viernes, 31 de diciembre de 2021

Amarga ruda, el condimento de Apicio

 (Un artículo de Francisco Abad Alegría en El Heraldo de Aragón del 16 de mayo de 2020)

En la Roma del siglo I, el hedonista Marco Gavio Apicio redacta su ‘De re coquinaria’; probablemente, además de Vindario, algún otro autor puso algo de su cosecha en el libro, que es, no obstante, documento valiosísimo para conocer la gran cocina del aún joven Imperio romano.

La ruda (‘Ruta graveolens’) es planta espontánea en áreas mediterráneas orientales y parte de Asia Menor, que rápidamente se extendió en forma cultivada por sus propiedades medicinales, purificadoras y, aunque con menor importancia, de condimento alimentario. Es una planta de aspecto inconfundible, de porte mediano (hasta medio metro), que reverdece en primavera y da unas flores de complicada forma regular y pétalos pequeños y recogidos de color amarillo, con hojitas compuestas de color verde intenso con tonalidades levemente azuladas. Su aroma acre y pegajoso, persistente e inconfundible, era tenido como eficaz repelente de mosquitos, ratoncillos y hasta culebras y por eso se plantaba dispersa en zonas ajardinadas. Además, se empleaba en forma de sahumerios para purificar la casa (‘domus’) de malos espíritus e influencias mágicas nefastas: un sahumerio de hojas frescas de ruda ahuyenta con la misma eficacia a los vivos, por su olor penetrante y poco agradable. Se decía que comadrejas y otros mustélidos se revolcaban sobre arbustillos de ruda para repeler a posibles serpientes atacantes.

Como medicina se ha empleado durante mucho tiempo (con muchas precauciones por su alta toxicidad) para diversos menesteres. En forma de infusión o extracto hidroalcohólico ligero, para lo que hoy denominaríamos gastritis atróficas. Por su capacidad de contraer las pequeñas arterias terminales, también se empleaba en dilución local para controlar hemorragias persistentes. Y justamente esa acción es la que ha hecho famosa a la ruda como el abortivo clásico más empleado: tomado en infusión, provoca la contracción de los vasos placentarios y además contracciones uterinas, que matan al feto. No era infrecuente que una dosis excesiva de ruda, utilizada como abortivo, fuese muy tóxica y se llevase por delante la vida de la mujer al tiempo que se inducía el aborto.

Otros usos menos siniestros eran el lavado de los cabellos con infusión de ruda para matar ‘la piojera’ aunque había que tener cuidado en secar bien la piel, tras aclararla con agua, porque la exposición al sol de la piel de cuello o brazos con restos de tal infusión produce ampollas y quemaduras muy intensas. Un uso moderado de algo de polvo de ruda seco en la comida de los novicios de los monasterios medievales se recomendaba como anafrodisíaco, para mitigar los apremios de la carne, siempre sin pasarse por lo de la toxicidad, evitando el llamado "pecado nefando", es decir, que "a falta de pan, buenas son tortas" y la lujuria acechaba tanto a novicios como a profesos. ¡Señor, Señor!

Y con este panorama, ¿aún había gente con ganas de emplear la ruda en la comida? Pues vean, vean.

En la Grecia clásica

La ruda se utilizaba muy escasamente en la cocina griega, pero estaba presente en algunas preparaciones, fundamentalmente salsas, ensaladas y condimentos. Ateneo de Náucratis recoge en su ‘Banquete de los eruditos’, recopilación del siglo II sobre todos los aspectos de la culta y desarrollada cocina griega clásica, básicamente de los siglos V y IV a.C., algunas menciones. 

Destacan, entre las recetas, un cochinillo asado relleno de pajaritos, menudencias y matrices de cerda, aromatizada con ruda entre otras especias (libro IX, 376d), que recuerda al muy posterior banquete de Trimalción del ‘Satiricón’ y "una tajada hervida de matriz de cerda", aliñada únicamente con una llamativa salsa que contiene algo de hiel y abundante ruda (libro III, 101b).

