(Artículo escrito por Francisco Abad Alegría en elcuadernodigital.com en mayo de 2019)
Pur riconoscendo che uomini nutriti male o grossolanamente hanno realizzato cose grandi nel passato, noi affermiamo questa verità: si pensa si sogna e si agisce secondo quel che si beve e si mangia…
No, esto no es una defensa de la nueva cocina, utilizando expresiones de Philippo Tommaso Marinetti en su archifamoso manifiesto de 1931, Contro la pastasciutta. Porque algunos nos empeñamos desde hace largo tiempo en mantener aunque sea con respiración asistida, a la inversa del modernista Marinetti, el núcleo de la comida tradicional, no para pensare e sognare como antaño, sino para ubicar al menos en parte las raíces de una parte de nuestra cultura. Ya me ocupé con cierto detalle del tema de la pasta en nuestra cocina hace poco tiempo, pero hoy pretendo redondear algunos puntos referentes a las formas más primitivas de lo que conocemos con la denominación genérica de pasta, en parte aún vigentes en las cocinas populares y tradicionales.
Antiguo origen
Encontramos recetas de pasta de diversas formas, hechas con harina y agua, ya en las selectas cocinas andalusíes del siglo XIII: pequeños husos (fidawus), bolitas (al-muhammis), bolitas más grandes (zabzin) y macarrones cortos (aletría) se cocían en caldo de carne y se servían acompañadas de mantequilla y algo de pimienta. La asociación cultural entre los restos del mundo clásico y los dominadores árabes en el siglo XIV daría origen a la difusión italiana de la pasta (Ibn Razin al-Tugibi: Relieves de las mesas, Gijón: Trea, 2007, p. 133 y ss.). Martino da Como (siglo XV) bautiza su receta de macarrones como sicilianos, que prepara envolviendo una fina tira de pasta recién amasada sobre un alambre, para dejar así un canuto de pasta hueca como los macarrones actuales; también hace fideos estirando mucho la pasta y cortándola con una lira de alambres montados sobre bastidor de madera, o con cuchillo, en finas tiras (Figura 1). Cita asimismo los macarrones romanescos, hechos como los sicilianos y servidos con mantequilla, queso y especias, y otros macarrones, cortados en pequeños tramos, denominados triti o formentine, que se toman como los romanescos (Martino da Como: Libro de arte culinaria, en J. Cruz Cruz: La cocina mediterránea en el inicio del Renacimiento, Huesca: La Val de Onsera, 1997, pp. 125-225). Lo más interesante de este testimonio es el pleno desarrollo que tiene la pasta en suelo italiano ya en el siglo XV. Diego Granado (siglo XVII) recoge, asumiendo origen italiano y no herencia andalusí, una receta de macarrones a la romana (D. Granado: Libro del arte de cocina (3.ª ed.), Lérida: Pagés, 1991, pp. 93 y 94) y otra de macarrones al hierro, que son como los macarrones sicilianos de Martino da Como, y una fórmula para fideos que incorpora huevo y pan rallado en la masa de harina. Después se encuentra el vacío en otros recetarios contemporáneos y posteriores. La redifusión de la pasta en sus diversas formas es muy escasa en España antes de la segunda mitad del siglo XIX. La revisión de recetarios domésticos de González Turmo señala que «las pastas (macarroni, rabioles, fideos con tomate) […] eran para la cena. Se regularizaron en la Corte y se pusieron de moda en España en el siglo XVIII, pero lo cierto es que los recetarios publicados en Andalucía durante el XIX, no les prestaron demasiada atención» (I. González Turmo: 200 años de cocina, Madrid: Cultivalibros, 2013, pp. 196 y 203). Lo propio ocurrió con las sopas y caldos que incorporaban fideos, éstos habitualmente de confección doméstica. En Ángel Muro encontramos la explicación del escaso aprecio por la pasta en la cocina española canónica del fin del XIX. Dice: «Ante todo, en Madrid se venden macarrones muy malos, y como no sean de casa de Prats o de Lhardy, yo por mi parte prefiero entonces que se los coma otro» (A. Muro: Diccionario de cocina (2 vols.), San Sebastián: R&B Ediciones, San Sebastián. 1996, voz macarrón).
