(Un texto de Juan Barbacil en el Heraldo del 22 de marzo de 2014)
Hacia mediados de los años 80, en uno de mis viajes a la vieja ciudad de Estrasburgo, conocí al que entonces era el abogado ejecutivo y corporativo de la compañía Kronenbourg, el turolense Joaquín Ortiz, que para entonces ya formaba parte del Grupo Danone y acababa de unirse a otra gran cerveza de la misma zona, la no menos famosa Kanterbräu.
Me explicó muchísimas cosas sobre la, compañía y tomamos riquísimas cervezas en las evocadoras tabernas alsacianas con las clásicas tartas de cebolla donde solo allí saben así de ricas, como ocurre con otras tantas recetas autóctonas.
En España estaba llegando entonces de la mano. de la distribución de la potente Font Vella, el agua mineral también de Danone. Era una novedad y de las pocas cervezas extranjeras que se conocían junto a un puñado de marcas que daban sus primeros pasos en España: Löwenbrau, Guinness, Heineken y pocas más.
Como se ha dicho, el origen de esta empresa cervecera data de 1664, año en el que Jérome Hatt obtuvo su diploma de cervecero y decidió fundar la compañía para sacarle partido. Se instaló en el distrito de Cronenbourgde, en la ciudad de Estrasburgo, siendo precisamente el nombre del distrito el escogido para la cerveza de la que ahora hablamos. Obviamente, la Kronenbourg 1664 no se creó en ese año, sino que comenzó a comercializarse en 1952 para conmemorar la coronación de la reina Isabel II, de cuyo reinado se cumplen ahora casi 52 años. El nombre viene de un poco antes, cuando en el año 1947 se decidió llamar así, sin el número, a su cerveza más famosa, la Trigre Bóck. En 1952, pues, solo se añadió el 1664.
Una vez vertida en la copa, la cerveza Kronenbourg 1664 presenta un color ámbar pálido tirando a dorado, muy cristalino, alejado del color pardo que suelen presentar las cervezas de nuestro país. La espuma es abundante y bastante persistente, resistiendo una fina capa de ella durante todo el rato. Lo que más llama la atención al acercarse la cerveza a la nariz son los lúpulos aromáticos, que borbotean juguetones en nuestras fosas nasales. El carbónico, fino y abundante, también ayuda a esta sensación de frescor y aromas agradables.
Una vez en la boca presenta un sabor suave, con muy poco amargor, pero bastante rico en matices frutales. Le falta un poco de cuerpo y tal vez le sobre un poco de carbónico, pero es un trago muy agradable y, sobre todo, realmente refrescante.
Tampoco hay que olvidar que se trata de una cerveza industrial, que se distribuye en todo el mundo, pero ejemplifica muy bien el tipo de cerveza habitual en Francia. Suave, fresca y aromática, con sabores más matizados y menos toscos que las cervezas patrias. Para un aperitivo veraniego, es perfecta.
CERVEZA VERSUS VINO.
La influencia del vino en la cultura francesa es tan fuerte
que resulta difícil imaginar que los franceses hayan bebido algo distinto en
algún momento. De hecho, la antigua Galia era una región de cerveceros y fue
con la invasión de los romanos y su consecuente influencia cuando el vino
empezó a ocupar una posición más relevante. Incluso entonces el norte de
Francia siguió siendo el núcleo de la producción cervecera. En la actualidad la
cerveza se bebe en todo el país; aunque se contempla como en España, salvo por
los grandes aficionados, como una bebida para saciar la sed y no recibe el
reconocimiento del que disfruta el vino. La mayoría de las fábricas de cerveza
de este país están en Alsacia como nuestra protagonista de hoy, y también en el
área del norte de París. La persistencia de la influencia alemana en la comida
y en la bebida, se refleja en el hecho de que la mayoría de las cervezas
francesas sean versiones de las lagers alemanas y tiendan a ser ligeras,
sencillas y refrescantes.
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