(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 24 de febrero de 2019)
Pocos aperitivos tan populares como las bravas. Unas simples patatas y
una salsa picante. Así de sencillo, pero también así de complicado.
Porque buena parte de las que encontramos no dan la talla. Patatas
grasientas aderezadas con salsas que recuerdan más a un kétchup
pringoso, alejadas de la versión original y que, para más inri, en
ocasiones apenas pican. Para algunos puristas, las bravas no dejan de
ser una forma de comer barata, pensada para llenar el estómago por poco
dinero. Un colega llegó a calificarlas como «matahambrunas cutre».
No
puedo compartirlo. Una ración de patatas bravas, cuando están bien
hechas, es una de las cosas más apetecibles en una barra. Patatas
primero cocidas y luego fritas en buen aceite de oliva para que queden
tiernas por dentro y doradas y crujientes por fuera. Con una salsa
untuosa que empape bien esas patatas. Y por supuesto con un punto
adecuado de picante, porque de lo contrario no podríamos llamarlas
‘bravas’.
Se atribuye a las tabernas madrileñas su origen. La salsa
original es la que se hace con aceite, mucha cebolla y pimentón picante.
Nunca tomate. En Barcelona y Valencia se añade alioli para suavizarla.
De esa forma las sirven, muy buenas, en el barcelonés Casa Tomás o en
los valencianos Central Bar o Rausell. Y si quieren las genuinas
madrileñas, no dejen de probar las de bares como Alonso o Docamar.
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