(Un texto de Francisco Abad Alegría en el Heraldo de Aragón del 12 de enero de 2019)
De vino o sidra, pero también con séquito de agraz, agrio de naranja o limón, jugo de acedera, zumo de manzana, grosella espinosa y granada ácida.
Se registra el empleo de ácidos en la cocina a lo largo del tiempo, observando un alto empleo en la antigüedad, manteniéndose durante el borroso periodo del Renacimiento, para limitarse después a las cocinas más elitistas y en las más populares básicamente para conserva o encurtido, eclipsándose a partir del siglo XVIII, hasta ser actualmente un componente de uso muy limitado.
El empleo del agrio en la cocina se establece sobre el doble eje de la conservación y el condimento, siendo en este segundo aspecto protagonista en la confección de salsas, aunque también se da la adición como un elemento más a un guiso complejo y prolongado, especialmente en los tiempos más antiguos. Pero queda en el aire el por qué del auge y posterior retracción del empleo del agrio en la cocina; no habría aspectos nucleares que lo explicasen, salvo quizá la llegada de productos del Nuevo Mundo o la creciente disponibilidad de variedad de alimentos o la muy tardía comercialización de productos alejados del lugar de consumo, por los transportes o la refrigeración, irrelevante en esta segunda opción porque los cambios ya se han producido antes del siglo XX. La conservación de alimentos por el ácido no es discutible, aunque la revolución de Appert y sus variantes más modernas han relegado al encurtido y escabechado más a formas de aderezo en sentido estricto que a la mera conservación.
Cuando se valora el gusto como un factor determinante en la preparación de la comida, la cosa tropieza con un pequeño escollo: ¿Cómo es posible que el mero ‘gusto’ (según el concepto de Flandrin) sea capaz, sin otro tipo de empuje, de mantener un uso como el del vinagre y otros ácidos vicarios de él o aromatizantes durante tantos siglos? Y aquí parece que la interferencia de criterios médicosanitarios tuvo un papel decisivo. Justificada o injustificadamente, así parece y eso quisiera contarles.
Probablemente, el galenismo médico es el sustento básico del empleo de ácidos en la comida, asentándose sobre criterios sanitarios antiguos menos estructurados doctrinalmente. Esta corriente de pensamiento médico impregnó los criterios sanitarios del mundo civilizado occidental y mediooriental entre los siglos II y XVII. Galeno sitúa la vida y la salud en una equilibrada dinámica de los cuatro extremos en los ejes fríocaliente y húmedoseco, que implicarían cualidades de los cuatro humores orgánicos: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. El galenismo impera en la teoría y la praxis médica del Imperio desde el siglo II, decayendo en el Occidente imperial a partir del siglo VI, por el derrumbe imperial, sobreviviendo en parte, arrinconado en los monasterios europeos, reductos de la cultura clásica; se mantiene en el Oriente imperial y desde Bizancio irradia, junto con los retazos de cultura clásica salvados de la barbarie, al expansivo islam desde finales del siglo VII, con tardías síntesis magníficas y descollantes (por ejemplo, Avicena en el siglo X y Averroes en el XII). Así, las inevitables derivaciones culinarias que asumen un concepto de pensamiento fisiológico y médico, en este caso galenista, nacidas en el corazón del Imperio, perviven fragmentariamente en Europa, se enseñorean de la práctica sitiológica musulmana y acaban recalando, en un bucle histórico, en alAndalus y los territorios sicilianos, reimplantándose en Europa.
Demos un salto hasta finales del siglo XIII y principios del XIV. Nuestro Arnaldo de Vilanova, natural de Villanueva de Jiloca, teólogo, médico y profesor universitario, es notario y difusor de la reimplantación del galenismo en la Europa cristiana. Médico de Pedro III y Alfonso III de Aragón, al abandonar al rey Jaime II, en misión diplomática y universitaria, deja por exigencia del monarca algunos apuntes de medicina práctica (‘Regimen sanitatis ad regem Aragonum’), entre los que destacan los relativos al cuidado de las hemorroides, que padecía el monarca. El vilanovense recoge en su ‘Regimen’ una receta de repostería llena de cilantro y torta de harina y vinagre luego molida, entre otros elementos, para alivio del monarca.
Afirma Maese Arnaldo que "los sabores acetosos o agrios, adicionados de almendras, tarde o nunca dañan las partes espirituales", lo que casi es un chiste sobre el efecto sobre partes "inferiores" con preservación de "superiores"; que no daña el tozuelo, vamos. Pregona la utilidad dietética de los ácidosagrios para el cuidado de la salud, refiriéndose fundamentalmente a la capacidad de equilibrar algunas cualidades negativas de las carnes, aunando vinagre, zumo de granada ácida, limón, naranja y agraz de uva, aunque añade a renglón seguido que el consumo moderado de alimentos cárnicos con el único condimento de un poco de sal, podría ser lo mejor.
En el periodo relativamente homogéneo de la ciencia médica y dietética andalusí de los siglos XII y XIII, tenemos elocuentes noticias del empleo de ácidos en la comida civilizada. El profesor Ibn Razin alTugibí, que acabó sus días en Túnez, en medio del ambiente intelectual y cultural más destilado de la gran unidad de pensamiento que abarcaba desde alAndalus hasta Persia, se explaya sobre los ácidos: el vinagre se prescribe con profusión y el autor subraya siempre que debe ser "de buena calidad", refiriéndose al blanco o dulce, los vinagres de agraz, limón, lima, cidro, naranja amarga y cebolla albarrana (este último recogido en detalle por el hispanoromano Columela en el siglo I), además de los vinagres aromatizados con plantas como la menta o el azafrán. A todos llama vinagre, y es preciso discernir en el texto de las recetas que recoge su libro, de cuál se trata.
Los autores andalusíes detallan las cualidades salutíferas y dietéticas de los distintos ácidos, según criterios rígidamente galenistas. Así, el vinagre de uva tiene fuerza predominante fría y seca, lo que lo hace particularmente útil para mitigar el calor y humedad de las carnes y para mejorar la actividad del organismo en los calores estivales, ayuda a digerir los alimentos pesados, aunque si se emplea en demasía hace decaer el vigor general y debilita la vista. Los médicos dietistas andalusíes también anotan virtudes semejantes, con algunos matices, para el agraz de uva inmadura, el zumo de cidro, el de granada agria y el de manzana ácida, que además de confortar las digestiones mejoran la actividad del corazón.
La cocina distinguida andalusí también detalla preparaciones concretas complejas. Por ejemplo, la salsa de mostaza, que produce calor en el organismo y favorece la digestión de carnes y pescados grasientos, y la de vinagre con ajos, base de la que luego será nuestra ajada o rustrido y que es la esencia de los escabeches, que se emplea con profusión. A menudo se asocian en platos cárnicos vinagre o agraz a cantidades notables de azafrán, dando un aspecto peculiar y aromas llamativos a muchas preparaciones.
Largo tiempo después, por las prevenciones de los galenistas sobre el efecto debilitador del exceso de vinagre, fue empleado por las damas distinguidas para acentuar su palidez y facilidad para el desmayo, tomando mucho vinagre con agua. Al parecer, palidecer y desmayarse por cualquier nonada era muy fino. Aunque, según nos cuenta crudamente John Cleland a mediados del siglo XVIII en su obscena ‘Fanny Hill’, el desmayo daba lugar a una lujuriosa y eficaz reanimación por parte del siempre dispuesto acompañante, que agradecía vehementemente la pálida damisela, tan gozosamente recuperada.
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