viernes, 29 de noviembre de 2013

Piña



(Extraído de la columna de Caius Apicius en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 9 de marzo de 2013)

Muchas veces, para darse cuenta de cómo han cambiado las cosas, no hay nada como echar la vista atrás. Sin nostalgias, desde luego: solo con ánimo de recordar y, si viene al caso, comparar. Hoy les propondré un ejercicio: si les digo que piensen en una piña, ¿qué imagen les viene a la cabeza?  Allá por los 50, en España, la respuesta a esa pregunta era clarísima: una piña... de pino, de las que aún se usaban muchas veces como combustible. Ahora el interrogado se representará mentalmente una piña, la que antes se llamó 'piña americana' o 'tropical', y en muchos países se conoce por su nombre original guaraní de 'ananás'.

En aquel lejano tiempo y país, un niño dibujaría una piña de pino... entre otras poderosas razones porque la otra no la había visto al natural nunca. La había visto, y saboreado con placer, enlatada, cortada en rodajas e inmersa en almíbar. Así era como disfrutaba yo de la piña en mi infancia, y la disfrutaba tanto que se convirtió en uno de mis sabores preferidos.

[...]

La piña se la encontraron los castellanos en las Indias Occidentales, y les gustó. Siguiendo su costumbre de dar a las cosas el nombre de otras a las que se parecían, la nombraron piña. La piña viajó a Europa en el siglo XVI. Parece ser que le presentaron una a Carlos I y a éste «plúgole mucho» su aroma... pero se negó rotundamente a probarla. Él se lo perdió. La gran industria de la piña enlatada nace en Hawai, de la mano de Stanford B. Dole, allá por 1890.

Entre nosotros, la piña ha sido más que nada un postre. Liga muy bien con algunas carnes, como el cerdo braseado (mejor jamón, y mejor en casa) y con algunas aves, especialmente con el pato.

La piña aparecía en los postres. Al natural (o sea: de lata, sin más concesión que su propio almíbar) o regada con kirsch. La piña al kirsch' era un clásico. No me hace demasiada gracia. El kirsch es un aguardiente de cerezas muy típico de la Europa germana. No parece el compañero más indicado para un símbolo del trópico como la piña. Yo no tengo la menor duda al respecto: si quiero ponerle un toque licoroso a la piña, a un buen ron oscuro.

Nosotros cortamos media piña en daditos y la ponemos en una cazuela, al fuego. Cuando empieza a liberar arma, añadimos un chorrito de ron y el zumo de dos naranjas. Dejamos que cueza, tapado, cinco o seis minutos, y dejamos en el frigorífico. Ponemos un poco de yogur cremoso, mezclado con el zumo de cocción, en el fondo de los cuencos; distribuimos la piña encima, rociamos con azúcar moreno y quemamos la superficie con el soplete hasta caramelizarla. Magníficas texturas, aromas y sabores máxima sencillez.

En el polo opuesto, los pétalos de piña del galo Michael Trama: corta la piña en rodajas tenues, que carameliza sumergiéndolas durante un cuarto de hora en un sirope hirviente, con cuidado de no romperlas. Esta operación ha de hacerse en varias tandas. Después las mete al horno, muy suave, durante al menos un par de horas. Cuando están secas y crujientes, las deja enfriar a temperatura ambiente, en lugar seco, y las sirve sobre un sorbete, de piña o de frambuesa. Un postre espectacular y espléndido. Ya ven ustedes hasta qué alturas culinarias se puede llegar partiendo de una fruta... de crucigrama.

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