(Un texto de Ana Vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 22 de diciembre de 2018)
La dulce historia de uno de los muchos tesoros culinarios que nos legaron los árabes hace varios siglos.
Vuelven, a casa vuelven por Navidad. Turrones, mazapanes, polvorones, mantecados, peladillas, alajúes, alfajores, tortas reales y demás confituras entran de nuevo en casa por la puerta grande, dispuestos a endulzarnos la vida durante unas semanas. Que cada vez son más, por cierto, porque a este paso acabaremos rodeados de espumillón desde primeros de septiembre. Los turrones llevan ya un par de meses en las estanterías de las tiendas y ante el despliegue de variedad, luz y color de la oferta, los más tradicionales parecen algo arrinconados. En todas las casas sigue habiendo algún amante del turrón de Jijona (o blando) y un irredento admirador del de Alicante (o duro), pero la moda turronera se decanta desde hace años por los excesos del chocolate y la fantasía. No se mesen ustedes los cabellos ni me empiecen con las quejas contra la modernidad, porque la diversidad fue siempre una de las señas de identidad del turrón. Hace siglos ya se elaboraban turrones de avellana, nuez o piñón y además de diversos sabores como canela, yema, naranja, jengibre o anís. Los hubo blancos, negros y rojos, de nieve, guirlache y de frutas confitadas, un catálogo vasto, goloso y extenso que habla de la gran complejidad a la que llegó entonces la antigua dulcería española.
Y todo gracias a los musulmanes, quienes aparte de conquistar la tierra supieran ganarse los paladares. Quizás conozcan ustedes la halva, un dulce típico de los países islámicos hecho con sémola y frutos secos que guarda un sorprendente parecido con nuestros tradicionales bloques de turrón. Pues así tal cual, con la palabra hâlva, fue como tradujo Fray Pedro de Alcalá el concepto de «turrón» en su diccionario árabecastellano en 1505. Y es que ambas recetas beben de la misma fuente, una golosina hecha con miel, claras de huevo y frutos secos que aparece en los recetarios árabes desde el siglo X: el natif. En el Kitab alTabikh o Libro de los platos, un libro de cocina escrito hace algo más de mil años en Bagdad por Ibn Sayyar alWarraq, encontramos instrucciones para hacer este prototurrón. Mediterráneo y conquista mediante, es probable que esta receta llegara a manos de los artesanos de Alicante antes de 1248, cuando la ciudad volvió a dominio cristiano. «Bate la miel mientras se cuece durante una hora y añádele después claras de huevo batidas hasta que todo se mezcle. Para 10 libras de miel, usa 10 claras. Revuelve hasta que la miel se vuelva blanca y cuando espese aderézala con pimienta, cassia, clavos y nardo. Añade también cualquier fruto seco que desees como almendra, pistacho, avellana, nuez, piñón, sésamo o cáñamo. Tres horas de batido necesitarás para que la pasta quede suficientemente espesa, si Dios quiere».
En alÁndalus, ya en la Península Ibérica, este exquisito postre pasaría a llamarse mu'aqqad en hispanoárabe, torron en catalán y turrón en castellano, seguramente debido a que los frutos secos se turraban o tostaban antes de incorporarse a la mezcla.
Pese a sus orígenes infieles, no crean ustedes que los cristianos hicieron ascos a esta delicia. Los dulces y confituras fueron durante la Edad Media algunos de los alimentos más lujosos y deseados y desempeñaron una doble función como alimento y medicina. Por Enrique de Villena, autor en 1423 de la obra sobre el arte de trinchar 'Arte Cisoria', sabemos que en la corte del rey castellano Juan II se comían «turrones, miegados, obleas, letuarios e tales cosas que la curiosidad de los prínçipes e engenio de los epicurios falló e introduxo en uso de las gentes». Un siglo después, el actor y dramaturgo sevillano Lope de Rueda daría la primera referencia de los turrones de Alicante como objeto de gula, mientras que un copista sin nombre apuntaría en el 'Manual de mugeres en el cual se contienen muchas y diversas reçeutas muy buenas' (entre 1475 y 1525) las primeras instrucciones en castellano para hacer turrones: «Para cada libra de miel una clara de huevo muy batida y junta con la miel. Y batida mucho, dejarla reposar un día. Y al otro día, cocer la miel meneándola siempre sin parar hasta que esté muy cocida. Ver se ha si está cocida de esta manera: echad una gota de miel en una escudilla de agua fría, y si después de estar fría se desmenuza, es cocida y si no, no. Y como esté cocida, echad dentro piñones, o almendras, o avellanas tostadas y mondadas. Y esté un poco al fuego. Y luego quitadlo, y hacer piñas o tajadas, lo que más quisiéredes, dello». Quitándole las especias es clavadita a la de Bagdad, no me digan que no.
Para entonces ya era popular comer turrón «en Pasqua de Navidad y de los Reyes», días de ayuno y abstinencia en los que estaba prohibida la carne. La necesidad hizo virtud y a mediados del siglo XVI las mesas navideñas de los poderosos lucían turrones variados. Tanto el anónimo 'Vergel de señores' como el 'Regalo de la vida humana' del tesorero general de Navarra Juan Vallés se basaron en un recetario anterior para copiar sus fórmulas turroneras: turrones blancos de miel, turrones negros y comunes, turrones picados (con almendras, avellanas, canela, jengibre, granos de paraíso y anís), turrones de nuez y miel o nuégados, alajú. En 1572 el turrón era un producto típico completamente made in Spain. Así lo atestigua el 'Aviso de sanidad' del doctor Francisco Núñez de Coria, que dice que «hazense en España muchos regalos de azucar que llaman confitura, ansi en boticas como en tiendas, y comenlas a la postre de la mesa. Hazen muchas tortadas con piñones, almendras, nuezes, avellanas, con flor de harina y azucar y miel, llamanlo turron y alaxu» (sic). Y ahora ya verán cómo van a mirar de otra forma al sencillo turrón. Duro o blando, es una joya de nuestra historia.
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