(Un texto de Ana Vega Pérez De Arlucea en el Heraldo de Aragón del 20 de octubre de 2018)
[Referencia al cuadro “Escena de cocina, bodegón español”, ca. 16101625, atribuido a Alejandro de Loarte]
Miren a ese cocinero sonriente entre jamones, pescados y rosquillas. Es un hombre del que fiarse, del que aceptar un tazón de sopa y una recomendación sobre la especialidad de la casa. Tiene la misma cara pícara y cansada que tantos y tantos hosteleros de nuestro país y ofrece lo mismo que podríamos encontrarnos en cualquier menú de temporada decente y sin ambiciones vanguardistas: embutido y queso para picar, caldo, empanada, algo de caza, pescado fresco, dulces caseros y una partida de cartas para terminar. La diferencia es que ese anónimo cocinero que ven en el cuadro atribuido con dudas a Alejandro de Loarte vivió hace 400 años. Guisó en una época en la que, de manera parecida a ahora, la gastronomía española era reconocida en todo el mundo como una de las más avanzadas del momento, a la vez que algunos de nuestros platos triunfaban de manera global fuera de nuestras fronteras. En aquel imperio en el que no se ponía el sol la cocina alcanzó cotas nunca vistas de refinamiento y técnica y la pitanza, antaño sobria, se convirtió en un elaborado símbolo de estatus que hablaba de la riqueza de los anfitriones.
Si la literatura del Siglo de Oro estuvo marcada por la ausencia de comida y las diversas triquiñuelas para conseguirla, en lo gastronómico el listón subió a la altura de las contadas pero fabulosas mesas de los ricos y poderosos. De aquellos capaces de echar cincuenta ingredientes en la olla podrida o de gastarse las rentas de sus tierras en el misterioso chocolate que venía de Indias.
En un lugar concreto de Madrid se concentraban infinitas delicias traídas de los confines del imperio, viandas que habrían hecho desmayarse a Sancho Panza o el Lazarillo de Tormes: el Real Alcázar. En la residencia de los reyes se servían fastuosos banquetes, envidia de toda la cristiandad y ejemplo a seguir en todas las cortes de Europa. Y allí, entre perolas de cobre y mesas tocineras mandaba un hombre cuyo rostro pudo parecerse al del cocinero del cuadro [antes mencionado]. Su nombre, Francisco Martínez Motiño. Su oficio, jefe de cocinas de los sucesivos Felipes.
De Martínez Motiño se habla mucho y se sabe poco. Por no saber, no se tiene seguridad ni siquiera en cómo se apellidaba, si Motiño o Montiño, porque una N traicionera baila en su nombre a través de las diversas ediciones que sufrió su obra. Porque oh, sí, escribió y publicó en 1611 el que acabaría siendo el recetario histórico español más importante de todos los tiempos, el 'Arte de cozina, pasteleria, vizcocheria, y conserueria' (sic).
Pechugas y bizcochillos
Gracias a este libro «compuesto por Francisco Martinez Motiño cozinero Mayor del Rey nuestro Señor» y otros documentos como el memorial que remitió a la Corte en 1620, sabemos que empezó a trabajar como galopín o aprendiz en las cocinas reales en torno al año 1585 y que en 1623 aún seguía a pie del fogón. Estuvo siempre al servicio de los Austrias, primero de doña Juana de Portugal, hermana de Felipe II, y después como mozo de cocina para ese mismo rey, ascendiendo después a cocinero mayor de Felipe III y de su sucesor Felipe IV.
Del prólogo de 'Arte de cozina', escrito por el mismo Motiño, podemos concluir que fue un hombre orgulloso de su oficio y consciente de su importancia, con un fuerte sentido de la responsabilidad por educar a nuevas generaciones de cocineros. «Lo que me ha dado animo para escrivir es aver servido tantos años al Rey nuestro señor, y averseme encargado las mayores cosas que han ofrecido en el palacio Real de mi arte, con satisfacion de mis mayores; y por ser yo muy inclinado a enseñar, porque he hecho grandes oficiales de mi mano, y asi espero en Dios que con solo este poco de mi trabajo que he tomado en escrivir este librito tenfo de hazer oficiales con poco principios que tengan y se ha de ahorrar mucha hazienda a los señores». La filosofía de trabajo de este cocinero excepcional, verdadero Adrià de su tiempo, está presente en sus palabras y en el emblema que eligió para su portada, una mano abierta con ojos en las puntas de los dedos y el lema «vigili labore», «con atento esfuerzo».
Organizado en dos partes, el testimonio culinario de Motiño contiene recomendaciones sobre cómo servir las mesas, la importancia de la limpieza en la cocina o propuestas de suntuosos menús, además de 507 recetas variadas para asados, empanadas, sopas, estofados, potajes, fritos, dulces… Algunas expresamente pensadas para enfermos y convalecientes y otras tan sorprendentes como el «platillo de puntas de cuernos de venado», los artaletes de ave (pechugas rellenas) que gustaban a Felipe III o los bizcochillos preferidos de la reina Margarita de Austria. 'Arte de cozina' no fue solamente el recetario más importante del barroco español (reeditado más de 26 veces), sino que influyó decisivamente en la cocina cortesana de otros territorios relacionados con el imperio español como Portugal, Italia o los virreinatos americanos de Nueva España y Perú. Tuvo una enorme influencia gastronómica durante los dos siglos posteriores y sus recetas se copiaron en multitud de libros posteriores, conformando la base de la cocina nacional a base de recetas tan conocidas como sopas de ajo o torrijas.
Busquen el libro, léanselo de pe a pa y piensen en ese hombre, seguramente sonriente, de cuello almidonado y bigote orgulloso, que cambió para siempre la cocina de nuestro país.
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