viernes, 27 de agosto de 2021

El clarete

 (Artículo escrito por José Manuel Vilabella en el Heraldo de Aragón del 10 de diciembre de 2016)

Todo el mundo habla, y más con vistas a las fiestas navideñas, de los vinos más delicados, blancos, tintos, cavas, champanes, incluso de los rosados. Pero nadie se acuerda del clarete.

Pobre clarete. De todos los vinos del vademécum, es el único que no ha encontrado su lugar en el ranquin y, aunque servía lo mismo para un roto que para un descosido, el tiempo, que es un señor cruel, lo ha tratado malamente; el clarete es un recuerdo que languidece y se arrastra por las cartas desactualizadas de los restaurantes periféricos, mohíno, acabado, deslucido, sin brillo, sin porvenir. Lo suyo es dramático y si a chufla lo toma la gente, a mí me da pena y me causa un respeto imponente; los esnobs lo ignoran, los sumilleres lo desprecian, los enólogos lo miran con desconfianza y por encima del hombro y los comensales poco informados lo confunden con el rosado, que es un vino desvaído y mestizo, con pretensiones, que navega siempre entre dos aguas y naufraga sin gloria y sin literatura porque le falta dramatismo y carpintería teatral y nadie, en su sano juicio, se pone ciego de rosado hasta el alba para superar el abandono de una mujer y mitigar a las bravas un mal de amores, porque el rosado y la gaseosa, ay, no sirven para olvidar.

Así es la vida, hermanos. En fin... Oremus: El drama del clarete y sus afines es que son vinos de clase media, pero de una clase media periclitada y arcaica que se quedó anclada en los modos de los años ochenta, en los pliegues de una modernidad sin fantasía. Los augures le profetizaron al clarete que moriría joven y de mala manera y, por una vez, los profetas acertaron y Europa acabó con él con un puñal administrativo, lo crucificó con tres decretos y sólo sobrevive el nombre en el lenguaje coloquial de la feligresía de las tabernas.

¿Cuándo se pedía un clarete? Y, sobre todo, ¿quién lo pedía? La verdad es que llegaba a las mesas como el séptimo de caballería y cuando no se sabía qué beber, cuando los comensales, divididos, se inclinaban unos por la carne y otros por el pescado y nadie quería dar su brazo a torcer y perder la concordancia, la sintaxis vitivinícola. «¿Qué vino tomamos?», se preguntaban a voces los comensales dubitativos. Y entonces, el más diplomático del grupo proponía una solución de compromiso: «¿Por qué no tomamos un claretillo?». La solución satisfacía a todos porque no convencía a ninguno.

Más allá del clarete que se llevaba bien con el pescado y que no hacía ascos a las carnes ligeras, estaba el tinto de verano y, al otro lado y en la frontera de lo espurio, habitaban, ¡oh, cielos!, la sangría de los turistas, el vino que vende Asunción, el vinazo de bota que sabía a pez y a viaje interminable, el tinto cabezón, el vino amargo, la ira embotellada de los pitarras, el vino aguado, el turbio mosto de los figones, el vino moribundo que bordea el vinagre y el crimen y ese largo etcétera del que nunca se han ocupado las revistas especializadas ni los caballeros respetables y que a míster Parker, allá en América, le importan un ardite.

UN VINO QUERIDO. Al clarete no lo admirábamos, pero lo queríamos los que vivíamos en la marginalidad, era un vino cercano que nos dispensaba de las ceremonias de la cata, de las solemnidades sacerdotales; era un conocido, un contertulio, casi un cómplice. «¿Qué tomas?», preguntaba cualquiera, y tú contestabas: «Un café, o mejor, un clarete».

El clarete venía de no se sabe qué sitio y maridaba bien con la literatura y las disquisiciones políticas, porque en su interior dormitaba una paradoja juvenil, un adolescente atribulado. Si el tinto espeso se utilizaba para las conspiraciones nocturnas, el clarete era un vino diurno que perdía su frescura al ponerse el sol y la recuperaba, a veces, el día siguiente justo después de la hora del Ángelus, cuando a la cafetería de la esquina llegaban en tropel los amiguetes.

Un buen día, el clarete se iba o nos marchábamos nosotros, tanto daba; el caso es que nos decíamos adiós y cada uno tomaba un camino diferente. Al clarete lo mató la norma burocrática, el derecho administrativo, murió asesinado por el código civil. Nadie lloró en su entierro y el rosado, que dice ser su heredero, aspira a ocupar su lugar en nuestros corazones.

El clarete y el rosado se parecen, tienen como un aire de familia; el rosado es más educado, más fino, más sociable y discreto, pero le falta el discurso abrupto y no tiene aquel perfil acanallado de golfo tabernario. El firmante nunca pide un rosado porque piensa que, como dijo el otro, la nostalgia es un error, la nostalgia ya no es lo que era.

 

 

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