(Un artículo de María Corisco en elconfidencial.com del 22 de enero de 2019)
El pasado 25 de diciembre [de 2018], el consejero de Agricultura de la Junta de Agricultura de Castilla-La Mancha, Francisco Martínez Arroyo, se daba un festín a base de gachas en el palacio de Fuensalida. Celebraba así el fin de la prohibición: durante más de medio siglo, la harina de almorta, ingrediente esencial de las humildes gachas manchegas, no se consideró apta para el consumo humano; el pueblo, no obstante, sorteó la ‘ley seca’ y siguió comiéndolas, aunque de manera ‘ilegal’. Finalmente, la veda se ha levantado.
En esta historia tenemos dos villanos. Uno de ellos es un aminoácido neurotóxico presente en la almorta (el beta-ODAP), que tomado en exceso puede provocar una enfermedad neurodegenerativa llamada latirismo; el otro villano es el hambre: en la penuria de la posguerra, las gachas se convirtieron en un alimento básico para la subsistencia. Y el latirismo se propagó. Fue tal la amenaza que en el Código Alimentario de 1967 se prohibió el consumo de harina de almorta.
Así siguió en la lista negra hasta que, finalmente, la Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN) ha llevado a cabo una revisión
en la que ha concluido que “el riesgo para la población general del
consumo de harina de almortas puede considerarse despreciable (excluidas
las personas con dificultades metabólicas para destoxicar el beta-ODAP)
en las condiciones habituales de consumo de esta harina en forma de gachas por la población española”.
En realidad, que hay vegetales que pueden ser venenosos -o cuando menos tóxicos- lo sabemos todos. Basta con pensar en la cicuta, la Amanita phalloides o en tantos otros hongos letales. De ellos nos mantenemos bien alejados, pero hay algunos que llegan -inactivados, eso sí- a la cadena alimentaria. “Un ejemplo lo tenemos en el aceite de ricino, inofensivo pese a que en la semilla de la que se obtiene se encuentra la ricina, uno de los venenos más potentes que podemos encontrar en la naturaleza”, explica el doctor José Enrique Campillo, catedrático emérito de Fisiología y autor, entre otros, de 'El mono obeso', quien recuerda cómo el expresidente Obama sufrió “un intento de asesinato mediante un sobre cargado de polvo de semillas crudas de ricino”.
No era el primer caso: en 1978, al periodista y escritor disidente búlgaro Georgi Markov le pincharon con un paraguas mientras esperaba un autobús en el puente de Waterloo. Cuatro días después, Markov fallecía. El asesino había embadurnado la punta del paraguas con una dosis de ricina.
Ni las setas venenosas ni las semillas de ricino forman parte de nuestra dieta, podemos pensar y despreocuparnos. Pero sí puede sorprendernos que algunos de los alimentos más comunes en nuestra mesa puedan tener también efectos tóxicos si los comemos crudos. Es el caso de la judía blanca, “que contiene varios inhibidores enzimáticos y otros componentes que pueden ocasionar una grave degeneración del hígado. Estos antinutrientes se inactivan por el cocinado”, explica el doctor Campillo, que hace una llamada de alerta a los crudívoros: “Es cierto que no tomamos judías blancas crudas, pero con la moda de las harinas de legumbres se puede dar el caso de personas que cojan la Thermomix y pulvericen las judías. Es muy peligroso”. Bien lo saben los animales, nos cuenta: “En nuestro laboratorio de la Universidad de Extremadura estuvimos trabajando con ratas y judías blancas. Cuando les poníamos un pienso elaborado con judías crudas trituradas, huían a toda velocidad. Sabían que era veneno”.
Ha mencionado el experto una palabra clave: antinutriente. Se trata de unas sustancias que las plantas utilizan como defensa -bien para evitar germinar antes de tiempo, bien para protegerse de insectos, hongos y plagas-, pero que cuando las comemos, pueden destruir o dificultar la absorción de algunos nutrientes, como las vitaminas o los minerales.
“En muchos alimentos encontramos compuestos antinutritivos -nos explica Lucía Redondo, doctora en Ciencias y dietista-nutricionista-. Algunos de ellos, como el ácido fítico y el ácido oxálico, reducen la absorción de minerales. Los taninos también tienen efectos sobre la digestión de proteínas y almidones”.
Pero no son estas las consecuencias más importantes, señala, y apunta hacia los inhibidores de la amilasa y la proteasa, que “además de inhibir las enzimas del almidón y las proteínas, tienen la capacidad de activar un estado inflamatorio en el intestino”. Aunque se encuentran presentes en muchos alimentos, básicamente semillas, legumbres y frutos secos, “se ha visto que los inhibidores con mayor impacto negativo son los que encontramos en trigo, cebada y centeno”.Para inactivarlos, la recomendación es optar por panes con larga fermentación y masa madre. En cuanto a las legumbres, volvemos al consejo que lanzaba el profesor Campillo: “Es muy importante retomar el modo tradicional de cocinar las legumbres: remojo y cocción larga. No sería muy acertado utilizarlas en forma de harina”, dice Lucía Redondo, quien también señala que esta forma ancestral de preparar las legumbres contribuye a reducir un alto porcentaje de su contenido en otro antinutriente: las lectinas.
Puede que su nombre te suene, pues desde que el eminente -y polémico- Steven Gundry lanzó su libro ‘The Plant Paradox’, parecería que las lectinas son el gran coco de la nutrición. “Se trata de unas proteínas que están presentes en la mayoría de los alimentos -señala Redondo-. No todas son malas; de hecho, en nuestras células hay lectinas. Además, algunas ayudan a regular el sistema inmune y hay probióticos que generan su efecto positivo a través de ellas. Pero es cierto que las que contienen los cereales y las legumbres tienen más toxicidad”.
Estos efectos negativos se producen a través de dos mecanismos: por un lado, “aumentan la permeabilidad intestinal; por otro, facilitan el crecimiento de algunas bacterias patógenas y pueden provocar un estado inflamatorio en el intestino. Por todo ello, a veces, en patologías autoinmunes se retiran los cereales y las legumbres”.
Pero sí hay ciertas paradojas. Así, por ejemplo, los taninos no solo reducen la absorción de minerales: también son grandes antioxidantes y generan efectos beneficiosos en la microbiota intestinal. Y la capacidad del inhibidor de la amilasa para bloquear la digestión de los hidratos de carbono en el intestino “se ha estudiado en patologías como la diabetes -explica el profesor Campillo-. Desde la Universidad de Extremadura hicimos un trabajo que se publicó en el 'British Journal of Nutrition' sobre el papel de este inhibidor en la reducción de la glucemia en ratas con diabetes tipo 2. Pero su uso hoy está destinado a, supuestamente, adelgazar: comercializado como faseolamina, se usa como complemento nutricional en culturas donde se inflan de bollos”.
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