(Un texto de Víctor de la Serna en El Mundo del 21 de junio
de 2019)
Ni fina ni molecular, la actividad culinaria húngara destaca
por el uso del producto local y porque agrada al paladar.
Fue en un viaje lejano
a Hungría, aún bajo régimen comunista, cuando este gastronómada se encontró en
una librería con lo más inesperado: un libro de cocina, o al menos de
gastronomía literaria, escrito al alimón por Miguel Ángel Asturias y Pablo
Neruda y dedicado a aquel país.
Más curioso aún, se
trataba de una edición en francés, Saveurs de Hongrie, y nos fue
imposible encontrar la española, Comiendo en Hungría, agotada.
Estaba escrito otros
10 años atrás y nació de una visita a Budapest en 1965 de ambos escritores, muy
bien vistos, como sabemos, en el bloque soviético. Allí esos dos comilones
descubrieron una cocina y unos vinos prácticamente ignotos en Occidente, se
entusiasmaron y concibieron este proyecto que -claro está- fue apoyado por las
autoridades húngaras de la época.
Cuando uno se topa de
nuevo con aquel libro -reeditado en el último decenio, tanto en España como en
Chile, aunque sólo hemos encontrado extractos de esa versión en español-
reverdecen recuerdos de una cocina efectivamente brillante y original, de la
que aquí sabíamos poquísimo y seguimos sin saber demasiado.
Miren esa explosión de
restaurantes exóticos en Madrid, donde ya hace medio siglo hubo un buen
restaurante polaco en la Ribera del Manzanares, El Viejo Uno. Pues sigue sin
haber nada húngaro, o al menos nunca nos ha llegado noticia de un húngaro que
haya atraído la atención por su calidad y su autenticidad.
Quizá este
recordatorio sirva para azuzar la curiosidad y quizá para atraer a un buen
cocinero húngaro a estos lares... Para hacerse una idea, vean estas frases del
prólogo, que es de Neruda:
«Hungría nos gustó y
la gustamos. Somos golosos venidos de allá lejos, de tierras calientes que
siguen ardiendo y tierras frías que viven con la nieve. Teníamos hambre
ancestral, siglos de hambre maya, edades de guerra y hambres de Arauco, hambrunas
de Castilla que empujó a América la soldadesca imperial. Estas hambres caminan
en nuestra sangre y nos dotaron de una curiosidad infinita por cuanto se come.
Estas hambres reunidas nos dieron un apetito devorador. Miramos con hambre a
Hungría. ¡Tierra de carne asada al atardecer, con humo de mil cocinas en la
llanura, y algunas campanas de iglesia que llamaban a la cena! Y luego Budapest
con su color de racimo y su alma de pan, su luz de panadería. Sobre el Danubio
se ciernen vapores de platinada cacerola. Por las colinas el aire impregnado
por las flores se modifica bienhechoramente y reparte aromas de manteca y
paprika, de orégano y laurel».
Esa cocina que tanto
enamoraba a los futuros premios Nobel tiene sin duda su secreto, no tanto en las
técnicas culinarias, muchas de las cuales -como en toda Europa- llegaron de
Francia, más las de origen vienés y, desde Viena, algunas italianas como las
pastas.
Lo que la distingue es
su dependencia casi total en productos autóctonos, desde el cerdo y los
pescados de agua dulce, hasta las hierbas y especias que se unen a su majestad
el paprika, primo algo más aromático de nuestro pimentón, con muchos niveles de
picor y dulcedumbre y una calidad suprema, el paprika rosa de Szeged. Sabores
potentes, combinaciones inusitadas, exotismo...
Nos suena el goulasch,
ortografía germana del magiar gulyás, pero sepamos que bajo ese nombre allí se
come una sopa. Con la base de carne de vacuno, cebolla y paprika de tantos
guisos, pero sopa. El estofado sólido tiene varios nombres y variantes: el
pörkölt es el que nosotros llamamos goulasch.
Los platos se
complican con la adición de elementos y más elementos: crema agria, tarhonya
(pasta seca bajo forma de pequeños granos, casi como arroz), eneldo, apionabo, mejorana,
calabaza, semillas de amapola... Se fríe generalmente con grasa de cerdo.
Aunque ahora ya llegan
algunos pescados de agua salada, el largo aislamiento -geográfico o político-
de Hungría hizo que se conociesen y apreciasen casi exclusivamente sus peces de
agua dulce: sobre todo, el lucio-perca del lago Balatón o fogas, y en el
Danubio y el Tisza el pequeño esturión sterlet y el enorme siluro.
Un plato que sonará
absurdo por lo barroco pero que resume la grandeza desbocada de la cocina húngara
es para nosotros el csángó gulyás que, miren ustedes, es en este caso un guiso
y no una sopa. Se mezclan tocino, cebolla en rodajas, paprika y alcaravea -otro
elemento húngaro esencial-, se agrega algo de agua y se hierve. Se añade carne
de vaca en taquitos, se sala, se tapa y se hace a fuego lento añadiendo un poco
de agua. A mitad de cocción se añade chucrut, y poco después arroz. Justo antes
de servir se cubre con nata agria.
Sí, es la negación de
la cocina moderna, de la cocina fina, de la cocina molecular. Pero,
milagrosamente, funciona. Además, con la acidez que le imparten la chucrut y la
nata agria, es un plato que se armoniza perfectamente con los vinos blancos
secos húngaros, que también son sin duda unos desconocidos en gran parte de
Occidente: nos suena el noble tokaji aszú dulce, pero esos blancos de las
laderas que rodean el Balatón -de las castas autóctonas kéknyelü y harslevelü,
y de la francesa pinot gris, aquí conocida como szürkebarát- y los propios
tokaji secos, procedentes de la uva furmint, pueden llegar a ser excelsos y son
el complemento indispensable de esta cocina sin límites y sin complejos.
Y, no hace falta
decirlo, poco apta para quien intente adelgazar o incluso mantener el peso...
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