(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 1 de abril de 2019)
En muchas ciudades de España es tradición acompañar las bebidas que se
toman en la barra de los bares con una tapa gratuita. Unas sencillas
patatas fritas o unas aceitunas, a veces algo más elaborado, pero
siempre en pequeñas cantidades. En otros lugares, esas tapas o pinchos
se cobran al cliente, que puede elegir entre una amplia variedad. Pero
hay puntos en los que la tapa gratuita se sale de lo normal. No por su
calidad, sino por su abundancia. El ejemplo más significativo es
Granada, donde tomando tres cervezas ya sale uno comido de cualquier
bar. Causa vergüenza ajena leer en algunas guías de esa ciudad frases
como «en este bar sirven megatapas, por lo que por muy poco dinero
habrás comido». Se trata de llenarse. Nada más. Tapas de tamaño
descomunal, pero en las que la materia prima y la elaboración dejan
mucho que desear. Lo que empezó como un guiño para atraer clientes de
bajo poder adquisitivo se ha convertido en una tela de araña de la que
los hosteleros granadinos no saben cómo escapar. Visitantes alertados
por esas guías y clientes locales exigen esas tapas, y pobre del que no
las tenga. Esta es, probablemente, la principal causa del bajo nivel
gastronómico que, salvo contadas excepciones, tiene la ciudad. Si se
pueden llenar con tres o cuatro tapas gratuitas, para qué van a visitar
un restaurante. Un bucle sin salida.
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