jueves, 24 de marzo de 2022

La eterna pelea de don Carnal y doña Cuaresma

(Un texto de Ana vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 9 de marzo de 2019)

Hace casi 700 años que Juan Ruiz, arcipreste de Hita, cantó en el 'Libro de buen amor' la batalla gastronómica entre la gula y la templanza.

Apuesto un manuscrito incunable a que a estas alturas de semana, olvidados casi los jolgorios carnavaleros y traspasado el umbral del Miércoles de Ceniza, les apetece a ustedes un pucherito de vigilia. Los garbanzos con espinacas, las torrijas y el bacalao en mil formas inundan de repente las cartas de los restaurantes y resulta entrañable ver con qué ganas se acogen hoy estos platos, antaño obligatorios, cuando nadie nos los impone. Las recetas de vigilia lucen con el brillo de lo tradicional, lo infrecuente y sobre todo de lo voluntario, pero no hace tanto que eran prácticamente aborrecidas a excepción de los golosos dulces cuaresmales por tratarse de una dieta forzosa, ineludible, santa, católica y apostólica. Hubo tiempos en los que entre témporas, vigilias, viernes, sábados, Semana Santa y Cuaresma los días de abstinencia de carnes sumaban más de un tercio del año, así que no, el puchero de espinacas no fue siempre tan anhelado como ahora.

Sabrán ustedes de sobra que la Cuaresma (del latín quadragesima) es el período de cuarenta días que va desde el Miércoles de Ceniza al Jueves Santo y que según el calendario litúrgico cristiano sirve de preparación espiritual para la Pascua. Oración, penitencia, reflexión y abstinencia de todo tipo de apetitos eran los preceptos básicos de esta época del año en la que las reglas de la Iglesia imponían un estricto régimen alimenticio sin rastro de carne o grasa animal. No serán pocos los lectores que aún recuerden pagar la Bula de Carne para reducir los días de abstinencia, ya que estuvo operativa hasta 1966. Con esta dispensa en el cajón los fieles tan sólo debían mortificarse en la mesa unos 25 días al año en vez de más de cien, así que realmente era una bicoca.

Este privilegio papal, ideado originalmente como método para recaudar dinero en la guerra contra los infieles, permitió a los españoles gozar de sustanciosas prerrogativas como poder comer grosura o casquería en sábado o huevos y lácteos en días de abstinencia. Esto último, por ejemplo, pudo hacerse únicamente desde el año 1509, cuando el papa Julio II agregó una nueva dispensa a la bula. Nos podemos imaginar fácilmente lo que con anterioridad a esa fecha (y aun después) implicaba la llegada de la Cuaresma para los creyentes: apuros para conseguir pescado, preocupaciones por no incurrir en pecado mortal y aburrimiento.

Normal que la semana anterior al comienzo de la Cuaresma fuera testigo de atracones, festines carnívoros y conductas licenciosas; los Carnavales servían a la vez como despedida y válvula de escape. De ahí que desde hace siglos se haya utilizado la dicotomía entre Carnaval y Cuaresma para simbolizar la lucha entre lo sensual y lo espiritual o, si prefieren ustedes, entre lo pecaminoso y lo púdico.

Dos personajes alegóricos opuestos, don Carnal y doña Cuaresma, invaden la iconografía y la literatura cristianas enfrentados siempre en cruenta batalla con chorizos o sardinas como arma. Y una de las muestras más antiguas de esta guerra está en el 'Libro de buen amor', la obra maestra del mester de clerecía que escribió Juan Ruiz, arcipreste de Hita (Guadalajara) en torno a 1330.

El libro del arcipreste es una fabulosa fuente documental acerca de qué se comía en Castilla (y por extensión, en la España cristiana) durante la Baja Edad Media. Incluye numeroso vocabulario culinario y recoge diversos usos alimenticios del siglo XIV, desde descripciones de banquetes nobles hasta menciones de las frutas entonces habituales priscos, brevas, cerezas, toronjas, melón, uvas… o platos concretos, como la judía adafina.

Como buen clérigo moralista de la época, Juan Ruiz no olvidó condenar la embriaguez y el pecado de gula. Y gracias a sus estrofas también sabemos que las comidas podían llegar a ser cinco al día, divididas entre almuerzo (ahora lo llamaríamos desayuno), yantar (comida del mediodía), merienda, cena y zahora, la recena medieval hecha entrada la noche. Pero sin duda donde más guiños gastronómicos encontramos es en su pasaje sobre la batalla entre don Carnal y doña Cuaresma, una parodia de los cantares de gesta medievales en la que se enfrentan a vida o muerte el ejército de la abstinencia y el del exceso.

«De mi, doña Cuaresma, justicia de la mar,/ alguacil de las almas que se habrán de salvar, /a ti, Carnal goloso, que nunca te has de hartar, /el Ayuno en mi nombre, te va a desafiar.»

Una vez promulgado el desafío y elegida la fecha del enfrentamiento (martes de Carnaval), ambos contendientes llegan al campo de batalla rodeados por sus guerreros. «Acudió don Carnal, valiente y esforzado, de gentes bien armadas muy bien acompañado», compuesto su ejército de gallinas y perdices, conejos y capones, ánades, tocinos y gordos ansarones. Unos son lanceros, otros ballesteros y los últimos caballeros, pero todos unidos por la grasa y el fundamento, «los patos, las cecinas, costillas de carneros, piernas de puerco fresco, los jamones enteros; las tajadas de vaca, lechones y cabritos, luego los escuderos: muchos quesuelos fritos». Con la mesa colmada y la tripa llena don Carnal y sus partidarios duermen la mona hasta que, intempestivamente, se les echa encima la frugal hueste cuaresmal: «El primero de todos que hirió a don Carnal fue el puerro cuelliblanco, y dejólo muy mal, le obligó a escupir flema; ésta fue la señal. Pensó doña Cuaresma que era suyo el real».

Pensemos que hace siete siglos la distribución de pescado fresco era muy limitada y su consumo era mucho menor que el actual. En la meseta castellana, desde donde escribía el arcipreste, la Cuaresma obligaba a comer pescado de agua dulce o marino cecial (curado, seco o en salazón) y los problemas logísticos para tenerlo en la despensa estaban a la orden del día. Y sin embargo, el 'Libro de buen amor' incluye un extenso catálogo de peces y nos desvela el fluido comercio que existía ya entonces entre la costa y el centro de la península: las mesnadas de doña Cuaresma estaban formadas por sardinas, mielgas, verdeles, jibias, atunes, barbos, merluzas, sabogas, delfines, sábalos, sollos o lijas además de lejanas anguilas de Valencia saladas y curadas, cazones de Bayona, camarones del Henares y el Guadalquivir, langostas de Santander, besugos de Bermeo, lampreas de Sevilla, congrio de Laredo y salmón de Castro Urdiales. No faltan cangrejos, ostras ni pulpo, que «a los pavones no dejaba parar, ni aun a los faisanes permitía volar, a cabritos y gamos queríalos ahogar; con tantas manos, puede con muchos pelear.»

La batalla acaba con don Carnal derrotado, apresado y humillado. Tas confesar y arrepentirse, obtiene la absolución de un fraile que le condena a comer cada día un único manjar para poder ser perdonado. «El día del domingo tendrás que comer los garbanzos con aceite, no más». Y ahora díganme si el puchero de vigilia les sigue apeteciendo tanto.

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