(La columna de Benjamín Lana en el XLSemanal del 16 de septiembre de 2018)
No se preocupen. El título es algo alarmante, pero no es que los
taiwaneses se hayan puesto a abastecer los mercados mundiales de
delicias castizas, además de ordenadores. Es que tienen una especialidad
local casi igualita en ingredientes, solo que en vez de meterla en
tripa la cortan con forma de polo helado y se la comen con su palito y
todo, a veces rebozada en polvo de cacahuete. De hecho, la primera idea
era titular la columna: «Polo chino de morcilla de Burgos», descartado
al pensar que más de un lector creería que algún cocinero nuestro había
perdido el oremus. El cuento sería perfecto si pudiera decirles que un
misionero burgalés enseñó a los aborígenes a hacer morcilla, dato
históricamente posible porque los españoles colonizamos el norte de
Taiwán –entonces isla Formosa– durante 16 años del siglo XVII. Pero el
invento gastronómico lo llevaron los chinos, que, por cierto, llegaron
mucho después que los españoles y los holandeses.
Hemos afirmado mil
veces que los préstamos y las fusiones son tan antiguas como el Homo sapiens,
pero también existe la poligénesis o, dicho de otro modo, la
posibilidad de que a dos personas se les ocurra lo mismo sin que lo
sepan.
El pastel de sangre de cerdo o zhū xiě gāo que yo probé –sangre y
arroz básicamente– lo venden en un estratégico puestito colocado entre
un templo budista que no cierra de noche y la entrada al mercado
nocturno de Raohe, una auténtica feria de la gastronomía de calle que
ofrece cientos de especialidades, cada cual más sorprendente para los
ojos y narices occidentales, que bulle de gentes hambrientas hasta el
alba.
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