martes, 29 de julio de 2014

Ruido de aceiteras



(Un texto de Ángel González Vera en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 29 de junio de 2013)

Lo sucedido recientemente por la aparición de una nueva normativa obligando a que en las mesas de restaurantes y bares solo aparezcan botellas etiquetadas, dotadas de tapón irrellenable prohibiéndose el uso de las tradicionales aceiteras, confirma una vez más que el aceite de oliva es, al menos en España, un producto sometido a intereses comerciales ajenos a su calidad e indiferentes a la salud y satisfacción de los consumidores. Estos acontecimientos aún se agravan más si tenemos en cuenta que España ocupa el primer lugar en cuanto a elaboración, con una producción superior al cincuenta por ciento del total mundial, y que solo la provincia de Jaén produce tanto aceite de oliva como toda Italia.

Antecedentes al despropósito que ahora preocupa, los ha habido a docenas. Ya la misma nominación del producto supone todo un desatino, porque resulta que si nos atenemos a lo que la ley establece «deberá considerarse aceite de oliva solo aquel que se obtiene directamente del fruto del olivo, únicamente por procedimientos mecánicos o por otros medios físicos, en condiciones térmicas adecuadas, con exclusión de los aceites obtenidos por disolventes o por procedimientos de reesterificacion y de toda mezcla con aceites de otra naturaleza», principios que si bien cumplen los aceites obtenidos en la mayor parte de nuestras fábricas y almazaras, son precisamente ellas las únicas que no podrán llamar a ese producto como la normativa determina, viéndose obligadas, por tal motivo, a hacer uso de calificativos como 'virgen' o 'extravirgen', y dejando el de 'aceite de oliva' para aquellos que se comercializan mezclados con otros aceites que no concuerdan con ella.

Pero aun obviando la lamentable torpeza, que podemos calificar como conceptual o semántica, no nos faltarán otras, igualmente graves, nacidas tanto de fortuitas y falsas interpretaciones como de malintencionadas campañas comerciales que solo han conseguido, a lo largo de muchos años, desorientar a la opinión pública. Recordemos las campañas orquestadas desde Estados Unidos para promocionar el consumo del aceite de soja, o la persistente tendencia a calificar la calidad de un aceite por su grado de acidez, ratio trascendente si nos referimos a un aceite virgen comercializado en origen y totalmente inocua si se trata de una botella de aceite de oliva (mezcla de virgen y refinado) puesta a la venta en el anaquel de un supermercado; sin olvidar los sobresaltos por alarmas alimentarias, como la del benzopiremo y la de la colza, esperpéntica la primera y autentica tragedia la segunda.

Pasemos pues sin más dilación a explicar lo sucedido en las últimas semanas. A principios de [2013], el sector oleícola sintió que se cumplía un deseo largo tiempo esperado; las autoridades comunitarias establecían el uso obligatorio en las mesas de restaurantes y bares de botellas de aceite etiquetadas y dotadas de tapón irrellenable, medida que debía entrar en vigor a principios del año 2014, lo que significaba que a la tradicional aceitera, variopinta en sus formas, materiales e incluso limpieza, le quedaban pocos meses de vida. Portugal ya había tomado la iniciativa unos años antes y parecía que la medida había sido todo un éxito. Pero hete aquí que aun no habían transcurrido tres meses, sin apenas tiempo para pensar cómo se resolverían problemas graves como los de vigilancia o implantación de las medidas, o menos graves, como el determinar qué se haría con el vinagre, normalmente servido junto con el aceite en los tradicionales convoyes, cuando aparece nuevamente el comisario Sacian Ciolos para decir que ha tomado la decisión de retirar el proyecto, convencido por las alegaciones presentadas por países de tan escasa tradición mediterránea como Reino Unido y Países Bajos, alertando del grave daño que podía producir a los consumidores la aplicación de la normativa aprobada.

«Despropósito» y «traición» han sido las críticas más livianas lanzadas por la administración y representantes de los sectores agrarios y productivos del olivar, y no les falta razón para hacerlo, pues si la regresión de la medida es grave por el desencanto que produce, el razonamiento usado para justificarla lo es aún mayor, porque ofende a la inteligencia de todos. ¿Cómo puede perjudicar al consumidor una medida que solo trata de evitar que en restaurantes o locales públicos de escasa ética profesional den gato por liebre, al poner en sus manos, o en este caso en su boca, estómago o hígado, un producto, cuando no espurio, sí al menos de desconocida procedencia, que puede en algunas ocasiones resultar incluso tóxico?

No se nos escapa que 'lobbies' con altos intereses económicos que comercian, desde entidades centroeuropeas, con grasas de diferente naturaleza, mucho menos nobles que el aceite de oliva, han podido influir fuertemente para que la medida no entrase en vigor, pero también y antes de que tengamos que entonar un réquiem por nuestros olivos, los países productores de esta joya de la naturaleza (no me importa proclamarlo una vez más) deberían reflexionar sobre si no tendremos también nosotros una parte de culpa de lo que está sucediendo. Urge conseguir que el mercado y el consumo de aceite de oliva se normalice y alcance el nivel del que gozan los productos de calidad extra, en los que, salvando las medidas lógicas de control en todo producto alimentario, sea el usuario el que establezca las reglas y quien determine cuál vale y cuál no, y cuanto está dispuesto a pagar por uno y por otro, y en el que los productores más pronto que tarde ofrezcan aceites de oliva sin artilugios semánticos, fácilmente identificables y en los que un precio alto de compra siempre se vea recompensado por una alta satisfacción culinaria. Y por ceñirnos al tema que nos ocupa, que con normativa o sin ella, sea el usuario quien determine qué restaurante merece ser distinguido por su compromiso de usar en sus mesas y, lo que es más importante, en su cocina, un buen aceite de oliva virgen.

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