domingo, 3 de septiembre de 2017

Ricos garbanzos en Aragón

(Un texto de Francisco Abad Alegría en el suplemento gastronómico del Heraldo de Aragón del 18 de febrero de 2017)

Columela ya citaba en el siglo I varios tipos de garbanzos que cultivaban los hispanos; no sospechaban que después serían la base de ese monumento que llamamos cocido.

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El garbanzo ('Cicer arietinum') es una leguminosa muy pronto unida a la cultura alimentaria de toda la cuenca mediterránea, parte del sudeste oriental y zonas de África como Etiopía. Quizá sea fruto de la selección humana a partir de un antecedente silvestre descubierto en Anatolia ('Cicer reticulatum'); hay una variedad autóctona, no útil en alimentación humana, en las Canarias ('Cicer canariensis'). Su planta es de pequeño porte, raramente más alta de 50 centímetros, con abundantes ramitas de hojas compuestas aserradas, que dan una flor axilar blanca o rojiza, de la que sale la vaina globulosa y oblonga de poco más de 2 centímetros de longitud, que en el 70% de los casos lleva un solo garbanzo y en el resto, 2.

Los garbanzos que ahora se cultivan en España son básicamente del tipo pedrosillano, pequeñito (como el de Lécera) y el de Fuentesaúco, de mayor tamaño. Existieron garbanzos de color muy oscuro y rojos, pero su bajo rendimiento en cosecha los ha descartado del cultivo habitual. Dicen que el garbanzo solo requiere dos aguas: la del riego inicial, hacia finales o mediados del invierno, y la de cocerlo. Es una planta dura, acostumbrada a pasar sed, que crece en terrenos pobres y alcalinos y enriquece parcialmente la tierra de nitrógeno (datos de Carravedo y Mallor, 2008).

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Digo esto porque hasta principios del siglo XX, la principal fuente de proteínas de la alimentación de los españoles eran las legumbres, las ahora denostadas alubias, lentejas y garbanzos. Ya saben que el glorioso don Benito Pérez Galdós era motejado por sus pequeños enemigos como ‘el garbancero' por su afición al cocido casi cotidiano; era una forma de llamar plebeyo, uno del montón, a quien representa una de las cumbres de la literatura española moderna. Es decir, que la gente común, la plebe para entendernos, comía notables cantidades de legumbres para mantenerse –y servir a Dios y a la patria, claro–.

En Madrid, en la época prebélica, la comida diaria era de cocido, con carne o sin ella según las posibilidades, en casas humildes y solventes. Como ejemplo del valor de las legumbres en la vida cotidiana, el trío garbanzo-alubia-lenteja suponía un total de 619.000 hectáreas en España, aún en 1950. En 2003 se ha reducido a 124.200, es decir, en un 80%. La cosa está clara: el aporte de proteínas, ahora, se hace fundamentalmente a través de la carne, el pollo y el pescado, y las legumbres han bajado en consonancia.

Son muy ilustrativos al respecto los datos que aporta Asso (1798) sobre la importancia del cultivo de legumbres en toda nuestra tierra y el peso específico del garbanzo en la víspera del siglo XIX. Hay enormes diferencias en el cultivo de garbanzos de unas zonas respecto de otras, lo que se explica perfectamente por la idoneidad de los terrenos para el cultivo. Globalmente, sin embargo, la legumbre más cultivada en Aragón era la alubia, seguida muy de lejos por el garbanzo (11% de la producción de legumbres), la lenteja y el haba.

Formas clásicas de preparación

Los libros recogen relativamente pocas recetas para preparar los garbanzos. En todo caso, las más clásicas son las que siguen. Aunque no pertenezca a nuestra tradición cultural, su notable antigüedad invita a considerar el hummus siro-palestino. Una buena cantidad de garbanzos cocidos se tritura hasta hacer un puré semidenso con un poco de zumo de limón, comino en polvo, sal, aceite de oliva, pasta de sésamo o tahini, un pequeño diente de ajo y algo de yogur natural. Se toma a temperatura ambiente y en verano es delicioso como primer plato.

La olla podrida, que evolucionó al cocido español, es una de las maravillas de nuestra cocina. Las carnes (gallina, vaca, costilla de cerdo, un poco de embutido tipo salchicha o chorizo suave), se ponen conjuntamente con algunas hortalizas (puerro, cebolla, zanahoria) y aromas (laurel, pimienta negra), añadiendo agua y dejando iniciar el hervor; en ese punto se baja el fuego y se va espumando, para retirar las impurezas, y luego se vierten los garbanzos (la única legumbre que agradece empezar la cocción en caliente). Luego se prosigue la cocción, lentamente y en puchero convencional si se prefiere, incorporando al final algunas patatas y algunas hojas de acelga o espinaca picadas, o haciendo todo en olla exprés, con el tiempo recomendado según la presión prefijada. El servicio en tres vuelcos ya no se acostumbra y actualmente se prefiere disponer el caldo como entrada con algo de fideos, y en segundo lugar los garbanzos con los tropiezos troceados, salseando el conjunto con algo de un buen sofrito de tomate natural.

Una tercera preparación es la de los garbanzos en vigilia. Los garbanzos, tan unidos a los alboroques de funeral, se asociaban en la antigüedad griega a las fiestas en honor de los difuntos y por eso fueron comida penitencial. Y como hay dos elementos permitidos en la abstinencia de carnes, los huevos y el secular bacalao seco, de ellos se hacía este plato. El bacalao seco se lava y luego desala en agua; se sacan las migas del pescado y las pieles, espinas y zonas menos vistosas, se cuecen en agua con puerros y alguna zanahoria, obteniendo un caldo en el que se cocerán los garbanzos, con todo el sabor y la gelatina del bacalao. Aparte, se hacen unos huevos duros.

El caldo del bacalao se calienta y se vierten dentro los garbanzos, cociéndose al gusto. Ya cocidos, se extraen unos pocos, con algo del caldo de cocción, añadiéndose la yema de los huevos cocidos y algo de perejil picado; se tritura todo, haciendo una crema ligera, que se reincorpora a los garbanzos. Se ponen de nuevo al fuego y cuando se reanuda el hervor suave, se añade el bacalao desmigado y las claras de los huevos duros cortadas en trocitos, dando a todo unas vueltas y retirando inmediatamente.

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