(Un artículo de Nicole Heissmann y Christoph Koch en el XLSemanal del 24 de noviembre de 2019)
Durante generaciones ha sido el ‘oro blanco’, un alimento nutritivo y saludable
para todas las edades. Sin embargo, sobre la leche de vaca ahora se
ciernen sospechas no solo de poner en riesgo nuestra salud, también de
hacer peligrar el planeta y acentuar el cambio climático. Ante la
avalancha de mitos, teorías apocalípticas y productos alternativos,
buscamos respuestas.
A fin de cuentas, es un alimento completo que contiene todo lo que
necesitan bebés y crías para la fase de desarrollo más intensa de la
vida. En la España de la posguerra, la unanimidad era total. Aseguraba
el aporte de proteínas, vitaminas y minerales que necesitaba una
población en crecimiento. Tanta era la confianza que los nacidos en los
setenta pasaban más tiempo aferrados al biberón que al pecho de sus
madres.
El
péndulo ha oscilado al extremo opuesto: su demonización. Los argumentos
antileche forman una madeja difícil de desentrañar. Los más serios se
clasifican en tres categorías:
→ Ecológicos.
Las vacas producen cantidades ingentes de gases de efecto invernadero,
estiércol y purines. Sobre todo, metano, gas con un efecto en el cambio climático 28 veces más intenso que el dióxido de carbono.
→ Bienestar animal.
Son los argumentos éticos contra las condiciones de vida de las vacas
criadas para maximizar su rendimiento. Por ejemplo, la separación de
madres y crías al nacer, el estabulado permanente, los piensos
concentrados y el envío al matadero en cuanto se reduce su producción.
→ De salud. Veganos
y gurús critican a diario que la leche provoca alergias, diabetes, neurodermatitis o incluso cáncer. El Nobel de Medicina Harald zur Hausen
va más allá: desaconseja el consumo de productos derivados de la vaca,
pues podrían contener fragmentos peligrosos de material genético,
posibles culpables de aumentar el riesgo de tumores. Las evidencias que
sustentan sus sospechas son, sin embargo, endebles.
Ante estos tres argumentos es interesante ver cómo responden los
consumidores. Un estudio reciente desvela que solo al 20 por ciento de
los compradores de productos sustitutivos de la leche y la carne los
mueve la preocupación medioambiental. El 58 por ciento, mientras tanto,
los compra porque creen que las bebidas vegetales, altamente procesadas
en realidad, son más sanas que la leche. Los impulsan, a menudo,
argumentos vagos o descartados hace tiempo, como que la leche eleva el
colesterol. Y olvidan que, aunque en estas bebidas vegetales hay
pequeñas cantidades de ingrediente vegetal, también llevan más azúcares y
grasas. «El azúcar en la leche es intrínseco al alimento y no añadido»,
subraya Gemma del Caño, farmacéutica y especialista en industria y
seguridad alimentaria.
Tampoco parece justo culpar a las vacas por el cambio climático.
«Según la FAO –ilustra Caño–, liberan 100 millones de toneladas de
metano al año y unos 2500 millones de toneladas de dióxido de carbono.
Pero esto es solo el 5 por ciento de lo que emitimos. Luego, si se le
añade lo que el cultivo de pasto para vacas implica en las emisiones del
sector agrícola y el procesado industrial de sus productos derivados,
alcanza un 15 por ciento del total de emisiones. Es decir, hay que
reforzar y mejorar la eficiencia energética en todo el ciclo de la
ganadería, pero no usarlo como excusa para no tomar leche».
Toda
esta preocupación por todos y cada uno de los componentes de la leche
empezó en torno a 2012, cuando comenzaron a llegar a las tiendas cada
vez más productos sin lactosa. Junto con este azúcar presente en la
leche de los mamíferos, las proteínas y las hormonas también se
convirtieron, de repente, en grandes villanas.
Hoy, en Internet, se leen cosas como que nuestra salud se ve dañada
por culpa de las «proteínas de la leche de animales de otras especies,
contra las que el organismo se defiende». Pero los autores de esta
teoría no se han parado a pensar en sus derivadas lógicas: dado que las
proteínas son imprescindibles para la vida, la única posibilidad de
subsistir alimentándose de proteínas de la «especie propia» sería beber
leche materna toda la vida… o el canibalismo.
Comparado con tan
agitado panorama, el estado actual de la investigación médica en torno a
este tema resulta tranquilizador. Según la ciencia, el consumo medio
apenas influye en el peso corporal y tampoco produce un estrechamiento
de los vasos coronarios, como se sospechó por un tiempo. Es probable
incluso que la leche y sus derivados reduzcan el riesgo de hipertensión y
diabetes de tipo 2; quizá también el de accidentes cerebrovasculares.
