(Un texto de Ángel González Vera en el Heraldo de Aragón del 11 de abril de 2015)
Toda labor didáctica en torno a la necesidad de utilizar un buen aceite de oliva virgen en la sartén o en la freidora es poca, como pone de manifiesto esta anécdota que relata Ángel González Vera, miembro de la Academia Aragonesa de Gastronomía y experto en almazaras.
El establecimiento había adquirido fama. Los numerosos parroquianos que acudían cada mañana a desayunar o a tomar el aperitivo del medio día alababan la calidad de las croquetas, empanadillas o torreznos que en él se servían. Estaba claro que ante la necesidad de preparar una pequeña fiesta en la que debían servirse aperitivos y tapas tradicionales y elaboradas con alimentos y sustancias contundentes, nos pareció oportuno acudir al famoso bar con el fin de encargar allí el ágape.
Negociamos con el encargado la cantidad y variedad de las tapas que debían servirse y, como remate final y antes de cerrar el trato, un tanto cohibido por mi parte, me atreví a sugerirle que tuviese la deferencia de realizar nuestro encargo una vez limpia la freidora. Una amplia sonrisa precedió a su compromiso de que así lo haría y de que no le importaba rellenarla con aceite nuevo pues la capacidad del recipiente no era muy grande. Agradecí su comprensión, solté unas breves y apresuradas palabras sobre los inconvenientes del uso de este tipo de artilugios y, sin dejar que diese la entrevista por terminada, volví a la carga, para solicitar un nuevo favor:
¿Y sería posible que la fritura se realizase con aceite de oliva?
El hombre cambió su expresión risueña por otra mucho más adusta y, esta vez sin sonrisa, y con un cierto aire de enfado, exclamó: "¡Los caprichos, en casa!".
Podría haber replicado explicándole que un aceite se comporta en las frituras de muy distinta forma según sea su procedencia. Que las altas temperaturas de cocción, junto con la alta presencia de oxígeno producida por las burbujas del hervor, las moléculas de agua procedentes de los propios alimentos componentes de la fritura, y las partículas de carne, pescado o féculas desprendidas de esos mismos alimentos, producían irremediables alteraciones en los aceites más rápidamente y más graves cuanto peor sea su calidad.
Que los residuos carbonizados de harina, fécula y otros componentes de alimentos aumentan la concentración del temido benzopireno, por su condición de potenciador de los tumores cancerígenos. Que los aceites de semillas cargados de ácidos grasos poliinsaturados y los de procedencia animal carentes de compuestos antioxidantes son propensos a descomponerse, si la cocción ha sido intensa y repetida, liberando nuevos compuestos de efectos indigestos, cuando no tóxicos, y aportando a los alimentos sabores y aromas poco agradables. Y que solo el aceite de oliva con un alto contenido de ácido oleico (monoinsaturado) y un buen número de compuestos antioxidantes garantiza frituras sanas y de alto valor gastronómico.
Pero no me sentí con fuerzas y preferí callar aceptando lo irremediable y confiando que aquel hombre no tuviese la costumbre de castigar a los caprichosos mortales que, como yo, se dejan seducir por estas banalidades haciéndonos probar rico sebo hidrogenado, para que sepamos lo que es bueno.
Me resigné soñando que algún día la inmensa mayoría de nuestros restaurantes y tascas, no la minoría como sucede ahora, descubrirían las ventajas de cocinar y freír con buenos aceites de oliva, mejor si fuesen vírgenes, usando freidoras limpias o mejor sartenes en las que el aceite se renueva después de cada fritura, y hasta pondrían distintivos en sus puertas testimoniando dichas prácticas, aunque desde algún recóndito rincón de mi mente algo me estaba gritando: ¡sería un milagro!
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