El origen de la damajuana, así como la etimología de su nombre, es un tanto incierta. Pudo haberse inventado en Damghan, a 342 kilómetros al norte de Teherán (Irán) en la Edad Media. La adaptación fonética a los idiomas de las culturas que recibieron el invento gracias al intercambio comercial de la ruta de la seda fueron modificando su nombre: esa garrafa de cristal de Damghan fue la damacana de los turcos, la damagana de los árabes, la damigianna de los italianos, la dame-jane de los franceses y la damajuana, damajana o damajoana en nuestra casa (en los países anglófonos, la masculinizan y llaman demijohn). Se cree que fue en Francia (allí también se la llama bonbonne, es decir, ‘bombona’, según el Diccionario Lexicográfico del CNRTL) donde apareció, en 1701, la Juana/Jeanne: por su forma redondeada y amplia se la equiparó a una mujer de vientre prominente, a una tal Juana (como en España podríamos haberla llamado ‘Pepita’).
Sin embargo, una leyenda concreta quién era esa Juana. Según el ayuntamiento de Saint-Paul-en-Forêt (Provenza), donde supuestamente se inventó, todo tuvo que ver con la reina Juana I de Nápoles. La monarca, que en 1347 huía de su reino, fue a refugiarse en su condado de Provenza cuando le sorprendió una fuerte tormenta que la hizo detenerse en lo que por aquel entonces era llamado como Saint-Paul-La-Galline-Grasse. Allí, se instaló en casa de un soplador de vidrio, al que visitó en su taller, a la mañana siguiente, para ver cómo trabajaba. El hombre, turbado por la presencia de la reina, sopló más de la cuenta mientras hacía un frasco; tanto, que el recipiente resultante era tan grande que podía contener decenas de litros. Decidió comercializarlo y lo quiso bautizar como ‘Reina Juana’ (‘Reine Jeanne’), pero la soberana le dijo que prefería el nombre de ‘Dama Juana’ (Dame Jeanne).
La enóloga Sara Pérez (Mas Martinet, La Venus Universal, en el Priorat) cree que el uso de las damajuanas se perdió en cuanto se empezó a renegar de los vinos de pagès, hechos en casa, “y cuando esto del vino pasó a ser más prestigioso y a tener más nivel técnico”. Por otro lado, la enóloga se topó con un problema cuando quiso recuperar las damajuanas: no encontró un soplador de vidrio que pudiera elaborar la damajuana que tenía en mente. “Sentí que había llegado tarde: solo encontraba sopladores que hacían esculturas y porrones para el turista. Hoy ya no tienen los grandes hornos para atemperar el cristal donde caben las damajuanas”. No le quedó más remedio que encargarlas a la napolitana Ambrosio Vetri, donde producen tiradas cortas de forma industrial.
La misma dificultad encontró Òscar Navas (La Furtiva, en Terra Alta), que compra sus damajuanas al mismo proveedor italiano. El enólogo opina que otro factor que acarreó la pérdida del uso de la damajuana fue la industrialización y la consiguiente entrada del acero inoxidable y el hormigón que, sin embargo, no pudieron con el gusto por la madera. Destaca, además, que las damajuanas también tienen su parte negativa y que de forma transparente, muestran con honestidad: “están hechas de vidrio, un material poco resistente, muy frágil y difícil de transportar”. No en vano se las cubría con el típico abrigo de mimbre o cañizo (que una vez mojado, ayudaba a refrigerarlas) y, posteriormente, con un entramado de plástico que imitaba el antiguo patrón que tejían aquellas fibras naturales.
Tal y como los enólogos han relatado, la inexistente disponibilidad de las damajuanas en nuestro país es una de las complicaciones a la hora de elaborar vino con ellas. El Vicepresidente de la Asociación Española de Sopladores de Vidrio, Diego Rodríguez Blanco, nos confirma el dato. Él, a sus 43 años, es maestro vidriero en la Real Fábrica de Cristales de La Granja (en adelante, RFCG) y uno de los pocos que quedan en nuestro país. Desde los 16 en el oficio (su tatarabuelo ya había sido trabajador en la RFCG, confiesa que le enganchó desde el primer momento y se lamenta por el declive del soplado de vidrio artesanal.
“Pese a que el soplado de damajuanas no es una tarea de mi día a día, recientemente tuve la ocasión de elaborarlas para Solán de Cabras, que ha querido recuperar sus antiguas damajuanas, y ha sido una gran experiencia. Por supuesto, podemos hacerlas bajo demanda para los clientes que las soliciten”.
Rodríguez comenta que una de las dificultades del soplado de damajuanas reside en un instrumento esencial para el trabajo de un artesano del cristal: la caña. “Es la herramienta con la que sacamos el cristal fundido por una de sus puntas y lo soplamos por la otra. Este método, que evita que nos quememos, tiene una particularidad: hace efecto palanca. Esto significa que hay una limitación en cuanto a los kilogramos de cristal que podemos soplar, que son entre 15 y 20. Físicamente, es imposible trabajar con más, de modo que tampoco podemos soplar damajuanas que superen los 54-60 litros de capacidad”.
Este
maestro soplador afirma que el trabajo artesanal con vidrio se perdió
con la industrialización y sabe que el relevo generacional está en
entredicho, pero quiere animar a que más personas descubran la
profesión. “Pensemos una cosa: el vidrio es el futuro. Cualquier
producto de calidad se envasa en vidrio y ya estamos intentando acabar
con el plástico. Siempre vamos a tener trabajo. Lo único que se requiere
en este oficio es ser buen soplador, ser buen vendedor y tener la
persistencia y la resistencia a la frustración para aprender”. Nada
mejor para entender de qué habla Rodríguez (e imaginar qué es trabajar
con un calor abrasador, un material ardiente y, a la vez, muy frágil),
que seguir su recomendación y ver el alucinante concurso de soplado de
vidrio, Blown Away (Netflix). “Es un gran retrato de la magia, el arte y el espectáculo del trabajo artesanal con vidrio”.
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