martes, 8 de septiembre de 2020

Leche: ¿beber o no beber?

(Un artículo de Nicole Heissmann y Christoph Koch en el XLSemanal del 24 de noviembre de 2019)

Durante generaciones ha sido el ‘oro blanco’, un alimento nutritivo y saludable para todas las edades. Sin embargo, sobre la leche de vaca ahora se ciernen sospechas no solo de poner en riesgo nuestra salud, también de hacer peligrar el planeta y acentuar el cambio climático. Ante la avalancha de mitos, teorías apocalípticas y productos alternativos, buscamos respuestas.

A fin de cuentas, es un alimento completo que contiene todo lo que necesitan bebés y crías para la fase de desarrollo más intensa de la vida. En la España de la posguerra, la unanimidad era total. Aseguraba el aporte de proteínas, vitaminas y minerales que necesitaba una población en crecimiento. Tanta era la confianza que los nacidos en los setenta pasaban más tiempo aferrados al biberón que al pecho de sus madres.

El péndulo ha oscilado al extremo opuesto: su demonización. Los argumentos antileche forman una madeja difícil de desentrañar. Los más serios se clasifican en tres categorías:

→ Ecológicos. Las vacas producen cantidades ingentes de gases de efecto invernadero, estiércol y purines. Sobre todo, metano, gas con un efecto en el cambio climático 28 veces más intenso que el dióxido de carbono.

Bienestar animal. Son los argumentos éticos contra las condiciones de vida de las vacas criadas para maximizar su rendimiento. Por ejemplo, la separación de madres y crías al nacer, el estabulado permanente, los piensos concentrados y el envío al matadero en cuanto se reduce su producción.

De salud. Veganos y gurús critican a diario que la leche provoca alergias, diabetes, neurodermatitis o incluso cáncer. El Nobel de Medicina Harald zur Hausen va más allá: desaconseja el consumo de productos derivados de la vaca, pues podrían contener fragmentos peligrosos de material genético, posibles culpables de aumentar el riesgo de tumores. Las evidencias que sustentan sus sospechas son, sin embargo, endebles.

Ante estos tres argumentos es interesante ver cómo responden los consumidores. Un estudio reciente desvela que solo al 20 por ciento de los compradores de productos sustitutivos de la leche y la carne los mueve la preocupación medioambiental. El 58 por ciento, mientras tanto, los compra porque creen que las bebidas vegetales, altamente procesadas en realidad, son más sanas que la leche. Los impulsan, a menudo, argumentos vagos o descartados hace tiempo, como que la leche eleva el colesterol. Y olvidan que, aunque en estas bebidas vegetales hay pequeñas cantidades de ingrediente vegetal, también llevan más azúcares y grasas. «El azúcar en la leche es intrínseco al alimento y no añadido», subraya Gemma del Caño, farmacéutica y especialista en industria y seguridad alimentaria.

Tampoco parece justo culpar a las vacas por el cambio climático. «Según la FAO –ilustra Caño–, liberan 100 millones de toneladas de metano al año y unos 2500 millones de toneladas de dióxido de carbono. Pero esto es solo el 5 por ciento de lo que emitimos. Luego, si se le añade lo que el cultivo de pasto para vacas implica en las emisiones del sector agrícola y el procesado industrial de sus productos derivados, alcanza un 15 por ciento del total de emisiones. Es decir, hay que reforzar y mejorar la eficiencia energética en todo el ciclo de la ganadería, pero no usarlo como excusa para no tomar leche».

Toda esta preocupación por todos y cada uno de los componentes de la leche empezó en torno a 2012, cuando comenzaron a llegar a las tiendas cada vez más productos sin lactosa. Junto con este azúcar presente en la leche de los mamíferos, las proteínas y las hormonas también se convirtieron, de repente, en grandes villanas.

Hoy, en Internet, se leen cosas como que nuestra salud se ve dañada por culpa de las «proteínas de la leche de animales de otras especies, contra las que el organismo se defiende». Pero los autores de esta teoría no se han parado a pensar en sus derivadas lógicas: dado que las proteínas son imprescindibles para la vida, la única posibilidad de subsistir alimentándose de proteínas de la «especie propia» sería beber leche materna toda la vida… o el canibalismo.

Comparado con tan agitado panorama, el estado actual de la investigación médica en torno a este tema resulta tranquilizador. Según la ciencia, el consumo medio apenas influye en el peso corporal y tampoco produce un estrechamiento de los vasos coronarios, como se sospechó por un tiempo. Es probable incluso que la leche y sus derivados reduzcan el riesgo de hipertensión y diabetes de tipo 2; quizá también el de accidentes cerebrovasculares. Por lo tanto, los temores más extendidos en torno a la leche no están justificados.

