viernes, 14 de mayo de 2021

Qué comían los soldados españoles durante la Guerra de Cuba (el otro desastre)

(Un texto de Francisco Abad Alegría en elcuadernodigital.com en julio de 2018)

La Guerra de Cuba tuvo una amplia repercusión en la vida y autoestima nacional española. Por muy injusta e impopular que fuera y por estar influida claramente por presiones extranjeras, se condujo desde el principio con la torpeza de un matadero desorganizado, cuyo previsible final enlazaba con la defección, también inevitable, de la de Marruecos. Pero hubo una suerte de quintacolumnismo en la capital de la nación. Sin tener en cuenta otros aspectos, reservados a expertos sobre diversos temas tácticos, logísticos y diplomáticos, se da noticia en esta breve nota de algo que contribuyó, y no poco, a la derrota: la deficiente alimentación de las fuerzas militares españolas durante el conflicto.

La Guerra de Cuba

El hábito reglamentario de los ejércitos, provee datos objetivos de sus peripecias; así, por ejemplo, sabemos que las primeras grandes ollas a presión zaragozanas Bellvis, se estrenaron durante la Guerra de Marruecos. Casi sincrónicamente, nuestra Guerra de Cuba ayudó a desmoralizar a los ciudadanos españoles.

Y sí, es nuestra, muy nuestra, porque Cuba era parte de España, “las Españas”, como declara la Constitución de Cádiz de 1812 y porque el desastre de Cuba, rematado por la suicida Guerra de Marruecos, en curso ya más o menos discontinuo, facilitó la más vil decadencia de toda la nación, con el apoyo de grupos facciosos de variado signo y obediencia. La Guerra de Cuba, comienza a escala modesta hacia 1868 y se desarrolla en cuatro grandes fases, concluyendo en 1898, con la decisiva intervención de los Estados Unidos; minó la economía, la población y la moral nacional hasta extremos insospechados. Una víctima de la carnicería fue nuestro Santiago Ramón Cajal (él no ponía la “y” al firmar), que retornó enfermo de paludismo, para luego sufrir una tuberculosis que curó en San Juan de la Peña, fructificando al cabo en gloriosa carrera investigadora.

Debo a la generosidad de un querido colega, el acceso a un libro editado en Barcelona en 1884[1], que explora el meollo de tal peripecia bélica desde el punto de vista militar, antes de la derrota que consolidó no solo una pérdida, sino un auténtico separatismo de lo que fuera una parte de España. Es el detalle pormenorizado de la Guerra de Cuba hacia la mitad de su decurso, en sus diversos aspectos tácticos, logísticos y las consiguientes políticas reactivas o causantes. Su autor es el subinspector médico de primera clase, don  Ramón Hernández Poggio, pluriacadémico y consecuentemente  detallista en las descripciones no sólo de ámbito sanitario sino también de orden humano, organizativo y estrictamente militar. El estado del libro es lamentable; aparentemente muy bien conservado y perfectamente encuadernado, las condiciones climáticas en la gran isla caribeña donde se encontraba, han hecho que las hojas firmes y enteras en apariencia, se quiebren con facilidad, obligando a pasarlas con la ayuda de una fina cartulina satinada para evitar el tacto más grosero con los dedos.  En ese estudio, pleno de datos, aparecen los relativos a la alimentación de la tropa[2], que ilustran sobre una realidad que puede resultar interesante al lector y por la que siento especial querencia desde hace largos años.

Raciones alimenticias

La superioridad gubernativa asigna menguadas raciones individuales de comida a las tropas en la campaña de Cuba, aún más menguadas en pan y galleta que las de la Península: 0,5 kg de carne, o la mitad más otro tanto de arroz, habas o judías si se asocian esos productos; 0,250 g de bacalao seco, con algo más de arroz, garbanzos o alubias; 0,100 g de tocino unido al doble de peso en arroz, habas o alubias; un complejo guiso de carne, 0,250 g, con tocino y patatas en doble cantidad u otro similar en el que se sustituye la carne por bacalao. También son raciones adicionales cerca de medio kilogramo de pan o galleta. Cuando la superioridad militar lo autorice, podrá darse vino, aguardiente o café.  Como se ve, para una campaña bélica, las raciones diarias consideradas son relativamente justas, a lo que hay que unir que se consideran cantidades, no calidades, de modo que el viejo dicho de a cualquier cosa llama carne la patrona podría aplicarse perfectamente a nuestro caso. Las notas del libro de referencia, aluden a los usos habituales en la alimentación de los jornaleros de la parte peninsular de España, asimilándolas como semejantes, en un alarde de fantasía, porque estos estaban forados a dietas aún más austeras. También se habla de raciones de refresco, que son pan, ajos, vinagre, aceite y sal, lo suficiente para hacer un gazpacho pobre de labrador, e incluso se mencionan raciones extraordinarias para quienes se hayan distinguido en el combate, de pan, queso y aguardiente[3]. Hay que señalar que también el agua está racionada, no se toma ad libitum.

