martes, 9 de julio de 2013

Callos



(Un artículo de Julia Pérez en el Magazine del 17 de febrero)

El estómago de vaca es plato de mojar pan, originario de mesas humildes pero que también se come con cuchara de plata. Son famosos cocinados a la madrileña, con pimentón generoso y toque picante. Goya los comía en Botín, el restaurante más antiguo, donde el genio trabajó de friegaplatos. 

Nunca los pintó – no hay mucha comida en sus lienzos- pero parece que a don Francisco le gustaban los callos. Se cuenta que, invitado a comer en Botín -el restaurante más antiguo del mundo- los pidió. Aunque no hay constancia escrita de ello, nada tiene de extraño: sabía que eran especialidad de la casa, porque lo que sí está probado es que Goya trabajó de friegaplatos en el local; y además, en pleno siglo XVIII, los callos eran popularísimos en Madrid. 

Se tienen por castizas, pero las tripas se han comido desde antiguo; la primera mención en castellano se remonta a finales del siglo XVI. Homero cuenta que se prepararon para honrar a Aquiles, Apicio los recoge en su libro De re coquinaria y durante la Edad Media, el estómago de vaca se convirtió en un condumio de clases humildes, que también gustaba a reyes y poderosos, como ocurrió entonces con otros muchos platos de casquería. 

Famosas son las trippe de bue alla Milanese y alla Fiorentina que se preparan en Italia y las tripes á la mode de Caen de Francia. En el País Vasco se guisan con salsa vizcaína. En La Rioja se aderezan con chorizos de la tierra. En Sevilla se conocen como menudos porque constituían, guisados con garbanzosy comino, la dieta diaria de las tripulaciones ("gente menudá”) que embarcaban hacia América. En Madrid, como decía José Altabella, "tienen especial gracia para cocinarlos". Y existen otros, los llamados isabelinos, cuya receta recoge el profesor Martínez Llopis en su libro La cocina típica de Madrid. Se hicieron en honor de la reina Isabel II, gran aficionada a la casquería, pero en opinión de algunos gastrónomos de la época, como Ángel Muro cita en El Practicón, el guiso es un desatino impropio de ser el favorito de una reina, ya que maja el tocino con piñones y otros frutos secos, a los que se añaden cantidad de especias. 

Es divertido observar cómo la supuesta receta original de los callos a la madrileña se repite en decenas de recetarios. Autores como Teodoro Bardaji o Simone Ortega trascriben la misma como propia, sin citar fuente alguna. En general gustan más cuando son completos, es decir, con pata, morro, chorizo, morcilla ahumada, picantitos y subidos de color. Lo importante es que estén muy limpios, sin tufillo a matadero, sobre todo cuando se trata de los llamados callos negros, piezas de estómago que no han sido blanqueadas. Para ello es preciso remojarlos en agua con vinagre o con cascos de limón, cocerlos levemente varias veces y aclararlos otras tantas hasta que desaparezca el menor rastro de olor. 

El morro y la pata aportan untuosidad y suavizan el conjunto, acompañando bien a la toalla, como popularmente se llaman los trozos de callo por su similitud con la felpa. El toque de color lo ponen el pimentón y el tomate, y la gracia, varias pimientas de cayena, que dan ese puntito picante tan necesario.

Trescientos años después, los callos siguen siendo un emblema de la gastronomía madrileña, orgullo de tascas y tabernas ilustradas, de restaurantes elegantes, como el mítico Lhardy, donde se comen con cuchara de plata, y de los modernos gastrobares en los que también se preparan, y donde los jóvenes cocineros no han sido capaces de mejorar la estética de un plato feo pero suculento. Comer en Madrid buenos callos es fácil y lo mejor es que siendo todos a la madrileña ninguno es igual, y ahí está su encanto.

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