La leche y los lácteos tampoco desempeñan papel alguno en la mayoría de las enfermedades cancerígenas, salvo pocas excepciones. Parece probable, de hecho, que la leche reduce el riesgo de cáncer de intestino; una posible explicación es el efecto de la abundante cantidad de calcio que contiene: este se une a los dañinos desechos de los ácidos biliares, sospechosos de favorecer la formación de tumores en la mucosa intestinal. Por otro lado, el World Cancer Research Fund International ha encontrado indicios –que no evidencias incontestables– en diversos estudios de que la leche aumenta el riesgo de cáncer de próstata en hombres si consumen más de un litro al día. El efecto, en todo caso, sería más bien pequeño y se presenta sobre todo asociado a la leche desnatada.

De todos los componentes de la leche, la grasa es precisamente uno de los objetos de investigación más interesantes. Está compuesta en un 70 por ciento por ácidos grasos saturados, vistos con recelo por su efecto negativo en el colesterol, factor de riesgo de la arterosclerosis y los infartos. Sin embargo, recientes descubrimientos revelan que no es tan dañina como se decía. Su efecto sobre el colesterol es sorprendentemente limitado, e incluso derivados como el yogur parecen reducir sus niveles.

El motivo, probablemente, sea la propia estructura de las diminutas gotas de grasa que nadan en la leche y que le aportan su textura cremosa. Estas gotas están rodeadas por una membrana de varias capas, no solo formada por grasa, sino también por proteínas y fósforo. La grasa de la leche parece ser especialmente saludable cuando estas estructuras permanecen intactas. Eso explicaría por qué la mantequilla siempre está detrás de resultados negativos: en experimentos con alimentos en seres humanos, la mantequilla, a diferencia de la nata, aumenta la concentración en sangre del LDL, o ‘colesterol malo’. Para obtener la grasa de la mantequilla, se centrifuga la leche, generando unas fuerzas que rompen sus diminutas estructuras.

La humanidad tiene diez mil años de experiencia en la domesticación de animales productores de leche. Ningún otro alimento natural ha estimulado tanto nuestra creatividad: se calcula que hay cuatro mil variedades de queso.

También encontramos variantes totalmente distintas de yogures en todo el mundo, como en la cocina de la India, muy marcada por el vegetarianismo, aunque nunca vegana, en un país donde la vaca es considerada sagrada desde hace milenios. La ciencia confirma que los productos lácteos fermentados son sanos y digeribles, conclusión a la que nuestros antepasados llegaron sin necesidad de laboratorios: ellos solos aprendieron a sacar partido a la capacidad de los microorganismos y las enzimas naturales para convertir la leche en un producto duradero y versátil, desde el amargo kéfir hasta el requesón más dulce y cremoso.

Todos estos productos conforman un tesoro colectivo fruto de la experiencia, un patrimonio mucho más antiguo que el Antiguo Testamento (lleno, por cierto, de alabanzas a la leche). Incluso ideas tan ‘modernas’ como la elaboración de leche sin lactosa mediante la enzima lactasa tienen una larga historia: en la elaboración tradicional del yogur se usan bacterias procedentes de la leche fermentada; las enzimas de estas bacterias no hacen otra cosa que digerir la leche por nosotros y transformarla así en un producto tolerable y duradero.

Nuestra forma de tomar leche también ha evolucionado. Ahora la ingerimos como bebida refrescante y, a la luz de las evidencias, no parece lo más conveniente por su elevado valor energético: para refrigerarse, el cuerpo necesita sobre todo agua, no calorías. Durante la mayor parte de la historia, la leche se ha procesado buscando alargar su periodo de conservación, transformándola en mantequilla, queso curado o en bebidas fermentadas como el kéfir. Muchas de estas recetas reducen el contenido de lactosa de tal manera que buena parte de los derivados son aptos para personas a las que les cuesta digerirla.

Un aspecto esencial para nuestra salud es cómo se alimenta a las vacas. Los expertos aconsejan volver a lo tradicional. Cuando pasta en los prados, o si come suficiente cantidad de hierba y heno, en su rumen se forman más ácidos grasos omega-3 que en una vaca de alto rendimiento, alimentada con piensos concentrados y soja. El omega-3 es un elemento especialmente valorado, ya que reduce el riesgo de desarrollar varias dolencias cardiovasculares, de ahí lo importante de consumir leche de vacas alimentadas de forma natural. Además, si esta forma de gestionar las explotaciones volviera a imponerse, se reducirían muchos de los problemas ecológicos y éticos de la actual economía excedentaria.