Las formas de pasta popular y tradicional
Mientras que la pasta en sus diversas formas se desliga de la cocina, el pueblo llano hace la guerra por su cuenta, sobre variadas bases culinarias de distintas épocas.
La pasta fresca rústica. El prototipo de esta modalidad es el andrajo, aún presente en algunas cocinas andaluzas, singularmente la jiennense. Su elaboración es la pura rusticidad, pensada básicamente para alargar comidas caldosas con poco companaje. Se hace una masa de harina y agua, estirándola con rodillo hasta hacerla muy fina; de esta masa, según los afanes estéticos de quien cocina, se hacen trocitos, tomando pellizcos de formas irregulares (de ahí lo de andrajos) o se corta en forma de rombos o cuadraditos, que se vierten para cocer en un hirviente potaje de hortalizas y bacalao o a veces de caza, de modo que añadidos cuando el guiso ya está tierno, absorben caldo al tiempo que se cuecen y dan consistencia y cantidad importante de comida saciante a la familia (A. M. Calera: Cocina andaluza (3.ª ed.), Madrid: Everest, 1984, p. 131).
Otra variante rústica de pasta fresca, aunque mucho más elaborada, es la de los gurullos. Su equivalente más complejo serían los fusilli italianos, aunque estos participan tanto de la elaboración manual de finas tiras de pasta como de su arrollamiento sobre un alambre, tal como explicaba el maestro Martino da Como. Pero sí que tienen un equivalente de tradición magrebí, derivada de los fidawus andalusíes, que se denominan lenguas de pájaro y se elaboran ya industrialmente, expendiéndolos como pasta seca (F. Benkirane: La nouvelle cuisine marocaine, París: Taillandier, 1979, p. 57), preparándose habitualmente en caldo azucarado de agua, leche, canela y goma arábiga. Los gurullos son bolitas muy pequeñas de pasta de harina y agua, que se estiran entre las palmas de las manos, haciendo diminutos husos (Figura 2): como se ve, la rusticidad de la elaboración queda sobradamente compensada por la extraordinaria laboriosidad que implica hacer un plato de esta pasta. Son plato emblemático de la cocina almeriense, aunque también se elaboran en el norte de Granada, Jaén y Murcia, incluyéndose en potajes con base de conejo, sepia o pulpo.
Por fin, queda una variante rústica un tanto peculiar, que en cierto modo participa de las preparaciones de ñoqui sin patata: las micolas. Aún existen elaboraciones de micolas en el Sobrarbe aragonés y representan la pervivencia rústica y parcial de los flaones renancentistas. Martínez Montiño (1611) da un par de recetas de flaones complejos, que consisten en planchas de masa común de harina, de variable tamaño, una de ellas plana y simple, que se cuece o asa en marmita y la otra de masa que forra un pequeño molde metálico, rellenándose de crema dulce con huevos para luego hornearla (F. Martínez Montiño: Arte de cocina, pastelería, vizcochería y repostería, Barcelona: M. A. Martí, 1763; ed. facsímil: París, Valencia, 1994, pp. 385-386). La acepción más moderna de flaón sería la de que se trata de un flan o una especie de quiche dulce (Diccionario de Autoridades, tomo III, 1732, voz flaón), pero rastros previos, no recogidos en el actual Diccionario de la RAE, dan a flaón el sentido que explica la terminología del cocinero de Felipe III: gran sello céreo que autentifica los diplomas reales en la Corona de Aragón y como antecedente, disco metálico (cospel) que se emplea para acuñar la moneda en prensas de la ceca local. Es decir, una pequeña tortita plana de variable diámetro y sección, hecha con pasta de harina, que se cuece en caldo o potaje. Hay noticias de las micolas del valle de Chistau, que se hacen con harina de mijo y trigo, cociendo en agua salada, para servirlas aliñadas con solo ajo y aceite, y de las micolas de Tella, que cuecen en un potaje de patatas con cebolla y zancarrón de hueso de jamón (R. Serrano, R. [coord.]: La cocina del Sobrarbe, Huesca: Mancomunidad de Sobrarbe, 1999, p. 24): comida paupérrima para llenar estómagos familiares, pero realizada con todo el mimo posible con elementos muy baratos. Hay una variante de micolas con patatas, que serían auténticas equivalentes de los ravioli, porque las tortitas de masa envuelven a trocitos de jamón o panceta curada, para luego cocer en un caldo de patatas con zancarrón; tal micola constituye de hecho un intermedio entre el raviolo y el ñoco y resulta ilocalizable (al menos para mí) en restaurantes y ventas montañesas (R. Serrano: o. cit., p. 25).
