(La columna de Martin Ferrand en el XLSemanal del 17 de
junio de 2012)
José
Martínez Ruiz, a quien conocemos y
admiramos como Azorín,
debió de ser un níño repelente. De lo poco que se ha escrito sobre su infancia y
primera juventud sabemos que era caprichoso y mal comedor y que su padre,
alcalde de Yecla, mimaba a la criatura más de lo debido. En sus tiempos de
feroz anarquista y extrema izquierda, su principal
golosina eran las brevas -el primero de los frutos que las higueras más comunes
en el Mediterráneo dan
cada año- y que, como todos los jóvenes de
su Monóvar natal, alicantinos, repetía por estas fechas, según se aproximaba el
solsticio de verano: «Per san Joan, bacores». Ya estamos en tiempo de bacores,
de brevas, y es cuestión de aprovecharlo.
Los
higos propiamente dichos, los del otoño, no tienen el valor provocador de su
primicia, la breva, que, dulce y jugosa, es una fruta extraordinaria y esencialmente
nuestra, aunque en el olvido. La higuera junto con la vid y el olivo son un emblema de nuestra cultura. Quizá, por su frágil
condición, la breva de ahora y el higo de después no sean
frutas idóneas para el supermercado, pero con un poco de azúcar y otro tanto de nata, de crema de leche -a la ampurdanesa- son
un postre único.
Lucas
nos cuenta en su Evangelio el caso de una higuera que no daba higos.
Cuando el amo le ordenó a su criado cortarla, por inútil, este propuso
cuidarla, abonarla y esperar un tiempo más. Toda una lección para tiempos de
crisis. No caerá la breva de que alguien se imponga la enseñanza, pero las brevas
-con jamón, en mermelada o en tarta- son una exquisitez. Un lujo a nuestro
alcance, como la noche de San Juan.
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