Las horchaterías constituyeron uno de los grandes booms gastronómicos del siglo XIX y popularizaron la bebida de chufas valencianas por todo el país.
Cuando pienso en horchata me acuerdo de Verano Azul. Seguramente porque Tito y Piraña se apretaban en cuanto podían un gran vaso en alguna terraza de Nerja, pero también porque mi infancia estuvo libre de experiencias horchateras. Las vacaciones de secano, allá en el pueblo, eran pasto de gaseosas y botijos y no de dulces leches vegetales hechas con chufas. A muchos de ustedes les pasará al revés. Tendrán sus recuerdos veraniegos poblados de horchatas valencianas y fartons a la vera del Mediterráneo, o al menos de horchatas a secas, aun sin denominación de origen, deleitosamente sorbidas con pajita. Cada uno de los amantes de la chufa contribuye -sorbitos mediante- a perpetuar una señera tradición hispana que llegó a ser símbolo nacional y obsesión estival. De ello dio testigo hace más de un siglo nuestra querida Emilia Pardo Bazán (recuerden, seguimos sus sabrosas letras este verano), tan incondicional admiradora de la horchatería y sus misterios que leyéndola me sabe mal no tener mis propias memorias horchateras.
Recuerden, queridos lectores, que la horchata no tiene nada que ver con Jaime I de Aragón, ni con el oro ni con las chatas. Este rey aragonés (1208-1276) no dijo nunca aquello de «açò és or, xata» al entrar en Valencia, pero sí que conoció la horchata o su antecesor el ordiat. También llamado antiguamente ordeate, ordiata, ordiate, orgeate u orzata, recibe su nombre (al igual que la horchata) del latín hordeata o «hecho con cebada», derivado de hordeum: cebada, hordio. El agua de cebada fue una bebida popular ya en tiempos de los romanos y durante la Edad Media se le atribuyeron propiedades refrescantes, analgésicas y de aumento de la secreción de leche, razón por la que se recomendaba su consumo a las madres que daban el pecho. De ordiate o cebada remojada y exprimida aparecen hasta tres recetas en el manuscrito culinario más antiguo de nuestro país, el Libro de Sent Sovi (siglo XIV), acompañadas de otras leches vegetales como avenate y almendrate. Fueron estos, endulzados con miel o con azúcar y enfriados con nieve, los primeros refrescos populares; una categoría a la que con el tiempo se irían sumando la aloja (agua, miel y especias), la limonada de vino y las numerosas horchatas que a base de distintas semillas o frutos se hacían en el Siglo de Oro. Por asociación con el método de elaboración del agua de cebada todas las leches vegetales eran «horchata», de modo que las había de pepitas de melón, de calabaza, de ajonjolí, de arroz... y de chufa, por supuesto. La chufa había sido traída por los árabes desde África y una vez aclimatada a tierras valencianas pasó a ser uno más de los productos «horchateables».
En 1800 la horchata de chufas ya triunfaba en Madrid, elaborada estacionalmente por gentes venidas de Valencia que durante los meses fríos regentaban tiendas de esteras o turrones y en cuanto arreciaban los calores las convertían en puestos de horchata helada. El desarrollo de la industria del hielo y el crecimiento de la población madrileña, con sus correspondientes sofocos habitacionales en verano, propiciaron una creciente popularidad de la horcha-ta de chufa y la aparición de numerosas horchaterías. Tanto, que en 1895 eran casi una plaga entre locales modestos, puestos ambulantes y elegantes establecimientos pensados para las acaloradas élites.
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