Apicio y la Roma imperial

La vieja austeridad romana, que forjó un pueblo duro con una ley civilizadora discutible pero de probada eficacia (aunque también menudeaban golfos, ladrones y abusadores del poder) fue relajándose paulatinamente desde que medio siglo antes de nuestra era se establece el sistema imperial de gobierno. Apicio escribe cuando la clase dominante empieza a ser más epicúrea que militar y auténticamente dirigente y por eso su obra tiene enorme interés.

De las 438 recetas que integran su ‘De re coquinaria’, nada menos que el 15% están aromatizadas con ruda, lo que supone un salto desmesurado en una cocina ya de por sí muy perfumada y saborizada con enormes cantidades del omnipresente garum, puerro, vinagre, vinos generosos y miel, pimienta y otras hierbas y especias. Más de la mitad (51% de las que la incorporan), son salsas y en su mayoría para pescados y volátiles asados, generalmente asociando muchos otros aromas, comunes a la mayoría de las salsas. Un ejemplo es la "salsa para grulla pato y otras aves" (libro VI, II1): "Cocida el ave en agua, se separa en trozos grandes, vertiendo luego la salsa de ruda, cilantro, aligustre, raíz de laser, unas gotas de carenum, miel, algo de caldo de la cocción y fécula para espesar; se remueve hasta impregnar la carne y calienta todo para que los sabores se compenetren".

Una curiosa forma de aromatizar con sutileza empleando ruda es remover la salsa con una ramita de ruda fresca (por ejemplo en la "salsa para pescado asado", libro X, III3), preparando un ungüento de aceite, vino, vinagre, garum, miel, hojas picadas de cilantro fresco, pimienta, tomillo y aligustre, mezclando todo con la dichosa ramita, tras añadir algo de fécula para que espese, para luego verter la salsa sobre el pescado asado, generalmente corvina o dentón. A las salsas les siguen los caldos de gobierno de carnes o pescados guisados (22% de las recetas con ruda), las legumbres y hortalizas guisadas (18%) y ya en pequeño y disperso empleo, el aliño de embutidos, setas y casquería (9%). En todo caso, bien podemos concluir que, como se ha dicho, aparte el omnipresente garum y su Ganímedes el puerro, la ruda es la reina de las salsas del primer Imperio.

Desaparición en la práctica

Tras la desintegración imperial, culinariamente embrutecida por usos multiétnicos y multibárbaros (ahora hay 'sabios' que lo llaman "alianza de civilizaciones") son los expansivos musulmanes los que se quedan con el botín y tras un tiempo acaban asentando usos nuevos y productos exóticos. En el caso de la ruda, está claro que su empleo es muy escaso y asienta sobre todo en las áreas más orientales del dominio musulmán y además, curiosamente, prácticamente siempre asociada al zumaque, ácido, saborizante peculiar y colorante de algunos platos (Lucie Bolens, Manuela Marín). Es tan anecdótico que los tratados de los alimentos de Avenzoar (siglo XII) y el de AlArbulí (siglo XIV) ni lo mencionan.

En la actualidad aún se encuentran vestigios de su utilización, en una escasamente difundida (por el peculiar aroma) salsa ligur con tomate y alcaparras, en la elaboración de los aromas de respaldo de la grappa italiana y en el polvo sazonador ‘berbere’ de Etiopía.

martes, 28 de diciembre de 2021

Anís del Mono: la primera bebida energética vive una segunda juventud

(Un texto de Jesús A. Cañas en El País del 11 de diciembre de 2020)

La marca propiedad de Osborne cumple un siglo y medio convertida en un icono cultural que ha aumentado un 19% sus ventas en supermercados durante el confinamiento.

Todo es susceptible de convertirse en mito, hasta una sencilla bebida energética para trabajadores a base de alcohol, azúcar y especias. En el origen de Anís del Mono conviven esas dosis justas de realidad y fábula que hace ya mucho que se hicieron leyenda. Dicen que el fundador, Vicenç Bosch, era tan amante de lo exótico que pidió que le enviaran “1 o 2″ monos desde América, pero el destinatario entendió 102 y eso fue lo que le mandó. Cuentan también que el empresario quiso replicar con esa botella adiamantada el perfume que compró para su mujer en la plaza Vendôme de París. Lo que es seguro es que Bosch fue tan visionario como para dignificar un alcohol popular hasta elevarlo a icono social, cultural y familiar. Ahora cumple 150 años.

