(La columna de Benjamín Lana en el XLSemanal del 4 de octubre de 2020)
Érase una vez una cepa que vivía en un viejo viñedo prefiloxérico de cascajo y arena rodeada de otras muy distintas. La única en el mundo, junto con una hermana, de la que nacían unas extrañas uvas tintas que los días de viento parecían de color gris, de ahí que la llamaran ‘cenicienta’. A punto estuvo de desaparecer sin que nadie hubiera escrito una línea sobre ella, pero las cosas han acabado por salirle bien, como a la del cuento. Las dos cepas hermanas hubieran sido raras en cualquier viña, pero aún más en una tierra llamada Rueda, donde manda la uva blanca. A veces es la casualidad la que cambia el rumbo de la historia y otras son un viñador tozudo que respeta lo que recibió y unos científicos empeñados en encontrar lo inusual, estudiarlo y reproducirlo para garantizar su futuro. De esas dos cepas ya han nacido otras doscientas y a no tardar mucho el BOE las reconocerá y salvará del olvido. Al cuento le falta un capítulo en el que la extraña cenicienta se convierte en la princesa tinta de Rueda, con su singularidad, alto nivel de acidez y de adaptabilidad al cambio climático, y como tal la tratan. Lo maravilloso es que la historia de esta cenicienta no es la única. Los científicos del Instituto Tecnológico Agrario de Castilla y León han encontrado en las últimas décadas 129 diferentes variedades, de las cuales 14 presentan destacadas cualidades enológicas y de adaptación al cambio climático. Y lo mejor es que los vinos que ya se están elaborando con ellas en pequeñísimas cantidades –y que algunos privilegiados hemos podido catar– hablan de singularidad, de territorio y de riqueza para unos campos que hace tiempo demandan sentido común, manos y esperanza.
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