(La columna de Martin Ferrand en el XLSemanal del 4
de abril de 2010)
Víctor Hugo, hijo de un general de Napoleón, pasó
parte de su primera juventud en Madrid. Guiado por un ebanista de la calle de
las Infantas, cercano a la residencia familiar, se introdujo en la práctica del
bricolaje. Se conservan algunos muebles hechos por su mano y repletos de
cajones y estantes de los más diversos tamaños para guardar
papeles
y objetos de escritorio.
Ya mayorcito, cambió la afición carpintera por la
coquinaria y gustaba de prepararles meriendas a los amigos. Cuenta Teófilo
Gautier, paisano y contemporáneo suyo, que después del estreno en París, en
marzo de 1843,
de
Les
Burgraves, una horrenda tragedia histórica que, dado su
fracaso, puso fin a su carrera teatral, el autor invitó a sus amigos a un
refrigerio de su creación, una mezcla de café con leche, unas gotas de vinagre,
un poco de mostaza y queso Brie. ¿Venganza? Por sus despectivas referencias a
la cocina española, Hugo es altamente sospechoso de paupérrimo gusto
gastronómico.
La innovación por la innovación, al estilo de Víctor
Rugo, es uno de los grandes riesgos de la cocina actual. Para muchos cocineros
de postín basta con mezclar componentes contrapuestos para ser originales y
aspirar al éxito y al reconocimiento. La innovación requiere mucho talento y
gran formación en las formas más clásicas de la cocina. […]
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