(Un texto de Elena Sanz en el suplemento Tercer Milenio del Heraldo de Aragón del 11 de febrero de 2018)
El gesto de añadir sacarosa al café y al té desencadena un cambio en la estructura química de la bebida que afecta al paladar.
No es solo que el dulzor del azúcar enmascare el sabor amargo del brebaje negro. El gesto de añadir sacarosa (azúcar de mesa) al café y al té desencadena un cambio en la estructura química de la bebida que afecta al paladar. Según sacaba a la luz un estudio liderado por el biólogo Seishi Simizu, de la Universidad de York (EE. UU.), las moléculas de cafeína se pegan unas a otras cuando están inmersas en agua. Y se apiñan todavía más cuando se añade azúcar. ¿Pero por qué? Tal y como exponía el investigador en la revista 'Food and Function', lo que sucede es que la cafeína se congrega para huir del azúcar. Algo que nos pasaría desapercibido si no fuera porque las moléculas de cafeína no solo son responsables del efecto estimulante del té y el café, sino también de su amargor. Y, agrupadas así, en montoncitos, ese amargor mengua, claro.
Lo que también hay que reconocer es que nada apetece más después de una taza de café que llevarse a la boca una galletita o un trozo de pastel. Tiene explicación. Resulta que, una vez que alcanza nuestro cerebro, la cafeína tiene un efecto potente sobre los receptores de adenosina, que promueven la relajación y la somnolencia. La cafeína los suprime y nos ayuda a espabilarnos, una de las razones de su popularidad mundial. Hasta ahí, todo fantástico. La cuestión es que cuando estos receptores de adenosina aparece otro efecto indeseado: que las papilas gustativas detectan peor el dulzor. Y, como consecuencia, a partir de ese momento se dispara nuestro antojo de dulces. A ser posible, muy cargados de azúcar, para que el cerebro la detecte bien.
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