Tanto tiempo después de ese 1870 que marcó el inicio de la marca en una fábrica modernista de Badalona, Anís del Mono es capaz de colarse en el imaginario colectivo español por recuerdos que van desde ese obrero que lo bebía a media mañana como chute vigorizante, al familiar que, cada Navidad, lo usa como instrumento de percusión de un villancico. Entre esas dos realidades cabe un universo tan amplio como para que la icónica botella del mono apareciese en el videoclip de Rosalía ‘Pienso en tu mirá’ (2018), su última contribución a una larga lista de creaciones culturales. Pero más allá de lo romántico, Anís del Mono es una marca que sigue funcionando hasta en pleno descalabro económico por la crisis del coronavirus.

2020 no está siendo un buen año para las bebidas espirituosas españolas. El sector —que habitualmente vende el 60% de su género en la hostelería patria, frente al 10% que supone este mercado en países como Alemania— ya acumula un 20% de caídas. El dato de contexto lo aporta Laura Díaz, brand manager de Anís del Mono en Osborne —grupo al que la firma pertenece desde 1975—, para dar otro porcentaje: “Hemos crecido en estos meses un 18,9% en el canal de alimentación [supermercados], lo que es una buenísima noticia”. “No sabemos si es porque la gente se lanzó a hacer rosquillas y dulces durante el confinamiento”, bromea Díaz.

Pero, hasta llegar a convertirse en esa bebida dulce que contenta al hombre de más de 45 años, a mujeres que lo usan para repostería y “capricho indulgente” o a jóvenes de ambos sexos interesados en su imaginario icónico —según los segmentos más habituales de clientes que maneja la compañía—, Anís del Mono tuvo primero que valorizarse como un producto de calidad. “A finales del siglo XIX había mucha producción de espirituosos. El anís lo bebían los trabajadores de Badalona y se servía en garrafas. Bosch fue un visionario y vio que se merecía algo más”, resume Díaz. Así fue como se le ocurrió envasar esa combinación de alcohol de origen agrícola, jarabe de azúcar y aceite esencial de matalhuva, anís estrellado y regaliz en una botella adiamantada.

Obsesionado por una presentación lo más cuidada posible, el fundador quiso que la etiqueta presentase al mono por el que era conocida su fábrica —dicen que, de ese centenar de simios, se quedó uno que vivía en la nave— y con rostro parecido a Charles Darwin en referencia irónica a su teoría de la evolución. También que fuese dorada, algo poco común en los alcoholes de entonces. Logró ambos propósitos, aunque la primera remesa de etiquetas llegó con un error tipográfico que aún hoy se mantiene en la palabra ‘Destillación’. “Ahora nos sirve para detectar fraudes. Si está bien escrito, es falso”, asegura Díaz. No es el único detalle histórico que Osborne mantiene en su anís. La propia fábrica de Badalona subsiste como patrimonio industrial modernista protegido y como centro de producción de ese aceite esencial de hierbas de color verdoso del que solo hacen falta unas pocas gotas por botella.

La indisoluble vinculación a la Navidad de Anís del Mono queda patente en su actividad frenética de estos días. Justo en los meses de octubre y noviembre, la compañía encara la elaboración de los dos tercios de una producción anual compuesta por 284.000 cajas (de nueve litros cada una). Ese stock se queda en un 98% en España, donde es la primera marca de anís en comunidades como Andalucía o Cataluña, tal y como apunta Díaz. En total, las ventas de la botella adiamantada suponen una contribución neta del 11% en la división de spirits y vinos de Osborne, una compañía que, en 2019, facturó 222,4 millones de euros —de los que las bebidas alcohólicas supusieron un 39%— y obtuvo beneficios por valor de 12 millones de euros, según la memoria interna del grupo a la que ha tenido acceso EL PAÍS.