Las vacas son capaces de hacer algo que a los humanos nos resulta imposible: gracias a sus cuatro estómagos y a una flora bacteriana específica que puebla su rumen, procesan las duras fibras de celulosa de la hierba y obtienen de ella su energía. Al mismo tiempo, sus microbios estomacales almacenan las proteínas vegetales y son después digeridos en el intestino de la vaca, sacrificados como mártires de la producción de leche. Las proteínas de las bacterias llegan más tarde a través del sistema circulatorio hasta las ubres. De esta forma, las vacas trasforman para nosotros fibras vegetales inútiles en proteínas lácteas fácilmente digeribles. Si las dejamos que coman hierba, claro.

Porque el ‘problema’ es que una vaca que se alimenta en prados ‘solo’ produce seis mil litros al año como máximo. Cantidad insuficiente mientras un granjero gallego o asturiano, al que le cuesta 32 céntimos producir un litro, siga percibiendo 31 céntimos por cada litro que vende a la industria. Es decir, pierde un céntimo por litro. ¿Cómo no se arruina? Gracias a las ayudas públicas, sobre todo a la Política Agraria Común (PAC) de la UE. El impacto de las subvenciones es de unos 3 céntimos por litro, lo justo para rebasar el umbral de la rentabilidad y rascar un par de céntimos por litro.

Mientras, los supermercados de bajo coste libran una guerra por los clientes en ese campo de batalla en que se ha convertido la sección de lácteos. Esta guerra de precios supone una presión enorme para el granjero… y para las vacas. La actual política agraria obliga a amortiguarla recurriendo a la cantidad, lo que deja la única opción de aumentar el rendimiento. Como se ve, las críticas al funcionamiento del mercado tienen bastante fundamento.

Da que pensar el hecho de que una vaca de alto rendimiento tenga que ir al matadero a los cinco años de vida tras parir dos terneros, a lo sumo tres, solo porque a esa edad reduce su producción. La esperanza de vida natural de una vaca puede superar los 20 años.

A los consumidores nos gustaría que las vacas se quedaran en los prados, o eso decimos en las encuestas. Presuntamente, incluso estaríamos dispuestos a pagar más por esa leche. Sin embargo, tan buenas intenciones no se materializan: el porcentaje de leche ecológica que se vende en España ronda el 0,3 por ciento, lejos de Francia o Alemania. Esta procede de vacas criadas bajo estándares de bienestar animal que, además, han pastado en prados sin pesticidas ni fertilizantes. La tendencia, no obstante, es que aumente su consumo, así como el de leches de pastoreo, procedentes de vacas que pastan al menos 150 días al año a razón de cinco horas al día.

En última instancia, hay una verdad más: la vaca solo se convirtió en problema al abandonarse la cría en prados; solo entonces su huella ecológica se disparó. «Una vaca criada en prados es un animal eficiente, pero cuando su alimento procede en un 70 por ciento, o más, de los campos de cultivo y no de los pastos, nos encontramos ante una situación insostenible. Esas superficies se podrían dedicar a producir alimentos para el ser humano», dice Johannes Isselstein, catedrático de Agronomía de Gotinga. En Alemania, el pienso para vacas requiere una superficie equivalente a la que se dedica al cultivo de cereales para el pan. En esos cálculos, además, no se incluyen los campos de maíz para pienso ni los de soja. En definitiva, la verdad sobre la leche es: aquí tiene que moverse algo.

Porcentaje de personas que toleran la lactosa

Cuando dejan atrás la infancia, todos los mamíferos pierden la capacidad de digerir la lactosa, el azúcar propio de la leche. Originariamente, al ser humano le pasaba lo mismo. Pero, desde que descubrió la ganadería, empezó a extenderse entre sus poblaciones un gen que permite a los adultos tolerar la leche en grandes cantidades. Donde más presente está este gen es en Escandinavia:

90% Escandinavia, Gran Bretaña e Irlanda
80-90% Alemania
81% Arabia Saudi
60-70% España
38% Rusia
10-20% Sudáfrica, norte de China y Mongolia
0-10% Sur de China y Tailandia

La leche en cifras: 
4% Porcentaje de grasa que contiene la leche recién ordeñada.
8 toneladas. Cantidad media de leche al año que da una vaca
Apenas el 0,3%de la leche que se compra es ecológica
El 80% de los compradores de leche sin lactosa no sufre intolerancia a la lactosa

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