Por lo tanto, los temores más extendidos en torno a la leche no están justificados.
La leche y los lácteos tampoco desempeñan papel alguno en la mayoría
de las enfermedades cancerígenas, salvo pocas excepciones. Parece
probable, de hecho, que la leche reduce el riesgo de cáncer de
intestino; una posible explicación es el efecto de la abundante cantidad
de calcio que contiene: este se une a los dañinos desechos de los
ácidos biliares, sospechosos de favorecer la formación de tumores en la
mucosa intestinal. Por otro lado, el World Cancer Research Fund
International ha encontrado indicios –que no evidencias incontestables–
en diversos estudios de que la leche aumenta el riesgo de cáncer de
próstata en hombres si consumen más de un litro al día. El efecto, en
todo caso, sería más bien pequeño y se presenta sobre todo asociado a la
leche desnatada.
De todos los componentes de la leche, la grasa
es precisamente uno de los objetos de investigación más interesantes.
Está compuesta en un 70 por ciento por ácidos grasos saturados, vistos
con recelo por su efecto negativo en el colesterol, factor de riesgo de
la arterosclerosis y los infartos. Sin embargo, recientes
descubrimientos revelan que no es tan dañina como se decía. Su efecto
sobre el colesterol es sorprendentemente limitado, e incluso derivados
como el yogur parecen reducir sus niveles.
El motivo, probablemente, sea la propia estructura de las diminutas
gotas de grasa que nadan en la leche y que le aportan su textura
cremosa. Estas gotas están rodeadas por una membrana de varias capas, no
solo formada por grasa, sino también por proteínas y fósforo. La grasa
de la leche parece ser especialmente saludable cuando estas estructuras
permanecen intactas. Eso explicaría por qué la mantequilla siempre está
detrás de resultados negativos: en experimentos con alimentos en seres
humanos, la mantequilla, a diferencia de la nata, aumenta la
concentración en sangre del LDL, o ‘colesterol malo’. Para obtener la
grasa de la mantequilla, se centrifuga la leche, generando unas fuerzas
que rompen sus diminutas estructuras.
La humanidad tiene diez mil
años de experiencia en la domesticación de animales productores de
leche. Ningún otro alimento natural ha estimulado tanto nuestra
creatividad: se calcula que hay cuatro mil variedades de queso.
También encontramos variantes totalmente distintas de yogures en todo el
mundo, como en la cocina de la India, muy marcada por el vegetarianismo,
aunque nunca vegana, en un país donde la vaca es considerada sagrada
desde hace milenios. La ciencia confirma que los productos lácteos
fermentados son sanos y digeribles, conclusión a la que nuestros
antepasados llegaron sin necesidad de laboratorios: ellos solos
aprendieron a sacar partido a la capacidad de los microorganismos y las
enzimas naturales para convertir la leche en un producto duradero y
versátil, desde el amargo kéfir hasta el requesón más dulce y cremoso.
Todos estos productos conforman un tesoro colectivo fruto de la
experiencia, un patrimonio mucho más antiguo que el Antiguo Testamento
(lleno, por cierto, de alabanzas a la leche). Incluso ideas tan
‘modernas’ como la elaboración de leche sin lactosa mediante la enzima
lactasa tienen una larga historia: en la elaboración tradicional del
yogur se usan bacterias procedentes de la leche fermentada; las enzimas
de estas bacterias no hacen otra cosa que digerir la leche por nosotros y
transformarla así en un producto tolerable y duradero.
Nuestra forma de tomar leche también ha evolucionado. Ahora la
ingerimos como bebida refrescante y, a la luz de las evidencias, no
parece lo más conveniente por su elevado valor energético: para
refrigerarse, el cuerpo necesita sobre todo agua, no calorías. Durante
la mayor parte de la historia, la leche se ha procesado buscando alargar
su periodo de conservación, transformándola en mantequilla, queso
curado o en bebidas fermentadas como el kéfir. Muchas de estas recetas
reducen el contenido de lactosa de tal manera que buena parte de los
derivados son aptos para personas a las que les cuesta digerirla.
Un
aspecto esencial para nuestra salud es cómo se alimenta a las vacas.
Los expertos aconsejan volver a lo tradicional. Cuando pasta en los
prados, o si come suficiente cantidad de hierba y heno, en su rumen se
forman más ácidos grasos omega-3 que en una vaca de alto rendimiento,
alimentada con piensos concentrados y soja. El omega-3 es un elemento
especialmente valorado, ya que reduce el riesgo de desarrollar varias
dolencias cardiovasculares, de ahí lo importante de consumir leche de vacas alimentadas de forma natural.