El mono que no miente —como asegura el pergamino que sostiene en la etiqueta— ha llegado con esa buena salud a su 150 cumpleaños. La exposición El Diamante de Badalona recordó la gesta en el museo de la ciudad, primero, y hace lo propio ahora hasta el 11 de enero en la sede de la fundación que Osborne tiene en El Puerto de Santa María. Ahí están citados desde el bote de perfume que inspiró a Bosch al mobiliario de su despacho, pasando por reproducciones de los carteles de las manolas con las que el pintor Ramón Casas ganó un concurso convocado por el fundador en 1897: Mono y mona, Con falda de percal planchá y Dios los cría y ellos se juntan.

Luego llegaría Juan Gris con La botella de anís (1914) y hasta el mismísimo Pablo Picasso con Naturaleza muerta con botella de licor (1909), en el que el adiamantado del cristal se hace cubista. Desde el soniquete de un villancico, a afamadas obras de arte o un videoclip de exaltación cañí de Rosalía; todo cabe en ese bote con el que el Bosch aseguró querer perfumar “por dentro” lo que un perfumista era capaz de hacer por fuera. O al menos eso cuenta otra de esas leyendas que pueblan el icónico imaginario del mono con cara de humano que nació en Badalona hace un siglo y medio.

Notas:

La zona de destilado de la fábrica de Anís del Mono en Badalona sigue operativa 150 años después de la fundación de la marca.

Tanto la botella como la etiqueta de Anís del Mono se mantienen inalterables desde que se fundó la marca en 1870.

sábado, 25 de diciembre de 2021

La dulce historia del turrón

 (Un texto de Ana Vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 22 de diciembre de 2018)

La dulce historia de uno de los muchos tesoros culinarios que nos legaron los árabes hace varios siglos.

Vuelven, a casa vuelven por Navidad. Turrones, mazapanes, polvorones, mantecados, peladillas, alajúes, alfajores, tortas reales y demás confituras entran de nuevo en casa por la puerta grande, dispuestos a endulzarnos la vida durante unas semanas. Que cada vez son más, por cierto, porque a este paso acabaremos rodeados de espumillón desde primeros de septiembre. Los turrones llevan ya un par de meses en las estanterías de las tiendas y ante el despliegue de variedad, luz y color de la oferta, los más tradicionales parecen algo arrinconados. En todas las casas sigue habiendo algún amante del turrón de Jijona (o blando) y un irredento admirador del de Alicante (o duro), pero la moda turronera se decanta desde hace años por los excesos del chocolate y la fantasía. No se mesen ustedes los cabellos ni me empiecen con las quejas contra la modernidad, porque la diversidad fue siempre una de las señas de identidad del turrón. Hace siglos ya se elaboraban turrones de avellana, nuez o piñón y además de diversos sabores como canela, yema, naranja, jengibre o anís. Los hubo blancos, negros y rojos, de nieve, guirlache y de frutas confitadas, un catálogo vasto, goloso y extenso que habla de la gran complejidad a la que llegó entonces la antigua dulcería española.

Y todo gracias a los musulmanes, quienes aparte de conquistar la tierra supieran ganarse los paladares. Quizás conozcan ustedes la halva, un dulce típico de los países islámicos hecho con sémola y frutos secos que guarda un sorprendente parecido con nuestros tradicionales bloques de turrón. Pues así tal cual, con la palabra hâlva, fue como tradujo Fray Pedro de Alcalá el concepto de «turrón» en su diccionario árabecastellano en 1505. Y es que ambas recetas beben de la misma fuente, una golosina hecha con miel, claras de huevo y frutos secos que aparece en los recetarios árabes desde el siglo X: el natif. En el Kitab alTabikh o Libro de los platos, un libro de cocina escrito hace algo más de mil años en Bagdad por Ibn Sayyar alWarraq, encontramos instrucciones para hacer este prototurrón. Mediterráneo y conquista mediante, es probable que esta receta llegara a manos de los artesanos de Alicante antes de 1248, cuando la ciudad volvió a dominio cristiano. «Bate la miel mientras se cuece durante una hora y añádele después claras de huevo batidas hasta que todo se mezcle. Para 10 libras de miel, usa 10 claras. Revuelve hasta que la miel se vuelva blanca y cuando espese aderézala con pimienta, cassia, clavos y nardo. Añade también cualquier fruto seco que desees como almendra, pistacho, avellana, nuez, piñón, sésamo o cáñamo. Tres horas de batido necesitarás para que la pasta quede suficientemente espesa, si Dios quiere».

