(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 5 de julio de 2020)
Es casi un tópico preguntarse cuánta hambre debería pasar el hombre que se atrevió a comer la primera ostra. Pero mucha más aún debía tener el que se atrevió con un caracol. Todavía hoy hay una importante división de pareceres entre incondicionales y quienes no pueden ni verlos en una cazuela. Yo estoy entre los primeros, como lo estaban los romanos, que los apreciaban tanto como para poner en marcha los primeros criaderos. No es casualidad, por tanto, que Francia, Italia y España sean los principales consumidores de estos gasterópodos. Nuestros vecinos del norte los disfrutan, sobre todo, a la borgoñona, piezas grandes con mantequilla, ajo y perejil. Por estos lares los preferimos en salsa, con la excepción de los ilerdenses, que los toman ‘a la llauna’, hechos en las brasas sobre una placa metálica. Se comen en todas las regiones, pero el mayor protagonismo lo adquieren en Andalucía, convertidos en tapa típica de muchos bares. Y en ningún sitio como en Córdoba. La ciudad se llena en primavera de puestos ambulantes donde venden los ‘chicos en caldo’, que la gente disfruta en plena calle. También en Madrid hay una gran tradición en las tabernas populares. Prueben los de Los Caracoles, en la calle Toledo. A la madrileña, o lo que es lo mismo, en una salsa picantita que invita a mojar mucho pan. Porque los caracoles son muy sanos, apenas tienen grasa y no engordan, pero esos inevitables ‘barquitos’…
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