El autor del trabajo, se aventura ocasionalmente a decir que la alimentación que glosa para las tropas en campaña, es más generosa incluso que la de los militares de otras naciones (tropas coloniales belgas e inglesas, fundamentalmente) y aclara que ante la posible escasez de abasto de algunos elementos, especialmente carnes, es posible alterar las proporciones de los otros productos nutritivos; vamos, lo que siempre se ha hecho en todas las casas humildes: alargar el guiso con más patatas o legumbres para llenar la andorga.

Forzadas correcciones

Raciones escasas. Valorando  los componentes químicos de los diversos alimentos, se explaya el autor en consideraciones sobre alimentos caloríficos, conservadores y reparadores y llega a la conclusión de que las raciones calculadas para los bravos combatientes españoles no están mucho mejor equilibradas en lo que a los tres subtipos considerados, que las diseñadas para ejércitos de otros países (Bélgica e Inglaterra básicamente), que en campañas africanas o de colonización veían cómo sus soldados adelgazaban y se desnutrían. Constata el inspector médico militar que relata esto, que en regiones cubanas como Guaimaro o Cascorro, los soldados españoles adelgazan en exceso, porque las escasas dietas militares no tienen en cuenta las peculiaridades climáticas y la actividad física de los combatientes ni la más que habitual sustitución de alimentos proteicos por vegetales, más fáciles de obtener en el medio. Es tan claro el asunto, que el general conde de Valmaseda, impresionado por el estado en que encuentra a las tropas,  decreta en julio de 1870 medidas higiénicas especiales de alojamiento y abrigo, así como raciones suplementarias de rancho, además de café, librando dinero suplementario para mejorar la intendencia. Incluso se habilitan fondos con que adquirir vino para los numerosos enfermos de patología infecciosa, (disentería y paludismo), sustituyendo al ron local, sin propiedades saludables[4].

Caldo de carne. Con ocasión de una expedición de enfermos y heridos procedentes  de Victoria de las Tunas, además de mejorar las raciones se incorporan los caldos sustanciosos de carne, que aportan proteínas solubles, gelatina y sales minerales; como la preparación de caldos resulta difícil en medio de los combates, varios oficiales médicos encarecen a la superioridad, ¡siendo atendidos! la adquisición de caldo concentrado de carne Liebig, ensayado con éxito por el ejército austríaco en 1859, que en su tiempo fue una novedad alimentaria absoluta, tras los iniciales concentrados de origen vegetal, que se prepararon en Suiza para aumentar el rendimiento laboral de braceros y peones a bajo costo (esto no es una fantasía y está perfectamente documentado y explícitamente escrito[5]); resulta de extraordinaria utilidad, aunque no sustituye a una alimentación adecuada y nutritiva convencional. La dotación menguada de tal recurso por parte de las autoridades de la metrópolis, obliga al general responsable de las tropas a desviar donativos para ropa y munición de familias acaudaladas de la isla a la adquisición del precioso extracto[6].

Vino y café. Otro elemento fundamental en la menguada dieta de los pobres soldados españoles es el vino. Tomado con algo de alimento, en lugar de causar daños, es reconfortante, medicinal y calorífero, sustituyendo además al dañino aguardiente local de caña, que además de envenenar los organismos, era una forma de engañar al hambre y los sufrimientos y alteraba el orden por las frecuentes embriagueces, con nefastas consecuencias para la convivencia. Para conseguir café, abundante en la cosecha local, también hubo que hacer auténticos esfuerzos ante la superioridad, que lo consideraba (todo se ve de forma diferente desde el despacho ministerial o el reservado del Lhardy) un lujo o premio. Infusión de café y vino, aunque en cantidades escasas y rígidamente medidas, serían sustitutivos saludables de las aguas mefíticas y contaminadas de toda la isla, además de mejorar el ánimo de la tropa[7].

Conclusión

A modo de colofón de lo antedicho, sirvan las palabras del propio subinspector médico militar Hernández Poggio: Ahora bien, después de cuanto queda expuesto, no puedo menos de concluir que la alimentación de los soldados de la división del Departamento Oriental de Cuba…no era suficiente para sostener sus organismos con el vigor que reclamaban las grandes fatigas y las inmensas penalidades de la guerra… ¿Llenaba estas condiciones la ración de etapa que recibían los soldados de esta división? En manera alguna[8]. Ya lo sabíamos; la dirección estúpida y rapaz desde el Gobierno central español, creó innumerables mártires civiles inútiles, sin necesidad de que ningún cañonero americano rematase la faena; estaban ocupados en sus guerritas personales y facciosas, partido contra partido, logia contra logia: El enemigo estaba en Madrid, una vez más.

 

[1] Hernández Poggio, R. La guerra separatista de Cuba. Publicaciones de la Revista Científico-Militar, Barcelona. 1884.
[2] Op. cit., cap III, pp. 37-73.
[3] íd., pp. 41-42.
[4] íd., pp. 49-51.
[5] Abad Alegría, F. El desarrollo de los cubitos de caldo:¿Cueces o enriqueces? Heraldo de Aragón, 13.8.2016, suppl. CMG: pp. 6-7.
[6] Hernández Poggio, op. cit., pp. 52-58.
[7] Íd., pp.58-70.
[8] íd., p. 71.

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