En alÁndalus, ya en la Península Ibérica, este exquisito postre pasaría a llamarse mu'aqqad en hispanoárabe, torron en catalán y turrón en castellano, seguramente debido a que los frutos secos se turraban o tostaban antes de incorporarse a la mezcla.

Pese a sus orígenes infieles, no crean ustedes que los cristianos hicieron ascos a esta delicia. Los dulces y confituras fueron durante la Edad Media algunos de los alimentos más lujosos y deseados y desempeñaron una doble función como alimento y medicina. Por Enrique de Villena, autor en 1423 de la obra sobre el arte de trinchar 'Arte Cisoria', sabemos que en la corte del rey castellano Juan II se comían «turrones, miegados, obleas, letuarios e tales cosas que la curiosidad de los prínçipes e engenio de los epicurios falló e introduxo en uso de las gentes». Un siglo después, el actor y dramaturgo sevillano Lope de Rueda daría la primera referencia de los turrones de Alicante como objeto de gula, mientras que un copista sin nombre apuntaría en el 'Manual de mugeres en el cual se contienen muchas y diversas reçeutas muy buenas' (entre 1475 y 1525) las primeras instrucciones en castellano para hacer turrones: «Para cada libra de miel una clara de huevo muy batida y junta con la miel. Y batida mucho, dejarla reposar un día. Y al otro día, cocer la miel meneándola siempre sin parar hasta que esté muy cocida. Ver se ha si está cocida de esta manera: echad una gota de miel en una escudilla de agua fría, y si después de estar fría se desmenuza, es cocida y si no, no. Y como esté cocida, echad dentro piñones, o almendras, o avellanas tostadas y mondadas. Y esté un poco al fuego. Y luego quitadlo, y hacer piñas o tajadas, lo que más quisiéredes, dello». Quitándole las especias es clavadita a la de Bagdad, no me digan que no.

Para entonces ya era popular comer turrón «en Pasqua de Navidad y de los Reyes», días de ayuno y abstinencia en los que estaba prohibida la carne. La necesidad hizo virtud y a mediados del siglo XVI las mesas navideñas de los poderosos lucían turrones variados. Tanto el anónimo 'Vergel de señores' como el 'Regalo de la vida humana' del tesorero general de Navarra Juan Vallés se basaron en un recetario anterior para copiar sus fórmulas turroneras: turrones blancos de miel, turrones negros y comunes, turrones picados (con almendras, avellanas, canela, jengibre, granos de paraíso y anís), turrones de nuez y miel o nuégados, alajú. En 1572 el turrón era un producto típico completamente made in Spain. Así lo atestigua el 'Aviso de sanidad' del doctor Francisco Núñez de Coria, que dice que «hazense en España muchos regalos de azucar que llaman confitura, ansi en boticas como en tiendas, y comenlas a la postre de la mesa. Hazen muchas tortadas con piñones, almendras, nuezes, avellanas, con flor de harina y azucar y miel, llamanlo turron y alaxu» (sic). Y ahora ya verán cómo van a mirar de otra forma al sencillo turrón. Duro o blando, es una joya de nuestra historia.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Ni italianas ni chinas: España tiene sus propias pastas

(Un texto de Rosa Molinero Trias en rtve.es del 16 de noviembre de 2020)

Babetas, andrajos y gurullos son tres de las pastas españolas tradicionales. Antiguamente, la figura del 'fideero' vendía pastas a domicilio. Se han hallado fideos de 4.000 años de antigüedad en China.

La pasta es tan común en la dieta de los españoles que parece que toda la vida ha estado en nuestra despensa. Nada más lejos: no fue hasta que su producción se mecanizó cuando empezó a cocinarse de forma habitual en muchos más hogares de todo el país, allá por la década de los años 30. ¿Vino de China o de Italia? ¿La introdujeron los romanos o los árabes en la Península?

