(Un texto de Álvaro Van den Brule en
elconfidencial.com del 2 de noviembre de 2019)
Aunque empezó a cultivarse hace 8.000 años por los Incas,
los europeos no la introdujeron en nuestro continente hasta el 1537.
Cabe la posibilidad de que nuestros ancestros hubieran
sobrevivido -en Europa- gracias a que Colón trajera
uno de los secretos mejor guardados en la recién descubierta América;
esto es, la patata.
El origen de este alimento, data desde que hace unos hace 8.000
años en territorio preincaico y en las zona andinas más elevadas, los
autóctonos la cultivaban de forma regular, estando este tubérculo exento de
impuestos o requisas, pues era un seguro de vida
para los depauperados campesinos y alimento escamoteable e invisible a primera
vista (por su longevidad vital en el
subsuelo) incluso hasta para los ladrones, y no digamos para los inspectores al
servicio del poder.
Los primeros europeos que quedaron sorprendidos por el poder de este mágico alimento de tan aparente escasa entidad y baratura desde el proceso de cultivo hasta el de recolección, probaron la patata -en primera instancia cocida-, serían los soldados que acompañaron al explorador español Gonzalo Jiménez de Quesada, allá por el año 1537, pero su entrada y puesta de largo no se efectuaría hasta 1560, siendo Pedro Cieza de León su valedor en este lado del océano.
De León cargó una pequeña nao llamada La Galeota con una docena de toneladas de patatas, dos llamas andinas, algunos abalorios locales y una pequeña cantidad de oro en joyas varias, y sobre una base de sal -para frenar la descomposición por la humedad ambiental-, alfombrando aquel tesoro sin valor aparente, a un metro de altura de la sentina, se derramó lo que el español intuía iba a ser una solución fácil y de alto rendimiento productivo; además, se cree que probablemente en la misma embarcación incluyó de forma meramente accidental y como algo exótico, unas mazorcas de maíz cónico del Valle de Tehuacán en el actual Estado de Puebla.
Al llegar a Sevilla a la Casa de Contratación, los inspectores le reprocharon la inutilidad de las dos alternativas gastronómicas (patata y maíz) invalidando de facto cualquier proyección comercial y abandonándolas a su suerte, pero el navegante español a la vista de los acontecimientos, decidió guardarse varios kilos de ambas al objeto de cultivarlas en la alquería de sus padres en Llerena (Badajoz).
Esta acción supuso con el paso del tiempo la garantía solvente de una economía estable para sus progenitores ya fuera a través del trueque o la venta, pero habría de pasar más de un siglo hasta que el gran público la consumiera de manera regular, y esto, sucedería porque la realeza -como comentaremos más adelante-, puso de moda su consumo .
Paradójicamente, los españoles inicialmente la usaron como remedio terminal para paliar el hambre en situaciones extremas en las que ignorando sus propiedades, la ingerían como recurso último de supervivencia. En su devenir por Europa sus prolegómenos no fueron mejores pues el tubérculo era considerado una excentricidad siendo considerado como planta ornamental ya fuera en interiores o en los jardines de la aristocracia. Su deriva e implantación como elemento nutritivo tardaría en cuajar, con la salvedad de que las gentes más pobres de la sociedad la empleaban como solución habitual a la falta de otra cosa que llevarse a la boca, y si no, para muestra un botón.
Durante la gran hambruna irlandesa entre 1845-1849, se calcula por lo bajo una mortandad superior al millón de personas, que sumado a otro millón de emigrados principalmente a los EEUU, causaron una demografía inversa en la que los atribulados isleños perderían cerca del 25% de la población en ese momento tan trágico. La no intervención de los ingleses que poseían en sus graneros de las ricas zonas del este de la isla cereales en abundancia para paliar esta infernal situación, podría calificarse de genocidio según algunos historiadores.
Siendo los españoles los que trajeron la patata a la península, su cultivo inicialmente se circunscribió a zonas minifundistas como alimento alternativo al trigo aunque su producción era muy reducida en relación con sus potencialidades como alimento de choque. La patata que trajeron los navegantes españoles, es una planta de tallo herbáceo y algo más de 60 centímetros de altura con hojas ovoides de color blanco marfil en su envés. Era una de las casi cien variedades existentes en aquel tiempo.
