Aprovechando la reciente celebración del Día Mundial de las Legumbres, podemos presumir de un inacabable menú de garbanzos, ollas, pucheros, habichuelas y fabadas. Cada región tiene su receta y ninguna defrauda.
Las Naciones Unidas tuvieron a bien designar el 10 de febrero -el pasado lunes- Día Mundial de las Legumbres,
y a este cronista le parecía justamente que a mediados de este mes,
generalmente gélido en nuestras latitudes, había que hablar de ellas y
de los platos de cuchara. Luego llega el clima y sus
cambios y nos depara un febrero más fresquito que gélido, aunque con sus
espectaculares tormentas de viento y lluvia también. Y además, poco
importa: no necesitamos que hiele fuera para disfrutar nuestros platos
de cuchara, que parece que están recuperando actualidad con el repunte de la cocina tradicional.
Algunos se toman en varios vuelcos, como la escudella i carn d'olla catalana, que lo dice en su propio nombre: la escudella es a la vez el recipiente en el que se cuece la sopa y la propia sopa, tradicionalmente de fideos finos y arroz, y luego se consume esa carne de olla que no es sólo carne sino hortalizas, butifarra blanca y negra y la famosa pilota. Eso sí, las legumbres sólo estaban presentes, bajo forma de garbanzos, en la llamada escudella de pagès, que también llevaba col y que hoy parece más bien olvidada.
Su rival -en esto también- es el cocido madrileño, en origen una derivación del cocido extremeño. Ambos, sobre todo la olla catalana, fueron desapareciendo de las cartas de los restaurantes en Barcelona y Madrid, pero en la capital el cocido se ha recuperado notablemente a partir de los años 70 del siglo pasado, con sus tres vuelcos (vegetales y carnes separados) o sólo dos. Y hoy tenemos un nuevo repunte de lo tradicional, como indicábamos. La presencia del centenario Lhardy como mantenedor de las esencias no ha sido ajena a esa permanencia.
Nuestros cocidos se basan ante todo en dos legumbres: el garbanzo, del que somos probablemente los únicos europeos aficionados y hasta devotos de él, mientras que los demás suelen despreciarlo, y la alubia, habichuela o judía, de origen americano. Esta es más tardía en nuestras recetas, pero tampoco el uso del garbanzo parece ir más allá del siglo XVII.
El lujoso cocido castellano de épocas pretéritas, la olla podrida -que al parecer no estaba nada podrida, sino poderida, palabra derivada de 'poder', porque o era muy potente o la comían los poderosos- está hoy prácticamente desaparecida.
Un caso aparentemente opuesto es el del cocido montañés, que en los libros de hace medio siglo o más -por ejemplo, el esencial El libro de la cocina española, de Néstor Luján y Joan Perucho, editado justamente en 1970- no aparece mencionado jamás. Pero no, no se inventó entonces: se inventó su nombre, y es una divertida -y verdadera- historia de ingenio.
Esa historia la contó, tras haberla vivido de cerca, nuestro maestro Punto y Coma, que era montañés (ahora se diría cántabro, tras la aplicación del nombre de Cantabria, que históricamente no correspondía al territorio de la Montaña castellana, a la nueva autonomía). Y es ésta:
José Luis Herrero Tejedor (hermano de Fernando, el mentor de Adolfo Suárez, y tío del periodista Luis Herrero), nombrado en 1966 delegado de Información y Turismo y director del Festival Internacional de Música en Santander, se encontró con un contratiempo: no había en su provincia un plato regional de gran fama con el que poder agasajar a visitantes ilustres y directores de orquesta hambrientos como hacían su colega de Oviedo con la fabada o el de Bilbao con el marmitako.
Sí que existía una rica y espesa sopa a base de alubias, berza y carnes solamente conocida como potaje -y muy parecida al pote asturiano- que podía convenir, pero ese nombre era soso y le faltaba la connotación local. Y a Herrero Tejedor se le ocurrió la brillante idea de rebautizarla como cocido montañés. Los Karajan y demás músicos famosos se encargaron de extender su fama por todas partes... pero no llegó a tiempo para Luján y Perucho.
Toda la cornisa norte es rica en cocidos y pucheros, con legumbres o sin ellas: los diferentes potes gallegos (unto, berzas, patatas, grelos, junto a cortes de carne de cerdo como codillo, oreja o costillar), las fabes que reinan en Asturias, no sólo en fabada o pote, sino cada vez más en versiones marineras, hechas sobre todo con las pequeñas verdinas, y las alubias rojas de Tolosa que se han ido imponiendo, con morcilla, como el gran plato de cuchara vasco en su tierra y en toda España. Antaño era popular el tremendo cocido vasco, con sus cuatro bandejas: una de garbanzos y patatas, otra de alubias, otra de berza y otra de carnes.
Los archipiélagos cuentan también: ahí están el bullit mallorquín, con vegetales que van del garbanzo a la batata, o el puchero canario, tan exótico (batatas, maíz...) del que guardamos grandes y ya antiguos recuerdos en el Mesón El Drago tinerfeño.
En las dos mesetas se comen cocidos con garbanzos que suelen variar en el capítulo de las carnes, según las chacinas típicas de cada lugar. Y el originalísimo cocido maragato, en León, se come al revés: terminando por la sopa. El mapa se completa con el estupendo cocido andaluz con su pringá. Lleva ternera, tocino ibérico, garbanzos, patatas, zanahorias, puerro... Lo de pringá se refiere a las carnes y tocino, que se consumen aparte, desmenuzando la carne junto con el tocino y pringando pan con ello. ¡No dejen de probarla!
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