A día de hoy sabemos que cuando Marco Polo viajó a China, en el siglo XIII, los sicilianos y napolitanos llevaban por lo menos 300 años comiendo pasta y también los chinos, ya que los últimos hallazgos revelan que los fideos de mijo existían hace ya 4.000 años). También sabemos que hacia el 1400, la pasta ya se comía en Al Andalus, introducida por los árabes, que la cocinaban en los hogares más pudientes. Y, por supuesto, la conexión comercial Cádiz-Génova trajo consigo otras maneras de prepararla, como sugiere el gastrónomo e investigador Francisco Abad Alegría.

Este estudioso afirma que a principios de siglo aún no se había industrializado la fabricación de la pasta y existía (sobre todo en Zamora, Aragón y Navarra) la figura del artesano que andaba pueblo por pueblo y casa por casa con sus enseres de hacer pasta para elaborarla en la cocina de sus clientes, aunque en otros casos simplemente la traía hecha de su obrador.

Juan Barbacil, de la Academia de Gastronomía Aragonesa, me pone en contacto con Francisco Romero, de Pastas Romero, que lo confirma: “Efectivamente a principios de siglo la pasta se hacía de forma artesanal y prácticamente en cada pueblo había un ‘fideero’. Más o menos como las panaderías. Mi abuelo se instaló en Daroca en 1926 y nos contaba como iba por los pueblos de alrededor vendiendo fideos con una bicicleta. En España se empezó a producir de forma más o menos industrial sobre 1930. En la guerra del 36 mi abuelo ya tenía una pequeña fábrica”.

Asimismo, Piedi Crespo, natural de Argovejo, en la montaña oriental de León, afirma que aunque no lo vivió, sí recuerda que sus padres mencionaran al ‘tío de los fideos’. De esta forma lo recuerdan en el periódico local El Buscador: “Un par de veces al año o en ocasiones especiales, visitaba el pueblo, ‘el tío de los fideos’ y con la harina de centeno que le proporcionaban en cada casa y con una fideera (algo parecido a las máquinas para hacer pasta fresca actuales), hacía in situ unas cuantas madejas de fideos, que luego pasaban a colgarse de los varales de los chorizos, para que secaran y así tener la pasta para la sopa, para una temporada. Se solían juntar varias familias para hacerlos juntas, por ejemplo, los de mi tía Nieves, siempre los colgaban con los de mi abuela Sofía y según me cuentan les daban un poco de humo antes de guardarlos en las arcas, envueltos en unos paños de lino ‘muy limpines’”.

Previamente a su popularización comercial, también se hizo artesanalmente en casa. En España, babetas, gurullos y andrajos son tres pastas tradicionales perfectas para un buen guiso.

Babetas

Las babetas son unos fideos gruesos y planos típicos de Cádiz. La región tuvo una importante presencia de genoveses en la Edad Moderna, que emprendieron el negocio de fabricación de la pasta. Tanto éxito tuvo el producto que según Historia de Cádiz, de Manuel Bustos (2005), en el padrón de 1797 ya existían 16 fábricas de pasta. Según cuenta Bustos, algunos cronistas explicaban que las babetas eran recortes de otros tipos de fideos, pero todos provenían de la misma masa de harina candeal, agua, huevo y sal. Siendo un lugar bañado por la costa, no era difícil que las babetas terminaran en un plato de pescado, la caballa con babetas, aunque también se la encuentra acompañada de garbanzos, guisantes (chícharos) o judías (habichuelas), con frecuencia acompañados por hierbabuena y majao (una mezcla condimentada con azafrán a base de yema de huevo cocida, pan y almendras fritas, pimiento choricero y ajo asados y caldo).

