(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 2 de agosto de 2020)
En los muchos años que tengo, nunca había visto tanta cantidad de maíz plantado como este verano. Al menos en el Occidente de Asturias, que es por donde me muevo en estas fechas. Como ocurre con los campos de trigo de Castilla, en la rasa costera hay zonas donde lo único que alcanza la vista es un paisaje verde de maizales, bien poblados de esas estilizadas espigas en cuyo interior empiezan a crecer las mazorcas, que los asturianos llaman ‘panoyas’ y que se secan (más bien se secaban) luego, agrupadas en ristras, en los hórreos. Ingrediente básico en la dieta de los mexicanos y otros pueblos del entorno, desde su llegada a España tras el segundo viaje de Colón el maíz se convirtió en un producto fundamental para los habitantes de la Cornisa Cantábrica. Para alimentar a las vacas y sobre todo como sustento de las familias rurales. A falta de trigo, este cereal resulta idóneo para hacer harinas de las que salen panes de color amarillo, tan densos como duraderos y que felizmente se están recuperando. También empanadas de masas recias que soportan todos los rellenos. Hace unos días pude probar una de arenques que era tradicional en Navia, ahora prácticamente desaparecida. La llaman allí ‘bollo de arenques’ y, aunque se le añaden hojas de berza para reducir la grasa, es un bocado contundente. El maíz también como base de los tortos asturianos o de los talos vascos, que tanto recuerdan a las tortillas mexicanas.
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