(Un artículo de Ana Vega Pérez de Arlucea en el Heraldo de Aragón del 3 de agosto de 2019)
Bienaventurados aquellos que vivan el verano en la inopia vacacional, porque serán ajenos a los dimes y diretes de las redes sociales. He estado yo unos días también fuera de onda y en consecuencia no asistí a la retransmisión en directo de la última (a estas alturas quizás penúltima) controversia gastronómica: la de la adoración vs. aborrecimiento del pepino en el gazpacho. Sin meternos en quién dijo qué, podemos resumir el asunto en que ante la pregunta de si la gente prefería el gazpacho con o sin pepino, un chef triestrellado y andaluz dijo que el pepinismo gazpachil le parecía un atentado contra el buen gusto y otro célebre cocinero español le respondió que, ay, cómo podía decir algo así sobre la receta más mítica de Andalucía. Y se lió.
Ya saben, la gente haciendo corro virtual y murmurando por lo bajini «¡que se peleen, que se peleen!». No llegó la sangre al río y tampoco el pepino al dornillo porque ambos mantuvieron firmes sus posiciones, pero el tema ha acabado por dominar el cotilleo culinario y sus ondas expansivas se siguen sintiendo una semana después. Como ya me conocen ustedes, sabrán que ahora es cuando llega presta y rauda la Historia a sacar punta a este polémica. Efectivamente, algo tiene que decir al respecto, igual que también lo tuvo nuestra musa vital -y estival- doña Emilia Pardo Bazán.
Habiendo hablado hace pocas semanas de la que de momento es la receta más antigua conocida de gazpacho, escrita en México y bastante diferente a lo que hoy concebimos como tal, ya se imaginarán que en realidad lo que actual y mayoritariamente conocemos como la receta canónica del gazpacho es una variante estandarizada de las muchas que a lo largo de los siglos ha habido. El gazpacho era un concepto abierto que se sustentaba sobre la base de agua, pan, ajo, aceite y vinagre, y que podía admitir sin problema cebolla, pimientos rojos o verdes, pepino y tomate (los ingredientes ahora más habituales) pero también perejil, hierbabuena, comino, ajedrea, cilantro, espárragos, naranjas, carne o pescado. Lo que hubiera a mano y ayudara a darle sustancia y alegría, porque los múltiples y miles de gazpachos distintos que se hacían en cada casa o pueblo eran un plato de subsistencia que no se paraba en melindres de «esto no me gusta» o «esto no pega». Había que llenar el buche de manera fácil, rápida y económica, de modo que cualquier cosa era susceptible de acabar en la escudilla.
Múltiples versiones
Aparte del gazpacho rojo al que rendimos pleitesía hoy en día, hubo y hay otras muchas versiones tan distintas que nos resulta difícil encajarlas en nuestra idea gazpachera. Algunas son transparentes, otras espesas o con tropezones, frías, calientes. Como gazpacho se calificaron siempre el salmorejo, el ajoblanco o la porra antes de que en torno a 1880 la variante roja con verduras de verano acabara popularizándose extraordinariamente en toda España, precisamente para sofocar los calores.
Se puso repentinamente de moda del mismo modo que se imponen las tendencias gastronómicas modernas: gracias a la labor de personas influyentes a los que los demás querían imitar. Se habló de una duquesa andaluza a la que se le ocurrió trasplantar aquella receta labriega a los salones madrileños, de terratenientes con nostalgia de los campos del sur y sofocos capitalinos. Pero lo importante es que en 1885 todo quisqui con ínfulas tomaba gazpacho en Madrid y no tardó en adoptarse incluso en el mismísimo palacio real. Con su tomate y su pepino, que han estado unidos bajo el mismo destino gazpachil desde hace casi 200 años.
Quienes reniegan del pepino en la fórmula canónica están en su derecho personal a aborrecerlo, pero no a decir que sea un elemento menos tradicional o auténtico que el tomate. Más o menos picado y en mayor o menor cantidad, el pepino se ha usado en casi todas las recetas estándar de los últimos dos siglos, incluso antes de que el colorado Solanum lycopersicum hiciera su aparición en el corpus gazpachero nacional. Otra cosa es que en ciertas zonas, ciertos pueblos o ciertas casas no se añada, sea por tradición o por preferencias particulares.
A los que creen que es demasiado agresivo o notorio y a los que sufren que les repita durante horas, les consolará saber que el problema está en que no están usando la cucurbitácea correcta. Ahora identificamos 'pepino' con el cucumis sativus, y de esa especie son la inmensa mayoría que bajo ese nombre se cultivan y venden en nuestro país. Pero antiguamente 'pepino' se usaba indistintamente para denominar al cohombro o alficoz (cucumis melo flexuosus), una subespecie de melón con aspecto de pepino largo y enroscado como una serpiente que tiene un sabor mucho más suave y se puede incluso comer con piel. No repite, señores. Hasta principios del siglo XX, los cohombros fueron muy populares en el sur y el levante español y se consumían encurtidos, confitados, en ensalada o -jajajá- en gazpacho. En la Edad Media se consideraron muy superiores y más adecuados que los pepinos normales y durante varios siglos se diferenciaron claramente de los mismos llamándose cogombros, cohombros o alficaces (del hispanoárabe alfiqqús), aunque después se diluyó la distinción léxica.
Los cucumis sativus se impusieron y con ellos llegó la necesidad de salar o 'desangrar' los pepinos antes de utilizarlos, para que no repitieran. Eso es lo que recomendaba hacer precisamente Emilia Pardo Bazán en su recetario 'La cocina española antigua' (1913) y la razón por la que creía «hacer un beneficio a la humanidad previniéndola contra los gazpachos en los que entra con dosis muy altas el pepino». Si sufren también ustedes los resabios del antipepinismo, prueben a echar cohombros en nuestra sopa fría más famosa. O tómenla como les dé la gana, pero sin sentar cátedra en Twitter.
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