Además, si esta forma de gestionar las explotaciones volviera a
imponerse, se reducirían muchos de los problemas ecológicos y éticos de
la actual economía excedentaria.
Las vacas son capaces de hacer algo que a los humanos nos resulta
imposible: gracias a sus cuatro estómagos y a una flora bacteriana
específica que puebla su rumen, procesan las duras fibras de celulosa de
la hierba y obtienen de ella su energía. Al mismo tiempo, sus microbios
estomacales almacenan las proteínas vegetales y son después digeridos
en el intestino de la vaca, sacrificados como mártires de la producción
de leche. Las proteínas de las bacterias llegan más tarde a través del
sistema circulatorio hasta las ubres. De esta forma, las vacas
trasforman para nosotros fibras vegetales inútiles en proteínas lácteas
fácilmente digeribles. Si las dejamos que coman hierba, claro.
Porque el ‘problema’ es que una vaca que se alimenta en prados ‘solo’
produce seis mil litros al año como máximo. Cantidad insuficiente
mientras un granjero gallego o asturiano, al que le cuesta 32 céntimos
producir un litro, siga percibiendo 31 céntimos por cada litro que vende
a la industria. Es decir, pierde un céntimo por litro. ¿Cómo no se
arruina? Gracias a las ayudas públicas, sobre todo a la Política Agraria
Común (PAC) de la UE. El impacto de las subvenciones es de unos 3
céntimos por litro, lo justo para rebasar el umbral de la rentabilidad y
rascar un par de céntimos por litro.
Mientras, los supermercados
de bajo coste libran una guerra por los clientes en ese campo de batalla
en que se ha convertido la sección de lácteos. Esta guerra de precios
supone una presión enorme para el granjero… y para las vacas. La actual
política agraria obliga a amortiguarla recurriendo a la cantidad, lo que
deja la única opción de aumentar el rendimiento. Como se ve, las
críticas al funcionamiento del mercado tienen bastante fundamento.
Da
que pensar el hecho de que una vaca de alto rendimiento tenga que ir al
matadero a los cinco años de vida tras parir dos terneros, a lo sumo
tres, solo porque a esa edad reduce su producción. La esperanza de vida
natural de una vaca puede superar los 20 años.
A los consumidores nos gustaría que las vacas se quedaran en los prados,
o eso decimos en las encuestas. Presuntamente, incluso estaríamos
dispuestos a pagar más por esa leche. Sin embargo, tan buenas
intenciones no se materializan: el porcentaje de leche ecológica que
se vende en España ronda el 0,3 por ciento, lejos de Francia o
Alemania. Esta procede de vacas criadas bajo estándares de bienestar
animal que, además, han pastado en prados sin pesticidas ni
fertilizantes. La tendencia, no obstante, es que aumente su consumo, así
como el de leches de pastoreo, procedentes de vacas que pastan al menos
150 días al año a razón de cinco horas al día.
En última instancia, hay una verdad más: la vaca solo se convirtió en
problema al abandonarse la cría en prados; solo entonces su huella
ecológica se disparó. «Una vaca criada en prados es un animal eficiente,
pero cuando su alimento procede en un 70 por ciento, o más, de los
campos de cultivo y no de los pastos, nos encontramos ante una situación
insostenible. Esas superficies se podrían dedicar a producir alimentos
para el ser humano», dice Johannes Isselstein, catedrático de Agronomía
de Gotinga. En Alemania, el pienso para vacas requiere una superficie
equivalente a la que se dedica al cultivo de cereales para el pan. En
esos cálculos, además, no se incluyen los campos de maíz para pienso ni
los de soja. En definitiva, la verdad sobre la leche es: aquí tiene que
moverse algo.
Porcentaje de personas que toleran la lactosa
Cuando dejan atrás la infancia, todos los mamíferos pierden la capacidad
de digerir la lactosa, el azúcar propio de la leche. Originariamente,
al ser humano le pasaba lo mismo. Pero, desde que descubrió la
ganadería, empezó a extenderse entre sus poblaciones un gen que permite a
los adultos tolerar la leche en grandes cantidades. Donde más presente
está este gen es en Escandinavia:
90% Escandinavia, Gran Bretaña e Irlanda
80-90% Alemania
81% Arabia Saudi
60-70% España
38% Rusia
10-20% Sudáfrica, norte de China y Mongolia
0-10% Sur de China y Tailandia
La leche en cifras:
4% Porcentaje de grasa que contiene la leche recién ordeñada.
8 toneladas. Cantidad media de leche al año que da una vaca
Apenas el 0,3%de la leche que se compra es ecológica
El 80% de los compradores de leche sin lactosa no sufre intolerancia a la lactosa
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