La torta cenceña como pasta seca. La torta ácima de masa de harina y agua, muy finamente estirada y cocida al rescoldo, sobre piedra o equivalente de comal o al horno, que denominamos alcorza o, por su empleo en zonas sudorientales de España, torta gazpachera es una viejísima adquisición de las cocinas occidentales, desde la vieja Grecia clásica (M. J. García Soler: El arte de comer en la antigua Grecia, Madrid: Biblioteca Nueva, 2001, p. 90, p. ej.) a la imperial romana (Apicio: La cocina en la antigua Roma, Madrid: Anaya, 1985, p. 85, p. ej.), pasando por la tradición andalusí que conformó no poco de nuestras cocinas clásicas (Anónimo almohade: La cocina hispano-magrebí durante la época almohade, Gijón: Trea, 2005, pp. 233 y 248, p. ej.). Dos son las formas básicas en que se emplea tal torta cenceña o alcorza: los denominados galianos y los gazpachos, diferentes del gazpacho vegetal clásico, que también lleva pan pero leudo. Los galianos son la versión más humilde de elaborar la alcorza cocida y rehidratada; la torta cenceña se trocea irregularmente a mano y se deja hervir y absorber caldo, normalmente tan simple como agua volcada sobre el condimento de los pobres, ajos abundantes dorados en un poco de aceite o manteca. Esta preparación es propia de zonas occidentales de Andalucía y partes de Extremadura (A. M. Calera: Cocina andaluza (3.ª ed.), Madrid: Everest, 1984, p. 78), pero la gran vía de migración periódica que supusieron los caminos pecuarios de La Mesta y los otros menores que se fueron añadiendo con el tiempo hizo que también se encuentren galianos en un lugar tan lejano como la sierra de Albarracín, que para más demostración de su importación desde zonas sudoccidentales añade pimentón a su pobre factura, corroborando la migración culinaria por la gran vía oblicua de la trashumancia (J. V. Lasierra: La cocina aragonesa (3.ª ed.), Zaragoza: Librería General, 1980, p. 169). La utilización de alcorza para elaborar los gazpachos (en plural, no el gazpacho) es conocida tanto en Extremadura como en el reino de Valencia, donde se hacen sobre un potaje de hortalizas y a veces carne de caza menor, recién cobrada antaño por los pastores o labriegos que hacían largas estancias de quedada en el campo, fuera del hogar (L. Millo: Cocina valenciana (2.ª ed.), Madrid: Everest, 1999, p. 153) y también en Aragón, donde además de la larga vía oblicua peninsular de trashumancia llegaba la más corta manchega, elaborándose del mismo modo que las antedichas (Lasierra: o. cit., p. 171).
Fideos artesanos y a domicilio. Octogenarios de Aragón, Zamora y Navarra cuentan cómo aún en la primera mitad del siglo XX recorrían los pueblos especialistas en hacer fideos: en las casas se preparaba la masa de harina y agua según las pautas del experto, que luego hacía los fideos con el rallo que portaba, una gran prensa provista de émbolo movido con mecanismo de tornillo, que hacía pasar la masa a través de discos de distinto calibre, según el grosor de pasta deseado (Figuras 3-1 y 2), tendiendo después las madejas en perchas de caña para secarlas; luego se troceaban y guardaban en latas de zinc. El proceso industrial era exactamente el mismo, a mayor escala. En el primer tercio del siglo XIX encontramos en el Manual del cocinero, versión de Rementería de un libro francés que españolea incorporando platos españoles que no estarían en el original, cuatro fórmulas de pasta: macarrones cocidos y acabados al horno con queso rallado y mantequilla, fideos en caldo de carne y cocidos en leche con mantequilla y huevos batidos o en leche con azúcar (M. Rementería Fica: Manual del cocinero, cocinera, repostero, pastelero y botillero, Madrid: Yenes, 1837; ed. facsímil: París, Valencia, 1992, pp. 34 y 40); por cierto, estos últimos aún preparados en el aragonés valle de Gistain (Serrano: o. cit., p. 104) y en algunas zonas de Cataluña, donde invariablemente eran fórmulas de fiesta y celebración. Esto se explica perfectamente por los bajos rendimientos de la producción, aún con un 80% del suelo dedicado al cultivo del cereal en Aragón, aún constatable a principios del siglo XIX (L. Germán, C. Forcadell: La crisis finisecular en la agricultura interior: el caso de Aragón, en R. Garrabou [ed.]: La crisis agraria de fines del siglo XIX, Barcelona: Crítica, 1988, pp. 69-93), que dedicaba la harina para el pan cotidiano, reservando cantidades modestas para las citadas fórmulas de pasta y las diversas tortas y bollos de celebración.
