martes, 17 de enero de 2023

Trufas, también en el jardín

(Un texto de Miquel Rigola en el dominical del El Mundo del 28 de octubre de 2018)

Con el descenso de las temperaturas y la llegada de las lluvias otoñales empieza la época de la recolección de las setas. Entre la gran diversidad de especies se encuentran las trufas, muy valoradas en gastronomía. Por ello y por su elevado precio en el mercado se han creado empresas especializadas en la venta de materiales de todo tipo para fomentar el cultivo de micorrizas y árboles micorrizados, especies que se pueden cultivar fácilmente en bosques y jardines.

En el caso de las trufas, viven asociadas a las raíces de un gran número de especies leñosas como Quercus (encina, roble, quejigo y coscoja), Corylus (avellano), Castanea (castaño) y Junglans regia (nogal), con las que establecen una simbiosis de la que se benefician tanto el hongo como el árbol. Este aporta a la trufa hidratos de carbono procedentes de la fotosíntesis, mientras que el hongo proporciona sales minerales al árbol, sobre todo fósforo.

Se tienen catalogadas más de veinte especies diferentes de trufas, pero solamente unas pocas son apreciadas para su consumo. Las más valoradas son la trufa negra (Tuber melanosporum) y la trufa blanca o de Italia (Tuber magnatum), aunque en el mercado también pueden encontrarse otras como la trufa negra de verano (Tuber aestivum).

En general todas ellas tienen un aspecto globoso, áspero e irregular, con forma parecida a un tubérculo y un tamaño entre 3 y 20 centímetros, mientras que su peso varía entre 20 y 300 gramos. En casos excepcionales se han encontrado piezas de hasta 800 gramos.

Para su cultivo, necesitan desarrollarse en alturas comprendidas entre los 700 y 1.400 metros sobre el nivel del mar, en un ambiente más bien seco (una pluviometría anual de entre 500 y 900 mm) con inviernos frescos (el clima ideal está entre los 20 grados Celsius en épocas cálidas y los 2 grados Celsius en las temporadas frías). Por otra parte, el suelo debe ser especialmente drenante, poco profundo y con una ligera pendiente; su composición, calcárea o franca, y con un pH básico o neutro.

Las trufas no se localizan visualmente porque se desarrollan entre los 10 y 30 centímetros de profundidad en el suelo. Sólo se pueden detectar a través del olfato. Pero el ser humano no lo tiene suficientemente desarrollado para percibir las sustancias volátiles que segregan estos hongos; por ello se recurre a cerdos y perros truferos, específicamente entrenados para su localización. Un detalle curioso: las trufas pierden volumen al contacto con la luz solar.

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