Pedro Aguilera, de Mesón Sabor Andaluz, de Alcalá del Valle (Cádiz), cuenta que las babetas son un recurso que está muy presente en las casas gaditanas y que él aprendió a hacerlas viendo a su madre, Antonia Jiménez, que fundó junto a su marido José Aguilera el restaurante familiar. "En Cádiz siempre se ha usado de 'quitahambre', porque se ha utilizado siempre para engordar guisos, como el de las lentejas con babetas. A mí me gusta mucho hacer guisos marineros en amarillo con ellas", cuenta el cocinero. "Como curiosidad, decir que en Cádiz a las personas que son lacias o con poca gracia, se le llaman 'babetas' por la forma que se queda la pasta al estar cocida". 

Aguilera nos explica que como mejor salen es guisadas y que el secreto está en irlas moviendo mucho: "así sueltan todo el almidón y se queda un guiso muy cremoso". Nos da, además, una manera de guisarlas que le gusta: en un jugo de caballa y tomate.

"Se hace por un lado un caldo de espinas, cabezas de caballa y cabezas de merluza a partes iguales, con mucho tomate en conserva, aceite de oliva, un poco de ñoras y un poco de agua,. Lo cocinamos en la olla a presión para que las espinas suelten todo el colágeno y se quede un jugo denso y muy sabroso. Por otro lado tendremos un fumet base y un sofrito muy de madre y con mucho tiempo de cocción, si puede ser todo cortado chiquitito (ajo, cebolla, pimiento verde y rojo, pasta de ñoras, tomates, su buen aceite de oliva y sus dos hojitas de laurel). Sofreiremos las babetas con una mijita de aceite de oliva con un par de cucharadas de este sofrito y, una vez que estén bien sofritas, las mojamos con el fumet y las iremos cociendo. Normalmente, este tipo de pastas tienen una cocción de 10-12 minutos. Es importante que los últimos 4 minutos las babetas estén cociendo con el jugo de tomate, siempre no echando demasiado jugo para que se quede más o menos como si fuese un “risotto”. Una vez la pasta a punto este plato lo terminamos con el lomo de la caballa a la brasa y unas hojas de hierbabuena y albahaca".

Pastas como las babetas fueron todo un éxito gracias a su potencial llenador en aquellos días que el calendario cristiano prohibía el consumo de carne, de ahí que muchos guisos tradicionales sean veganos o vegetarianos, como este que encontramos en En La cocina tradicional de Chiclana:

Babetas con garbanzos

Ingredientes

Preparación

  • 1/2 kg de garbanzos
  • 1 cebolla pequeña
  • 1 patata
  • 1 pimiento
  • 1 tomate
  • 1 cabeza de ajo
  • 100 gr. aprox. de apio
  • 100 gramos de babetas
  • pimienta en grano
  • 1/2 vaso de aceite de oliva
  • sal
  • hierbabuena
  • pimentón
  1. Los garbanzos se remojan la noche anterior, (al agua se le puede añadir un poco de sal para que se ablanden). Hervir los garbanzos, la patata y el apio cortado a trozos pequeños.
  2. Cubrir con agua y añadir posteriormente un refrito elaborado en una sartén con el aceite, la cebolla, el pimiento, el tomate, parte del ajo (la mitad) y una cucharada de pimentón y se agrega al cocido.
  3. Hervir todo junto durante aproximadamente una hora.
  4. Posteriormente se le agrega un majado con la pimienta, la sal, el ajo (la otra mitad) y se añade junto con la hierbabuena y las babetas, (remover en el momento de agregar al guiso la pasta).
  5. Dejar en el fuego durante quince minutos.

Andrajos

Dice el Diccionario de la Real Academia Española que ‘andrajos’ son prendas de vestir viejas, rotas o sucias. ¿Cómo terminó ese nombre en un plato? Por su forma: estirada hasta dejarla plana, la masa se corta en trozos irregulares que parecen jirones de ropa, motivo por el que también se llaman ‘harapos’ o ‘guiñapos’. "El andrajo es un plato típico de la provincia de Jaén, de la Sierra de Cazorla, del Segura, de Mariola", explica Pedro Sánchez del restaurante Bagá, en Jaén. Yo las he tomado de liebre, conejo o bacalao. Mi abuela, Paca Pancorbo, las hacía con conejo y aromatizadas con hierbabuena. ¡De chiquitito me encantaban!". 