Un afrancesado libro de cocina española (1867) recoge cuatro fórmulas de pasta con rasgos muy peculiares. Habla de los fideos que se deben romper sin quebrantarlos demasiado, aludiendo sin duda a la pasta de confección doméstica, para hervirlos en caldo del puchero (G. Moyano: El cocinero español y la perfecta cocinera, Málaga: Moya, 1867, p. 8); evidentemente, los fideos ya habían pasado, con la elaboración doméstica ambulante, a formar parte de las comidas festivas de numerosos ámbitos rurales y urbanos en toda la nación (Figura 4) empleándose no solo como pasta dentro de la sopa sino también como plato consistente, fuerte, que acogía aromas y enjundia de productos cárnicos o peces frescos y ceciales (Millo: o. cit., p. 33, p. ej.).
Evolución moderna menos rústica
Desde principios del siglo XX se va expansionando el empleo de la pasta en la cocina y ahora ya es invasión; pero invasión involutiva, no evolutiva; comida de relleno de la andorga, para entendernos. Aparte los macarrones con tomate y chorizo, fórmula de fortuna doméstica de escaso relieve gastronómico, y los fideos para sopa, aparecen recetas más especiales. Un testimonio interesante es el difundido libro de la marquesa de Parabere, que cita en 1940 algún macarrón o fideo y ni menciona la después reputada fórmula cuasi-identitaria catalana de los canelones (M. Mestayer de Echagüe, marquesa de Parabere: Confitería y repostería (3.ª ed.), Madrid: Espasa-Calpe, 1940). Los canelones a la catalana o a la barcelonesa, son canelones comunes y corrientes, rellenos de carne o de la clásica espinaca con pasas y piñones, remedando la cocina escoffierana que Rondissoni enseña a las señoritas casaderas y matronas de las clases acomodadas barcelonesas, impregnándolas de europeísmo innovador; no tienen más clasicismo ni tradición que una adaptación europeizante en un concreto ámbito burgués, en el primer tercio del siglo XX (N. Luján, J. Perucho: El libro de la cocina española. Gastronomía e historia, Barcelona: Danae, 1972, p. 239).
Similar origen tienen los fideos catalanes a la cazuela, que son una elaboración tardía similar a la fideuá levantina, hecha con carnes diversas de cerdo y embutidos, alegrados a última hora con la clásica picada de almendras con algo de ajo y galleta (Ibídem, p. 291). De invención reciente, no más antigua que el primer tercio del siglo XX, son la fideuá de marisco y la fideuá valenciana de cerdo: fideos finos cocidos con productos del mar o de la tierra, y algo de pimentón y tomate (Millo: o. cit., pp. 33 y 36), que no es, como se dice habitualmente, una paella improvisada por falta de arroz (absurdo imposible en una cocina que prevé clientela) sino adaptación refinada de guisos marineros previos. Otros productos basados en los populares y antiguos fideos domésticos han ido surgiendo desde finales del siglo XIX: los secos aragoneses, con conserva del cerdo, los gaditanos, con gambas y almejas, los malagueños, con almejas y bacalao cecial o los levantinos de Gandía, con marisco y azafrán (F. Abad Alegría: Nuevas líneas maestras de la gastronomía y la culinaria españolas (siglo XX), Gijón: Trea, 2011, p. 171 y ss.). Variantes dependientes de la moda y que el tiempo irá, o no, relegando al olvido.
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