(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 5 de abril de 2015)
Hoy termina la Semana Santa. Son estas unas fechas en las que la tradición está muy presente. Además de su fundamental componente religioso, y estrechamente ligada a él, la gastronomía de la Cuaresma posee personalidad propia. De la prohibición de comer carne, de la austeridad impuesta por la Iglesia en esta época, surgieron platos magníficos, sabrosos, bien arraigados en la cocina tradicional, que tienen su eje principal en torno a los potajes de vigilia, los guisos de bacalao y las torrijas. Elaboraciones cuaresmales que vuelven cada año con más fuerza a nuestros restaurantes, ayudadas por ese feliz protagonismo que el recetario popular está adquiriendo de nuevo. Una vuelta a la tradición que nos lleva a esa cocina de la memoria, la de los sabores que recordamos de nuestra infancia.
Sin embargo, lo que se planteaba inicialmente como un sacrificio ha perdido ya su sentido. Sin carne se puede comer de maravilla, incluso mejor, sobre todo en un país tan aficionado al pescado y al marisco como es el nuestro y en el que gozamos de tanta variedad y calidad. Ya me dirán dónde está el esfuerzo en sustituir la carne por un bogavante, un rodaballo o cualquier otra de las delicias que proporcionan nuestros mares. Pero no es esa la cuestión. Lo importante es que, al menos en lo gastronómico, seguimos fieles a nuestras raíces.
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