(Un texto de Juan Barbacil en el Heraldo del 10 de agosto de 2019)
Cuenta la periodista Marta Valdivieso, que los pozos
de nieve que suministraban hielo a los más pudientes y a las tabernas, figones
y horchaterías, siguieron funcionando en Madrid hasta principios del siglo XX,
hasta que se instalaron las primeras fábricas de hielo artificial. Además de
por la innovación por las exigencias de las condiciones de higiene que
prohibían la utilización del hielo, digamos natural, para uso alimentario. No fue
hasta 1834 cuando se inventó el frigorífico por Jacob Perkins, perfeccionado en
1844 por John Gorrie, quien necesitaba una constante de frío para bajar la
temperatura a sus pacientes de fiebre amarilla.
El último toque lo dio Carl Von
Linder en 1876 que contribuyó a que al fin de la nevera se realizara un uso
cotidiano al poder realizar una fabricación en masa. El es el que en realidad
tiene la patente de la invención de la nevera. Según algunos estudiosos, el
Kelvinator bautizado en honor de Lord Kelvin hacia 1925, descubridor del cero
absoluto (2739C) es la primera nevera con mi compresor y sistema de
refrigeración en su interior. Según otros fue la cervecera Mahou la que tuvo la
primera fábrica de hielo en Madrid.
¿Y en Zaragoza? Corrían los años sesenta y
comienzos de los setenta cuando en la vieja tienda de mi familia, cada día y a
primera hora de la mañana, el camión de la fábrica leridana de gaseosas y hielo
La Gremial con delegación en Zaragoza, descargaba abundantes barras de hielo que
los repartidores agarraban con un garfio afiladísimo y lo ponían sobre sus
hombros protegidos con un retal de cuero a modo de protección.
Las dientas
venían con su pozal a comprar su trozo de hielo para ponerlo en aquellas viejas
neveras, más bien armarios enfriadores, muchas veces no, eléctricos y que vendíamos
a seis pesetas la barra entera, unas tres si era media barra y así
sucesivamente. Disponían de un grifo que dispensaba el agua fresca del hielo
que se iba deshaciendo con el paso de las horas. Claro que la parroquia
madrugaba para comprar el hielo recién hecho. En otras ocasiones lo llevábamos
a los domicilios junto con el resto del pedido que solía estar acompañados de
sifones, gaseosas y, por supuesto, una garrafa de tinto de Almonacid de la
Sierra de la familia Moneva.
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