El momento de alimentarse obedece a convenciones sociales que han ido cambiando a lo largo de la historia en las distintas culturas.
La ‘hora de comer ’ es una convención social perfectamente establecida y además de distinto modo en áreas urbanas rurales y en las diferentes regiones españolas. Las primeras ‘horas de comer ’ eran sin duda las ‘ocasiones de comer ’: cuando hay de qué. Pero la progresiva organización social, especialmente la estructura civilizadora con normas escritas de estructura familiar, agrícola y urbana (tan explícitas, por ejemplo, en el código de Hammurabi) acabó por estructurar un ritmo de comidas acorde a las labores no solo de obtención del alimento y su preparación sino también a la diversificación profesional de la población.
En el relato de los
factores que contribuyeron a instaurar el horario de las comidas hay que
mencionar, para empezar sin olvidarlo, un último factor cronológico
obligado en el primer intento ‘globalizador’ al menos parcial, de la
vida occidental: el cambio obligatorio de horario estacional, lo que altera directamente todos los ritmos circadianos, incluida la hora de comer .
Un
segundo factor es el estatus social. El rústico que tiene que madrugar
mucho para trasladarse al campo de labor en un carro aparejado con mulas
desayunará cuando aún no se ha levantado el sol y, aunque pueda
tomar un bocado, no comerá hasta que la oscuridad le obligue a
recogerse. Mientras tanto, el dueño de la tierra, que permanece
en labores directivas o administrativas, puede observar un horario de
comidas ajeno al paseo celeste del sol. Tiempos pasados pero aún
culturalmente influyentes.
Otro factor ha sido decisivo y
determinante de los horarios de comer, aunque ahora ya resulta marginal
por los cambios de hábitos sociales: el papel de la mujer en la
organización del hogar. En la sociedad antigua, básicamente agraria y parcialmente industrial, la mujer (y esclava) permanece en casa,
al cuidado de los hijos, o recoge unas hortalizas o va a la compra,
pero está largo tiempo dedicada a las inacabables tareas domésticas.
Eso
tiene dos efectos de acción sinérgica. Por una parte, es posible
controlar la elaboración de preparaciones sencillas pero de muy largo
proceso, como todo tipos de guisos, con o sin legumbres, y por otra, el
apremio de otras labores por hacer (lavar, planchar, limpiar la casa) no
permiten muchas finiquituras en la preparación. De modo que la
comida se elabora lentamente, con estructura rústica, primero en fuego
bajo y más recientemente en cocina económica, y eso marca un tiempo casi fijo para los trabajos domésticos y sobre todo para el momento en que las viandas están listas.
Los
horarios industriales y de atención de negocios o de oficios, es decir,
el tiempo en que el varón, tradicionalmente el que trabajaba fuera de
casa, marcan también los tiempos de las comidas, porque se cierra el trabajo cuando la mayoría de la población acude a comer, creándose así una estrecha interdependencia entre el horario del demandante y el comercial.
Otro factor importante es el tipo de trabajo del comensal, evidentemente muy distinto en un hortelano, un oficinista o alguien dedicado a tareas logísticas; esto se ha diluido en pocas décadas, pero sigue teniendo peso psicológico en los horarios de comer .
Por fin, irrumpen dos factores altamente determinantes en la hora de comer. En primer lugar el transporte intra o interurbano: quien vive en un lugar alejado del centro de trabajo, difícilmente podrá acudir a su hogar a la comida del mediodía, por ejemplo, y hará eso que algunos llaman ‘break’ para tomar un bocado y seguir trabajando (es decir, tentempié o poco más).
El
segundo factor, mucho más determinante, en mi opinión y más modificador
de hábitos sociales, es la gestión del ocio y la separación por
estratos de edad de la estructura familiar. Si la hora de
llegada al hogar de los distintos miembros de una familia estaba
condicionada por los ritmos laborales y de transporte, el obviamente
intencionado cambio del tiempo de ocio para los más jóvenes hacia las
horas nocturnas, la estructura horaria que determinaba los
horarios de las comidas se quiebra, porque ha desaparecido una razonable
unidad, no necesariamente rígida como la de los cuáqueros de la
películas del Oeste.
A eso
se añade la modificación de los horarios de emisión de programas
televisivos, series, películas, lo que atomiza, con el instrumento
maligno de la ‘bandeja de televisión’ o el bocadillo informal, los horarios vespertinos de comidas. Y eso es algo indiscutiblemente programado desde áreas de poder social, suprafamiliar.
En síntesis, que de la inicial anarquía causada por la disponibilidad de alimento según la época y el lugar, se
va llegando a una anarquía perfectamente programada desde los poderes,
porque la comida, y más la familiar, es un acto social estructurador de la convivencia y los valores; el beneficiario, como siempre: el poder.
Horarios de comidas a lo largo de la historia
La
Roma clásica no era distinta del resto de los pueblos para las clases
bajas; se basaba en una primera comida sencilla al comenzar la jornada
(‘ientaculum’) y una más sustanciosa al concluir la jornada (‘cena’). Pero las familias acomodadas organizaban los horarios según sus posibilidades, básicamente de servidumbre.
El desayuno se hacía entre las 7
y las 9 de la mañana, para tomar al mediodía lo que nosotros llamamos
almuerzo (‘prandium’) entre las 11 y las 12 horas, concluyendo las comidas con platos de entidad en la ‘cena’, entre las 16 y las 17 horas.
Naturalmente, me refiero al horario solar, ahora irreconocible por las
modificaciones impuestas de forma injustificable, con la excusa
indemostrada, solo calculada, del ahorro energético.
Cuando la madre Roma cede su puesto a la atomización del Occidente medieval, el esquema de los horarios de comer sigue en lo básico al romano,
aunque ya empieza a retrasarse el horario de la cena, acompañando a la
caída del sol, y se añaden ocasionalmente algunos bocados de media
mañana, en un rudimento de almuerzo.
Al
avanzar los tiempos, con el cambio de abasto, hábitos sociales y
advenimiento de una clase burguesa entrelazada con la clerecía secular, las copiosas cenas se aligeran y la comida se distribuye en tramos más cortos a lo largo de la jornada.
La
Francia tradicional del siglo XX tiene un desayuno moderado hacia las
7-8 horas, un ‘souper’ hacia las 12-14 horas (con su odiosa ‘bonne
soupe’) y una comida más sustanciosa a las 19-20 horas (‘diner’) que es
la cena. Los hijos de la Gran Bretaña se diferencian de este
ritmo y aunque desayunan a la misma hora, a partir de la simpática reina
Victoria incorporan el ‘tea-time’, básicamente para demostrar
que tenían colonias esclavas abastecedoras, tras una frugal comida
(‘breakfast’ o ‘lunch’, según la cuantía) y cenan entre las 19-20 horas
(‘dinner’).
En nuestra patria
las diferencias son de matiz. En general el desayuno, que solía ser muy
temprano antaño (entre las 6 y las 7 de la mañana), varía mucho según
el tiempo de transporte al trabajo. Es habitual un pequeño
tentempié (aquí llamado almuerzo) hacia las 11 horas, la comida tiende a
ser tardía, entre las 14 y las 15 horas, aunque es más
temprana en medios rurales; puede hacerse otro tentempié o merienda
entre las 17 y las 18 horas, inhabitual en medios rurales, y la cena se
retrasa mucho, pasando del viejo horario de entre las 20.00 y las 21.00
al menos saludable de 21.00 a 22.00.
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