domingo, 29 de mayo de 2022

Damajuanas

 (Un texto de Rosa Molinero leído en el muro de Facebook de La Vanguardia el 14 de enero de 2022)

Es posible que hoy veamos las damajuanas adornando un rincón de la casa, con un ramo de flores secas en su cuello o, tal vez, trajeadas en ganchillo o mimbre, pero desvestidas de su función original: transportar y/o fermentar líquidos. Empleadas como recipiente de agua, aceite, vinagre, licor, chicha chilena y vinos, también han tenido y siguen teniendo un papel activo en la elaboración de vinos blancos, rancios y dulces.

El origen de la damajuana, así como la etimología de su nombre, es un tanto incierta. Pudo haberse inventado en Damghan, a 342 kilómetros al norte de Teherán (Irán) en la Edad Media. La adaptación fonética a los idiomas de las culturas que recibieron el invento gracias al intercambio comercial de la ruta de la seda fueron modificando su nombre: esa garrafa de cristal de Damghan fue la damacana de los turcos, la damagana de los árabes, la damigianna de los italianos, la dame-jane de los franceses y la damajuana, damajana o damajoana en nuestra casa (en los países anglófonos, la masculinizan y llaman demijohn). Se cree que fue en Francia (allí también se la llama bonbonne, es decir, ‘bombona’, según el Diccionario Lexicográfico del CNRTL) donde apareció, en 1701, la Juana/Jeanne: por su forma redondeada y amplia se la equiparó a una mujer de vientre prominente, a una tal Juana (como en España podríamos haberla llamado ‘Pepita’).

Sin embargo, una leyenda concreta quién era esa Juana. Según el ayuntamiento de Saint-Paul-en-Forêt (Provenza), donde supuestamente se inventó, todo tuvo que ver con la reina Juana I de Nápoles. La monarca, que en 1347 huía de su reino, fue a refugiarse en su condado de Provenza cuando le sorprendió una fuerte tormenta que la hizo detenerse en lo que por aquel entonces era llamado como Saint-Paul-La-Galline-Grasse. Allí, se instaló en casa de un soplador de vidrio, al que visitó en su taller, a la mañana siguiente, para ver cómo trabajaba. El hombre, turbado por la presencia de la reina, sopló más de la cuenta mientras hacía un frasco; tanto, que el recipiente resultante era tan grande que podía contener decenas de litros. Decidió comercializarlo y lo quiso bautizar como ‘Reina Juana’ (‘Reine Jeanne’), pero la soberana le dijo que prefería el nombre de ‘Dama Juana’ (Dame Jeanne).

La damajuana se instaló en las bodegas familiares de nuestro país para albergar el vino hecho en casa con las uvas que se cultivaban para consumo propio. Todavía hoy es posible encontrarlas en Italia, Grecia y otros países europeos. Asimismo cruzó el charco y se distribuyó desde California hasta Chile, pasando por Argentina, donde tradicionalmente se ha asociado al vino de baja calidad, y que, contra todo pronóstico, la pandemia la puso tan de moda que los proveedores del recipiente se quedaron sin stock.

La enóloga Sara Pérez (Mas Martinet, La Venus Universal, en el Priorat) cree que el uso de las damajuanas se perdió en cuanto se empezó a renegar de los vinos de pagès, hechos en casa, “y cuando esto del vino pasó a ser más prestigioso y a tener más nivel técnico”. Por otro lado, la enóloga se topó con un problema cuando quiso recuperar las damajuanas: no encontró un soplador de vidrio que pudiera elaborar la damajuana que tenía en mente. “Sentí que había llegado tarde: solo encontraba sopladores que hacían esculturas y porrones para el turista. Hoy ya no tienen los grandes hornos para atemperar el cristal donde caben las damajuanas”. No le quedó más remedio que encargarlas a la napolitana Ambrosio Vetri, donde producen  tiradas cortas de forma industrial.

La misma dificultad encontró Òscar Navas (La Furtiva, en Terra Alta), que compra sus damajuanas al mismo proveedor italiano. El enólogo opina que otro factor que acarreó la pérdida del uso de la damajuana fue la industrialización y la consiguiente entrada del acero inoxidable y el hormigón que, sin embargo, no pudieron con el gusto por la madera. Destaca, además, que las damajuanas también tienen su parte negativa y que de forma transparente, muestran con honestidad: “están hechas de vidrio, un material poco resistente, muy frágil y difícil de transportar”. No en vano se las cubría con el típico abrigo de mimbre o cañizo (que una vez mojado, ayudaba a refrigerarlas) y, posteriormente, con un entramado de plástico que imitaba el antiguo patrón que tejían aquellas fibras naturales.

De acuerdo con Navas, Pérez señala otra de las dificultades que entraña el trabajo con damajuanas, y que tiene que ver, por partida doble, con el volumen. “Mientras que las barricas son apilables y contienen, en el tamaño más empleado, 225 litros, y tenemos fudres que empiezan en los 1.000 litros, el tamaño máximo de una damajuana es de 54 litros. Además, por su fragilidad y forma, es imposible apilarlas. Así las cosas, una damajuana ocupa mucho más espacio, en el que cabe mucho menos vino en comparación con otros recipientes”.

Tal y como los enólogos han relatado, la inexistente disponibilidad de las damajuanas en nuestro país es una de las complicaciones a la hora de elaborar vino con ellas. El Vicepresidente de la Asociación Española de Sopladores de Vidrio, Diego Rodríguez Blanco, nos confirma el dato. Él, a sus 43 años, es maestro vidriero en la Real Fábrica de Cristales de La Granja (en adelante, RFCG) y uno de los pocos que quedan en nuestro país. Desde los 16 en el oficio (su tatarabuelo ya había sido trabajador en la RFCG, confiesa que le enganchó desde el primer momento y se lamenta por el declive del soplado de vidrio artesanal.

“Pese a que el soplado de damajuanas no es una tarea de mi día a día, recientemente tuve la ocasión de elaborarlas para Solán de Cabras, que ha querido recuperar sus antiguas damajuanas, y ha sido una gran experiencia. Por supuesto, podemos hacerlas bajo demanda para los clientes que las soliciten”.

Rodríguez comenta que una de las dificultades del soplado de damajuanas reside en un instrumento esencial para el trabajo de un artesano del cristal: la caña. “Es la herramienta con la que sacamos el cristal fundido por una de sus puntas y lo soplamos por la otra. Este método, que evita que nos quememos, tiene una particularidad: hace efecto palanca. Esto significa que hay una limitación en cuanto a los kilogramos de cristal que podemos soplar, que son entre 15 y 20. Físicamente, es imposible trabajar con más, de modo que tampoco podemos soplar damajuanas que superen los 54-60 litros de capacidad”.

Este maestro soplador afirma que el trabajo artesanal con vidrio se perdió con la industrialización y sabe que el relevo generacional está en entredicho, pero quiere animar a que más personas descubran la profesión. “Pensemos una cosa: el vidrio es el futuro. Cualquier producto de calidad se envasa en vidrio y ya estamos intentando acabar con el plástico. Siempre vamos a tener trabajo. Lo único que se requiere en este oficio es ser buen soplador, ser buen vendedor y tener la persistencia y la resistencia a la frustración para aprender”. Nada mejor para entender de qué habla Rodríguez (e imaginar qué es trabajar con un calor abrasador, un material ardiente y, a la vez, muy frágil), que seguir su recomendación y ver el alucinante concurso de soplado de vidrio, Blown Away (Netflix). “Es un gran retrato de la magia, el arte y el espectáculo del trabajo artesanal con vidrio”.

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