(Un texto de Francisco Abad Alegría en el Heraldo de Aragón del 7 de diciembre de 2019)
Trampa: plan o acción que tiene como fin engañar a una persona. Engaño: acción o conjunto de palabras o acciones con que se engaña a alguien o se le hace creer algo que no es verdad.
No voy a hacer apología de la mentira, que engloba tanto a trampa como engaño, con matices bien definidos. Pero ahora que parece que nos sobra de todo, que hay abasto alimenticio de casi todo durante casi todo el ciclo anual y que todo ello es asequible a la mayoría de la población (veremos por cuánto tiempo...) quiero recordar unas pocas trampillas y engañifas bienintencionadas de la cocina popular, destinadas a iluminar la monotonía y estrechez de la vida cotidiana y a menudo a ser trampantojo no pictórico de elaboraciones culinarias bienintencionadas para llenar estómagos desfallecidos o insaciables y rutinas exasperantes. Quédense para el recuerdo y para estas líneas, si nadie nos empuja a la miseria, de nuevo.
Para los curiosos, recomiendo vivamente un libro del famoso Ignacio Domenech, escrito durante nuestra última Guerra Civil y publicado cuando ya iba en declive su triste realidad: 'Ignacio Doménech. Cocina de recursos (Deseo mi comida)'. Trea, Gijón. 2011.
EL PAN COMO BASE. El multisecular pan ha sido base y remedio de la alimentación cotidiana para todas las clases sociales, aunque en forma de protagonista se haya enseñoreado de la miseria de las más humildes; por eso sus acompañantes, aún en platos diversos como legumbres o asociaciones de hortalizas y verduras, se han denominado desde antiguo «compango», es decir la compañía del pan (‘compañero' significa el que comparte el pan, en el trabajo o el cuartel), lo que ilustra o alegra, aunque no sea estrictamente 'pan'.
El remedio más simple de engaño es la secular sopa de ajo. A estas alturas, creo que ya sabemos todos que 'sopa' no es inicialmente un caldo sustancioso (eso es caldo o brodo o bodrio o crema) sino rebanada de pan. De modo que quedó consagrada la expresión 'más claro que el caldo de un asilo' para llamar a una sopita desustanciada, 'alegrada' hasta el límite de la insipidez, en lugar de 'sopa de asilo'. Las sopas de ajo eran un intermedio entre la estructura poco consistente, permítanme decir ‘desestructurada' de rebanadas de pan, acompañadas de ajos, baratos y de fácil cultivo y larga conservación, aliñadas con un poco de sal y, según las zonas, tiras de pimiento choricero seco o incluso azafrán de magra recolección doméstica, ablandadas con agua hirviente, lo que confortaba el estómago, brindaba aroma y saciaba.
Como la abundancia de huevos no fue realidad en nuestra tierra, salvo en medios rurales, hasta las primeras explotaciones de gallinas ponedoras proyectadas al inicio de la dictadura de Primo de Rivera (entonces se inventó una cualificación profesional muy elemental, sin estudios previos, denominada 'perito avícola') los huevos se 'alargaban' con pan, dando lugar a las denominadas ‘tortillas de engaño' o, en porciones pequeñas, huevos tontos. Eran tontos porque tenían poca sustancia, aunque la astucia popular logró hacerlos saciantes y un poco sabrosos, que es de lo que se trataba. Una abundante cantidad de miga de pan remojada en agua, a veces en leche, se aliñaba con los consabidos ajos, el aroma del pobre desde que los romanos tuvieron la feliz idea de traérnoslos por aquí (además de la civilización, las calzadas, los acueductos, el derecho y todo eso que detallan los subversivos conspiradores que se enfadan con el invasor en ‘La Vida de Brian') y se amalgamaba con poquitos huevos, de modo que tomada en porciones o cuajada sobre sartén sobre aceite o manteca caliente, daba unas hermosas masas doradas, que aún podían ser más tontas si se recocían en agua aromatizada con más ajos, lo que las esponjaba. Así empezó la famosa 'pilota' de los cocidos tradicionales levantinos y catalanes, pero en toda España a la vez.
NOMBRE SOLEMNE PARA LA POBREZA. Es conocido el aparejo de patatas con pimentón de la Montiel de Ciudad Real, reflejo de confecciones similares dispersas en todo nuestro territorio patrio. Cuando las patatas ya se iban incorporando a la alimentación humana, lo que ocurrió no antes de la segunda mitad del siglo XVIII (en serio, no se crean eso del alimento que nos salvó de las hambrunas al llegar de América, que la cosa tardó) las gachas ya estaban inventadas y el pimentón, que esperaría a producirse semi-industrialmente al primer tercio del siglo XIX, se confeccionaba manualmente con mortero.
Así que las despreciadas patatas, consideradas antes comida de cerdos y, ya por la necesidad, de pobres, necesitaban una ligera alegría para hacerse respetable comida familiar. La cosa es tan simple como cocer las patatas troceadas en agua con sal y, ya escurridas, embalsamarlas en una gachuela un poco floja de harina empimentonada, con ajo, naturalmente, dando un potaje gustoso, dignificado por los aromas del ajo y el pimentón, en el que además, por supuesto, se podía mojar pan.
APROVECHAMIENTO EXTREMO. Hasta principios del siglo X no disponemos en nuestras tierras de azúcar, cuya caña madre habían traído los invasores musulmanes décadas antes, y además el producto era tan caro que se dispensaba en las boticas como especia o medicamento. De modo que el edulcorante popular era la miel. Tras desopercular y exprimir los panales, aún quedaban restos de miel adheridos a la cera, que se empleaba para confeccionar bujías de uso religioso o de casas pudientes y como abrillantador y ayudante en la confección de cordelería para calzado o guarnicionería.
Pues bien, la miel residual se extraía lavando en un terrizo pequeño los trozos de panal aún insuficientemente exprimidos para obtener el mostillo de miel. Se habla de mostillo porque el original se hacía preparando arrope a partir de la concentración por ebullición del mosto de uva recién exprimido, apartado para este menester del que luego fermentaría para obtener vino; así se obtenía un 'mosto' de miel que también se tenía que hervir hasta concentrar su dulce contenido, que luego cocería con algunos frutos secos como almendras, avellanas o nueces quebradas y también, con suerte, cáscaras secas de naranjas o limones, añadiendo después harina, poco a poco, hasta conseguir un engrudo que al enfriarse solidificaba. Ese mostillo de miel muy seco se podía cortar en trocitos como golosina para el invierno, pero no era raro que se tomase también cuando estaba parcialmente fluido como postre especial.
DULCES DE SARTÉN DE PURO ENGAÑO. Los andalusíes invasores eran muy dados a las frutas de sartén, es decir, masas fritas basadas en harina unida con huevos, agua o leche, aromas y frutos secos. Dos ejemplos de ello son los ‘lagum del cadí' o los 'cuernos de gacela', que recoge el murciano del siglo XIII Ibn Razin al-Tubiyí. Pues bien, el colmo del postre de engaño es el piñonate de la zona del Campo de Gibraltar o Jimena de la Frontera (y otras zonas del sudoeste español), que se hace friendo tiritas de masa de harina, huevo y semillas de anís en aceite aromatizado con cáscara de naranja; las tiras doradas se cortan en pequeñas porciones que se amalgaman con miel caliente, que se pueden cortar luego en pastillas: se llaman piñonate y no llevan ni un trocito de la sabrosa semilla.
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