excepción; las aguas frías del Atlántico hacen que sea especial, más sabroso».

Prácticamente todo el año podemos encontrar camarones porque, además, sus capturas y su consumo, están muy generalizados en cualquier parte del mundo. Eso sí, recurriendo a la misma denominación hablamos de productos bastante diferentes. Los conoce bien el chef Joaquín Ferreruela, del restaurante Thai Garden de Zaragoza. «Los puedes encontrar con tamaños de dos a 25 centímetros; estos últimos conocidos como gambas langostineras, utilizados fundamentalmente en Sudamérica y en Asia», asegura.

En España, el que estamos acostumbrados a consumir es el de menos talla. A la hora de hablar de categorías, Ana López se refiere al más pequeño -alrededor de dos centímetros-, «el que popularmente se conoce como quisquilla», y luego está el de tamaño mediano, de hasta seis centímetros, «más gustoso y apreciado». Se nota también en el precio, claro. El primero, comenta Ana, «puede rondar ahora los 27 euros el kilo y el otro, alrededor de 35». Eso en el Mercado Central, porque esta misma semana se estaba vendiendo en otras pescaderías a 50 euros.

En estos dos casos, además, estamos hablando de un producto que llega ya cocido a los minoristas y así se vende al cliente. «Prácticamente el 90% del camarón que se despacha a lo largo del año es cocido», confirma esta pescadera. El vivo, además de difícil de conseguir, tiene el inconveniente de que su precio todavía es mayor. Si viene del sur podemos estar hablando de 50 euros el kilo y el más grande, de Galicia, entre 70 Y 100.

Eso sí, con ser caro, uno puede llegar a tener la sensación de que es un marisco hasta barato, sobre todo si establecemos una comparación con el percebe. Comes un cuarto de kilo de percebes y ni te enteras, pero de un cuarto de kilo de camarones te puedes llegar a aburrir. «A los comedores de marisco yo creo que les gusta a todos -asegura Ana López-, no es un producto que genere rechazos; lo que se aprecia es que es más sabroso que una buena gamba o un langostino». De los camarones se come todo, no se desperdicia nada, una cabeza y una cola que concentran y evocan recuerdos muy marineros, como también sucede con el reseñado percebe.

A la hora de establecer comparaciones, Joaquín Ferreruela es de la opinión de que nuestro protagonista «mira más al langostino y la quisquilla, a la gamba». Y a la hora de hablar de lo que a él le sugiere, se refiere a un sabor «más puro, fino y no tan fuerte como el de sus parientes de mayor tamaño». Para Joaquín, es un lujo al que le gusta sacar partido más allá de su degustación sencillamente cocido o en otra elaboración clásica: las tortillitas de camarón.

Es en el sur, de nuevo, donde esta receta está más extendida, aunque en Zaragoza también se puede degustar en algunos restaurantes como El Puerto de Santa María. El problema es que de Madrid hacia arriba apenas se conoce y se utiliza la harina de garbanzos con la que se preparan estas tortas. «Es un producto caro y no resulta fácil de conseguir», comenta el chef del Thai Garden. Eso sí, se pueden encontrar sucedáneos que ya vienen congelados, pero nada tienen que ver con la receta original.

Si consiguen la harina de garbanzos, la preparación resulta ser bastante sencilla: 100 gramos de camarones crudos, 250 gramos de harina de repostería de trigo y 100 de garbanzos, una cebolla mediana, perejil picado, sal, agua y aceite. En un recipiente se mezclan los ingredientes con la cebolla, que debe estar picada muy fina. Se va añadiendo agua hasta conseguir una pasta no muy espesa. Se sala y se deja reposar una hora. En una sartén con el aceite bien caliente se van echando cucharadas soperas de esta masa, que una vez frita tiene que quedar fina y muy crujiente.

Una visión más internacional de este marisco la ofrece el chef de Thai Garden al hablar de los otros camarones, mucho más grandes. «Los mejores son los que se capturan en las aguas del Pacífico, en las costas de Perú y Ecuador, tienen la carne muy apretada y son estupendos para rebozar o a la hora de trabajarlos en un wok, mientras que los que llegan del Atlántico, de Brasil y Argentina son más blandos y se deshacen fácilmente», explica.

En Sudamérica, prosigue este cocinero, algunas de las recetas más conocidas son «en forma de ceviche o al ajillo, mientras que en China y, en general, en Asia, se utilizan mucho para preparar el arroz con camarones». Pero no solo. En la cocina asiática se usan a modo de comodín para potenciar el sabor de muchos platos, «son algo así como su 'avecrem'; los deshidratan, los tuestan, hacen un polvo con ellos y los echan a un montón de recetas», comenta Joaquín […]
En cualquier caso, por si alguien prefiere comprar los camarones vivos para, después, cocerlos en casa, Ana López comenta los sencillos pasos que hay que seguir: se sumergen los camarones en agua hirviendo con una hoja de laurel, se cuenta entre medio minuto y uno (dependiendo del tamaño de los ejemplares) a partir de que rompa el hervor y se pasan a un recipiente con hielo y sal. Mientras estén en el hielo salado hay que removerlo todo para que se enfríen y cojan bien el sabor de la sal. De esta forma es como los camarones quedan brillantes y con la carne firme.

Nota: Sus propiedades nutricionales son similares a las de la mayor parte de los crustáceos y, sobre todo, se asemejan a las de las gambas. Los camarones son buena fuente de proteínas de alta calidad y presentan un bajo contenido grasas y en calorías, mientras que su contenido en colesterol y en purinas es elevado. En cualquier caso, este dato no es preocupante si se trata de un consumo esporádico, como suele ser lo más habitual.

jueves, 20 de marzo de 2014

Trucos de cocina: ensaladas con más sabor



(Leído en la revista de Audi)
Frotando las hojas verdes de la lechuga con un diente de ajo o, si se prefiere, untando con el ajo las paredes del recipiente, la ensalada será más apetitosa. 

Las ensaladas ganarán en sabor si, una vez preparadas, se espolvorea por encima alguno de estos excelentes complementos alimenticios: germen de trigo, levadura de cerveza o sésamo tostado. 

El aliño de la ensalada al estilo tradicional se realiza echando primero la sal y el vinagre y al final el aceite. Si el aceite se echa al principio, éste impermeabiliza los alimentos e impide que se impregnen con el resto de los sabores del aliño.  
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