(La columna de Benjamín Lana en el XLSemanal del 13 de julio
de 2014)
Se puede matar y morir de hambre. Se puede
matar el hambre y juntarlo con las ganas de comer. El apetito, sin embargo, se
despierta, como si perteneciera a una cualidad más elevada, quizás porque aplique
no solo a la comida sino a otras demandas y deseos en los que también se usa o
no la boca. Iñaqui Camba, uno de los cocineros más singulares de la Villa y Corte los pocos que
se cubre con gorro chef, ajeno a las modas, un erudito al que uno podría
imaginarse en las cocinas de Luis XV o en las del Waldorf de Nueva York, se sienta
con sus comensales cada día en su restaurante,
Arce, y les pregunta qué preparaciones y tamaño de porciones prefieren. «¿Hoy
tenemos hambre o apetito?» interroga.
Como Iñaqui, Alejandro
Dumas, el autor de El conde de Montecristo, era otro apasionado del fogón que se tomaba
muy en serio lo del apetito. Dedicó sus
últimos años a escribir un diccionario de cocina en el que
explica que existen
tres tipos de apetito: el que se experimenta en ayunas, «una sensación imperiosa que no admite caprichos y que podríamos
satisfacer con un trozo de carne cruda como con un faisán»; el que, aun sentándonos sin hambre a la mesa, surge tras e un plato
suculento. Y tercero, en el que tan bien nos vemos reflejados los locos del
yantar: «El que produce, tras varios platos deliciosos de la cena, un manjar o que aparece
al final, cuando el comensal sobrio iba
a abandonar la mesa sin pesar, donde lo retiene esta última tentación de la sensualidad».
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