(Artículo escrito por Francisco Abad Alegría en el Heraldo de Aragón del 21 de enero de 2017)
«El fardel es un saco ó talega que llevan regularmente los pobres, pastores y caminantes de á pie para las cosas comestibles ú otras de su uso». El ingeniero Ángel Muro define así, en su monumental 'Diccionario de cocina', el fardel, que no es nuestro fardel.
Evidentemente, esa definición no es la que nos vale para nuestro fardel, pero el concepto no está mal traído, porque realmente la preparación aragonesa en un gustoso zurrón, si no de pobres, sí de gente humilde, corriente, bien apretado, que contiene cosas sabrosas del hermano cerdo, aderezadas para obtener el mayor rendimiento sápido y aromático de su base: el hígado. Podríamos decir que es nuestro antañón paté.
Pero ¡ay dolor! los fardeles, como tantas otras cosas, no son invento aragonés; así como las famosas longanizas de Aragón son reliquia de tiempos tan antiguos como el siglo I en Roma (Apicio, ‘lucánicas’) con algunas modificaciones, lo de envolver hígado en redaño, tras especiarlo, y hacerlo a la brasa o frito, es tan viejo como algunos usos griegos ya datados en el siglo III a.C. (el 'hígado envuelto' o 'escondido' de Alexis), luego perfeccionados a lo largo del tiempo que nos separa de tan dorada época. Mas quede claro que a los aragoneses nos queda la honrilla de ser los actuales mantenedores de la fórmula chacinera y por eso consideramos la preparación, justamente, como algo muy nuestro.
Ya en el siglo XV y la primera mitad del XVI se encuentran en el ámbito mediterráneo recetas en las que los menudillos (pulmones, corazón e intestinos) se unen en fórmulas complejas que exhiben como mérito principal el hígado, más como gustoso aditivo que como protagonista. Así, el ‘Llibre de aparallerar de menjar' recoge los menudillos de carnero o cerdo que, tras cocer y trocear, se sofríen con panceta, añadiendo después hígado picado y sofrito con cebolla, mezclando todo y especiando, para cocer el conjunto con el concurso de vinagre y vino dulce; vertiendo al fin una picada de hígado triturado con pan tostado rallado para hacer una sopa espesa.
O Ruperto de Nola, que prepara el ‘freijurate' de modo similar a lo mencionado, añadiendo una picada de hígado asado, almendras, miga de pan tostado y vinagre, que cocerán en caldo hasta dar en una sopa también espesa. En los dos casos la mezcla es relativamente húmeda y no se envuelve en redaño, pero las fórmulas tienen sus equivalentes en forma de gustosos paquetitos por el mismo tiempo.
Y esos paquetitos se llamarán en la vecina del norte ‘andouilles' o ‘andouillettes', nuestras andujas norteñas. Así, en el siglo XV los ‘resoles de cabrit', con o sin pasas, que son menudos troceados, cocidos, salteados con tocino, especiados y, tras mezclar con huevos batidos, empaquetados en redaño, para luego freírlos en manteca o aceite, o los 'torreznos flamencos' de Hernández de Maceras, de principios del siglo XVII, con similar fórmula y que se cuecen entre dos fuegos (brasa bajo la cazuela y sobre la cobertera). Se observa que en estos casos de envoltura en redaño falta el hígado, cuyo poder saborizante y apelmazante de la mezcla de menudos troceados ha sido sustituido por el huevo. Ya hemos dado dos pasos hacia el fardel: hacer una masa sólida y envolverla en redaño. Falta menos para llegar.
Aunque el primer ladrillo ya lo había puesto, cómo no, Marco Gavio Apicio en la Roma del siglo I, al hacer sus resoles, preparados con hígado cocido, machacándolo con una mezcla de pimienta, ruda y garum y envolviendo pequeñas porciones a modo de salchichitas en hojas de laurel, que luego se ahumaban para tomar a modo de sabroso aperitivo. Está claro que lo que mantiene unida la mezcla son las hojas de laurel, que aportan aroma y protegen la mezcla. Pero la envoltura de redaño será la que triunfe a la larga, permitiendo una flexible preparación.
