(Un texto de José Manuel Vilabella en el Heraldo de Aragón del 14 de abril de 2018)
Se habla mucho de la cocina del ingenioso hidalgo, pero poco, muy poco, de la de su fiel escudero.
Don Miguel, que era hombre algo despreocupado, escribió su libro desde la decepción y con cierta desgana y trabucó nombres y confundió situaciones y dio, finalmente, a los brazos de la estampa, un original lleno de tachaduras y enmiendas que el impresor Juan de la Cuesta subsanó como quiso o como pudo.
Don Alonso Quijano, antes de perder la razón y convertirse en Don Quijote, era un hidalgo que comía muy ricamente y que se gastaba la mayor parte de sus rentas en darse homenajes gastronómicos. Era lo que hoy denominaríamos un avezado enteradillo de clase media, un señor algo esnob, de esos que hablan con desenvoltura el lenguaje del vino y saben de recetas foráneas. Su mesa era discreta pero sustanciosa: su ollita de vaca o de camero, su sabroso salpicón por las noches, los fastuosos duelos y quebrantos los sábados, las lentejitas los viernes y el sabroso palomino o el pitu de caleya los domingos. ¿Se puede pedir más a principios del siglo XVII, cuando las hambrunas eran pavorosas y a la mayor parte de los españoles no les llegaba la camisa al cuerpo y lampaban por los caminos?
El Quijote es, además de otras muchas cosas, un libro de cocina en el que se habla de quesos y de vinos, de cocidos antológicos, de bodas rumbosas y de lo que comen los miserables y sueñan las gentes de la gleba. Don Quijote tiene la frugalidad del 'gourmet' y Sancho la glotonería del hambriento permanente, el apetito desmesurado del que nunca se quedó harto e imaginó cómo los poderosos daban buena cuenta de la legendaria olla podrida.
Don Quijote, que es un caballero trastornado por la literatura, le va transfiriendo en cada capítulo su locura deslumbrante a ese escudero ingenuo que le sigue con fidelidad y asombro. Pero, ojo, con la locura le pasa también las buenas maneras, el estilo del comedor discreto, los fundamentos de la finura y de la comensalidad exquisita. Sancho es cada vez más demente y más elegante y aprende de su señor el arte de imaginar, descubre el placer de la fantasía y cuando cabalga a lomos de su rucio se cree gobernador de ínsulas y entre sus ensoñaciones adivina lo que come el poder, los placeres de las mesas bien dispuestas, el lujo de las mantelerías de hilo, la estética del vasito de plata. Cervantes, que es un ser misterioso y críptico, eso no lo detalla con claridad en su parlamento pero lo insinúa entre líneas y la cocina de Sancho la encontrará el lector camuflada en los etcétera etcétera, perdida y disfrazada, como aliñada, en los puntos suspensivos.
Don Miguel, que devuelve la razón a su personaje para que muera como un hombre discreto, le entrega también la mala conciencia, el sentimiento de culpa del que se ha sabido iniciador de gastrónomos en agraz y ensanchador de mentes culinarias obtusas. El ingenioso hidalgo se horroriza cuando ve a los pies de su cama a su alter ego y Sancho, convertido en gastrónomo loco, no se resigna y le conmina con una cierta violencia a que se levante; el escudero le dice de malos modos al caballero que se deje de pamplinas y retorne a la acción de la culinaria activa, le insta a que no se deje morir de inanición, a que resista, coma a dos carrillos, llene la andorga y vuelva a los campos de la fantasía disfrazado de pastor y cantor de églogas.
LA LOCURA DEL GASTRÓNOMO. Don Alonso Quijano el Bueno mira a Sancho con el horror de los sensatos, con la fascinación con que observan los cuerdos la locura ajena y le dice, ay, que en los nidos de antaño, Sancho amigo, no hay pájaros hogaño. Se confiesa más tarde el moribundo delante de su víctima, la observa con afecto y hace la relación de sus pecados mirando de reojo a la sobrina, al ama y al bachiller Carrasco y duda, durante un instante, qué camino tomar. No sabe si quedarse a vivir eternamente en la literatura o irse para siempre, con los santos, las vírgenes y los justos, a la mediocridad del paraíso. Cuando muere y se mira en los ojos de Sancho tiene la certeza de que este continuará su deambular de figón en figón y de mesa en mesa, pues por su aire de turulato se adivina que le habita, para siempre, la locura de los gastrónomos.
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