Lo que nos comemos es el tallo subterráneo de la planta y no el fruto. Este, llamado tubérculo, es abultado y un auténtico almacén de substancias de reserva tales como -incluyendo la corteza-, abundante vitamina C, potasio, fósforo, magnesio, hierro, calcio y sodio. Si a todo esto le añadimos que es saciante y que contiene un 82% de agua, podríamos estar hablando de un alimento redondo además de tener potentes elementos diuréticos y un tránsito pacifico por el estómago.
Los incas se manejaban -ya en su momento-, con las mencionadas variedades adaptadas a la vasta elección climatológica de aquel extenso imperio, cultivándolas ya fuera junto a los desiertos costeros así como a alturas que rozaban los 4.000 metros en cotas aparentemente impracticables del área circundante cercana al mágico lago Titicaca. Aparte de como hortaliza, tiene muchas aplicaciones, tales como la producción de almidón, harina de fécula y alcohol, como es el caso del vodka ruso y orujos irlandeses que proliferan en una vasta red de clandestinos alambiques domésticos por todo el país como si de setas se tratara.
La patata nace a una profundidad de aproximadamente 10 centímetros
y desarrolla un brote que crece hacia la superficie visible hasta sobresalir
del terreno, originando una diminuta planta. En Sudamérica, según un equipo de
historiadores de la Universidad Salesiana de La Paz (Bolivia), este tubérculo
hoy universal, no aparece hasta el 3.500 a.C
mientras que en las antiguas civilizaciones sumerias, los cereales ya llevaban
una ventaja de cerca de 4.000 años adicionales.
Revolución agrícola
La patata, es un producto que sumado a la máquina de vapor de Watts, probablemente permita a ambas entender lo que de impelente supusieron para la revolución agrícola inglesa y sus posteriores sendas revoluciones industriales como revulsivo social y por extensión, de la economía en la Europa contemporánea. Es, el paradigma de como un estómago lleno y con la seguridad de una ingesta regular, produce por defecto, pensamientos creativos. Tras el hambre, la imaginación queda cautiva; sin ella, la imaginación vuela.En el caso de España, se dan una serie de peculiaridades a tener en cuenta por su especial trascendencia. Desde tiempos inmemoriales, las partes más importantes de la península ibérica eran por la regularidad de los estándares climatológicos, el sur y el centro, zonas donde era posible la agricultura mediterránea, y por consiguiente, la proliferación del trigo. En este sentido, el norte estaba en desventaja pues los cultivos básicos de nuestro agro se adaptaban con dificultad a su clima húmedo, como era el caso del olivo y la vid. Por ende, podríamos calificarlos de territorios pobres y en consecuencia, infravalorados por los invasores romanos y árabes.
Sobre este particular, los del turbante no tuvieron demasiado interés en ocupar la franja norte y por ende, permitieron la consolidación de los reinos cristianos, algo que a la larga sería su perdición. En otro orden, se creaban potentes interrelaciones entre los habitantes de la cornisa cantábrica y la meseta, de tal manera que los vascos se integrarían sin dificultades ni guerras en la corona de Castilla puesto que necesitaban los cereales castellanos, mientras que a cambio proporcionaban su probada maestría como marinos, abriendo rutas hacia el Canal de la Mancha, la Liga Hanseática, y las exportaciones a Flandes de la cotizadísima lana castellana.
Los cultivos de procedencia transatlántica, cambiarían de forma radical el escenario agrícola y mercantil. Los del norte solucionarían su problema histórico con la aparición de las patatas y el maíz. Toda esta “movida”, crearía una importante explosión demográfica en Galicia en particular y en el área cantábrica de manera más generalizada aumentando su peso político e industrial.
Podríamos decir sin rubor o temor a equivocarnos, que la protoespaña de aquel tiempo, la de los virreinatos o Monarquía Hispánica, aportó a la llamada civilización occidental un elemento gastronómico revolucionario que a pesar de sus efectos retardados en cuanto a implantación se refiere, ocasionaría una auténtica revolución agrícola, a la que podemos sumar en adición, la entrada secundaria del maíz enviado por Cieza de León y Cortés a los mercados continentales de aquella Europa de entonces, gris, mórbida y hambrienta.
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