lunes, 3 de septiembre de 2018

Yemas de Ávila

(La columna de Carlos Maribona en el XLSemanal del 21 de mayo de 2017)

Es difícil sustraerse a la tentación ante una caja de yemas de Ávila o de Santa Teresa. Soy poco goloso, pero tengo especial debilidad por estas bolitas de color naranja, recubiertas de azúcar, que se deshacen en la boca dejando el sabor del huevo con un fondo dulce. Recuerdo con nostalgia cuando en algunas escapadas familiares a la capital abulense mi padre se detenía en la confitería La Flor de Castilla, en la plaza de José Tomé, para comprar una cajita de esas yemas que Rafael García Santos calificó con acierto como uno de los mejores petit-fours del mundo. Su calidad reside en su elaboración artesanal (la forma irregular demuestra que están hechas a mano) y en sus ingredientes naturales: yemas de huevo y azúcar, con un toque de limón y de canela. Unos dicen que su origen es árabe. Otros, que fueron las monjas de un convento las que empezaron a hacerlas en tiempos de Santa Teresa, auténtica repostería monacal. Y los menos románticos aseguran que Isabelo Sánchez comenzó allá por 1860 a elaborarlas en su confitería La Dulce Avilesa, que más tarde se convertiría en La Flor de Castilla. Ahora, las yemas de esta casa se han modernizado. Un producto perecedero, que por llevar huevo apenas duraba tres días, se conserva hasta dos meses gracias a un envasado especial. Ya no hay que ir hasta Ávila para comprarlas.

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