Preparaciones de hígado cocido, especiado, amalgamado con tocino y alguna hierba aromática y luego envueltas en redaño para freírlas o asarlas ya son explícitas en el maestro Martino da Como a mediados del siglo XV y en el cocinero Bartolomé Scappi, a mediados del siglo XVI. Pero es Scappi, cocinero del papa Pío V, el que va a asentar las fórmulas finales que dan origen a nuestros actuales fardeles.
DOS VERSIONES.
Scappi incluye tales recetas en dos apartados: los ‘cervellati', que son una especie de gruesas salchichas, y los ‘tommacelle, que son una suerte de albóndigas rellenas. En los dos casos, la mezcla va protegida por redaño que se ha escaldado previamente para darle mayor flexibilidad y extensión.
El cervellato de ternera se hace con carne magra de ternera picada con el correspondiente hígado, previamente hervido y rallado, y grasa de la riñonada del animal, en la que se saltea la mezcla y posteriormente se especia con canela, jengibre, semillas de hinojo molidas y alguna hierba aromática, incorporando al cabo pasas de Corinto, queso rallado y algunas yemas de huevo cocido. La masa resultante se pone en porciones levemente alargadas, envueltas en redaño, que se cierra y pincela con huevo batido, para después freírlas o asarlas. Como se ve, estos cervellati son similares a los fardeles, salvo por la utilización de queso como aglutinante y enriquecedor en lugar de pan rallado.
Los tommacelle son preparados en los que el hígado es protagonista, pero que admiten la adición de otro elemento cárnico. Así, el tommacello de hígado de cerdo se hace con la víscera cocida, rallada y mezclada con médula de hueso de buey, tocino entreverado troceado, yemas de huevo, pasas de Corinto, especias diversas y algo de azafrán (que también se ha empleado al hervir el redaño para enriquecer de color el producto final). La mezcla se amasa y moldea como albóndigas (como «albóndigas florentinas», dice Scappi), envolviéndola en el redaño, lista para freír o asar.
COMIDA VATICANA
Una variante de estos tommacelle es la que admite, a la par de lo anterior, lomo y riñón picado del mismo cerdo que aporta su sacrificado hígado. Si sustituimos la médula de hueso por pan rallado, bastante más barato, llegamos a la conclusión de que en la segunda mitad el siglo XVI la mesa del Papa estaba surtida con magníficos fardeles, semejantes a los nuestros, pero sin ajo, que es poco social.
La fórmula canónica del fardel aragonés
Quien fue sabio crítico culinario de esta casa, José Vicente Lasierra ‘Javal’ (1926-2002), recogió la fórmula más común del fardel que se hace por estas tierras, que se puede acomodar a los gustos de cada familia: hígado cocido bien picado, tocino entreverado de igual forma, pan rallado, fécula de patata, pimienta, nuez moscada, sal, perejil, ajo machacado, piñones y un poco de anís seco. La mezcla, bien homogeneizada, se envuelve en trozos de redaño previamente escaldado para hacerlo más moldeable, se da al conjunto forma de pequeñas tortas y se hace a la plancha o friéndolo -doy fe dé que si se hace frito en grasa de pato la cosa ya es excelsa-.
Decía también Lasierra recordar que «en tiempos se conservaban en aceite» y yo así los he conocido en un viejo bar de Torrero, hace ya demasiados años. La diferencia entre buenos y malos fardeles estriba en la cantidad de fécula que contienen; pan y almidón son más baratos que lo cárnico y además facilitan el amasado, pero en cambio absorben aceite en la fritura y producen fardeles grasientos e indigestos. Un exceso de ajo o un defecto de piñones también logran resultados poco deseables.
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