"Para preparar los andrajos, hay que conseguir una buena harina de trigo, amasar muy bien y estirarla muy fina, como si fuera para hacer ravioli. Todavía se ve cómo las hacen las mjeres mayors, que las tienden al aire para que se sequen ligeramente, tal y como si fuera ropa, y se trasparentan". En su restaurante, Sánchez los cocinaba con salmonete, con el que hacían un jugo que potenciaban con su hígado, y también aromatizaban con hierbabuena. "Es un plato de pasta muy curioso: "se busca la melosidad y no ese 'al dente' de la mayoría de platos de pasta". 

Con la pasta sobrante, en Úbeda suelen acompañar el guiso tortillas de la misma masa, que se aplana y se fríe y, en Jaén, esa fritura se espolvorea con azúcar y canela, a modo de pestiños.

Si quieres saber cómo cocinarlos desde cero, fíjate bien en la receta de andrajos de Kiti Mánver que preparó junto a Elena Santoja en el mítico programa de cocina de RTVE Con las manos en la masa.

Gurullos

Los gurullos son una pasta típpica de Almería que se elabora de forma artesanal con un chasquido de dedos. Con esto no queremos decir que se hagan muy rápido (de hecho, hay que tener paciencia para elaborarlos por lo pequeños que son), sino que tras mezclar y amasar agua, harina y sal, se forma un cordón delgado que se va quebrando poco a poco con dos dedos, como si los chascáramos. Nos lo cuentan mejor Catalina Pérez Granero y Ana María Fernández Sánchez, que llevan toda uan vida haciendo gurullos en sus casas.

Catalina Pérez Granero, nacida en Los Teresos, en Saliente Bajo, en el municipio almeriense de Albox, cuenta que aprendió a hacerlos cuando tenía 12 años. "Cuando mi madre, Ana María Granero, hacía gurullos, me ponía con ella y así aprendí". Como todos esos conocimientos de la cocina que hemos incorporado como si se tratara de un lenguaje propio tras muchísima práctica, Catalina explica que lo hace a ojo: "No tengo medidas. Los ingredientes son: agua, sal, un chorreón de aceite y harina".

Pérez Granero los hace así: "en un bol se pone agua fría, se le echa sal, el chorreón de aceite y la harina. Se amasa hasta que no se pegue (como una masa de pan). Una vez hecha, se van cogiendo trozos de masa y se hacen tiras largas que se trocean con los dedos para hacer los gurullos. No hay que amontonarlos. Luego se orean al aire para que no se peguen y se puedan guardar en el frigorífico o congelar, aunque también se pueden cocinar frescos". Para ella, que cocina los gurullos en guisos con gibia, conejo o pollo, la clave es hacer las tiras de masa muy finas y mover los cuatro dedos a la vez. 

Por su lado, Ana María Fernández Sánchez, de Ripollet, pero nacida en Los Leoncios, también en Saliente Bajo, en Albox, explica que hace gurullos desde siempre, puesto que su madre, Ana María Sánchez, los hacía en el cortijo y de ella aprendió. "Antes de tener la pasta comercial, utilizábamos esta pasta fresca. Todo el mundo tenía harina y era más económico que comprar fideos o arroz". Como cada maestrillo tiene su librillo, su receta es ligeramente distinta a la anterior: "los hago con agua caliente, un poco de sal, unas gotas de aceite y harina (la que admita, como para una masa de pizza), que voy añadiendo poco a poco hasta que no se pegue en las manos. Siempre se hacían cuerdas, unas tiras de masa que luego se cortar con un movimiento de dedos de las manos, pero ahora, para tener menos trabajo, a partir de tortas de masa extendida se cortan tiras, enharinamos y se dividen con el típico movimiento de dedos". Para ella también es clave ese chasquido, puesto que es un proceso lento: "cuanta más agilidad, más rápido salen". Ella, que los usa en guisos de pollo, costilla o conejo y también con pescado, sepia, cuenta que se pueden guardar en un bote una vez seco o congelar, para otra vez.

Mira cómo cocina los gurullos Pilar Artés, vecina de Alhama de Almería, o cómo los prepara Dani García.

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